Acheronta  - Revista de Psicoanálisis y Cultura
Editorial Acheronta 19
Porqué las lágrimas pueden cubrir las distancias
(aunque los boleros digan que la distancia es el olvido)
Albert Garcia i Hernandez
Consejo de Redacción Acheronta

Estoy empadronado en Valencia.

Valencia (España).

(Hay más en el mundo. Espero que con mejores resultados)

Un día asumí que mi lengua era el catalán.

Valencia, a miles de kilómetros de Argentina. Una gran distancia.

Nunca he estado en Argentina.

Nunca recibí con alborozo la llegada de la comunicación virtual. Pero acepté su llegada y traté de adaptarme a ella. Nunca entré, sin embargo, a lo que llaman un chat.

En esa red, de la que siempre sospeché que éramos más peces atrapados que anguilas hacia su origen, me he sorprendido por el lazo que he llegado a establecer con gente a quien no "he tocado" pero a la que nunca dejé de ver su rostro.

He padecido un escalón nuevo de lo que todos entendemos como un malentendido. El malentendido que, también, se produce en el dominio de Bill Gates. Y me sorprendí cuando otra cosa, tan virtual como esas apariencias, traía los remedios a los malentendidos. Remedios de los que carezco y añoro en muchas relaciones físicas y próximas. En personas que "llegué a tocar".

Un día se me propuso pertenecer a un grupo de redacción y edición virtuales que ya estaba en marcha aunque en pocas manos. Decidí, en unos momentos de la historia del psicoanálisis en que aceptarlo era firmar la sentencia de muerte de la sospecha de lo que iba deviniendo un nuevo y repetido Otro pero la puerta abierta a mi irrenunciable derecho a equivocarme (última definición que he logrado percibir en mi larga pregunta sobre la libertad), decidí, digo, aceptar.

Y así empezó todo.

Allí conocí a Norma.

Vivía en una Argentina que quería de otro modo. Participaba activamente en la recuperación de la dignidad cívica frente a la impunidad de los corruptos. Un valenciano y una argentina, a miles de kilómetros, hartos de los modos valencianos y argentinos.

Allí también, pasado el tiempo, se decidió que, por mucho que se nos fascinara con resultados de inmediatez y eficacia, rechazábamos todos el uso del chat o de cualquier cosa que se le pareciera. Internet, sí, pero no cualquier cosa.

Allí empecé a enviar cosas en catalán y jamás se me devolvieron con hostilidad.

Allí hablé con libertad, no sin temor.

Allí jamás fueron sobreinterpretadas mis intervenciones y eso me produjo, después de la alegría, una pena terrible cuando en Valencia, en Madrid, en Barcelona, en París, lugares que sí había visitado físicamente, no había vivido nada institucional que no pasara por pagar ese peaje. Ese malestar convertido en aburrimiento por su repetición.

Allí conocí a Norma.

Allí soportó mis bromas sobre sus dificultades cibernéticas. (un enano habla a otro enano).

Desde allí me llegó lo mejor de cada uno. Y de Norma, cómo palpitaba su corazón. Cómo se escribía y se transmitía a un monitor algo tan viejo y tan renovado como la vida.

Siempre despedía sus mensajes, salvo excepciones, con "Cariños. Norma", que era, ni más ni menos, su catalán argentino de despedirse: su habla.

Allí nos reímos.

Allí hemos encontrado el tiempo de no temer hablar de lo más sesudo mientras nos intercambiamos recetas o la manera de sacar a los trabajadores de casa cuando se alarga su parsimonia en las reformas o cómo decir las cosas personales de otra manera.

Allí Norma desarrollaba su trabajo con entusiasmo (no "advertida", "dupe qui n’erre pas"), cuando sus heridas por tantas cosas, fundadas incluso por ella y posteriormente robadas, eran tantas y suficientes como para decir basta.

Allí Norma nos escribía crónicas de las caceloradas que aún no han sido superadas por ningún agente mediático. Y soportaba con firmeza y modestia nuestras advertencias, viejos curtidos de la política, de una manera que llegaba a contagiarnos y, muchas veces, a entusiasmarnos. A desadvertirnos.

Allí Norma fue un soporte de vida más en cada momento en que todos nosotros, sin excepción, hemos pasado y aún pasamos momentos delicados y traumáticos de nuestras vidas personales. Y apostamos por no ocultarlo (luego leímos esas cosas de hacerse cargo de la subjetividad de nuestro tiempo...si ustedes supieran cómo nos hicimos cargo...!)

Allí logramos algo inédito: una transferencia de trabajo que no dejaba nuestras vidas al margen. No sé cómo se escribirá el porvenir de ciertas ilusiones. Nosotros ya tenemos escrita ésta.

Allí se produjo una más de las metáforas del amor: hubo un momento en que ya no podíamos más y se decidió, al menos, enviar fotografías para ver las caras de quienes sabíamos tanto y tan poco veíamos.

Entonces vi la cara de Norma en fotografías.

Ustedes la pueden ver, si aún sigue allí, en el apartado del Consejo de Redacción. Y no podía ser de otro modo: era la que más risa mostraba.

Allí Norma nos escribió un día que le habían detectado un problema en el cuerpo.

Fue el primer hielo en todos nosotros desde un país que sólo emitía calor.

Con Norma hice lo que no he hecho con nadie del resto del consejo de redacción: cuando me llegaron noticias más alarmantes, le llamé por teléfono. Norma conoció mi voz. Cómo deseo ahora volver a la ilusión de desandar el recorrido freudiano y que esa excepción (fotografía y voz) hubiera entrado en esa prehistoria psíquica en que se hablaba de la sugestión como cura!

Sin embargo, la suerte estaba echada.

Pero era tal su deseo de vivir que confundimos eso con el diagnóstico apuntado que nadie quiso creer.

Sólo por eso, sólo por eso, su muerte nos ha sorprendido, cuando esas muertes y por esos diagnósticos nunca sorprenden.

Escribo esto desde la ausencia total de cálculo, que es otra de las enseñanzas que allí me regalaron.

Maldigo las palabras correctas porque nunca me condujeron a nada bueno.

Escupo la rabia de haberme arrebatado la posibilidad de encontrarme a Norma el día (que llegará) en que vaya a Argentina. Porque hay analistas, todo hay que decirlo para que no caiga en el olvido o en lo supuesto, hay analistas que no tienen dinero y no pueden permitirse según qué viajes (y según qué asistencias y votos en supuestas asambleas "democráticas").

Norma hizo el esfuerzo: leyó mis poesías en catalán.

A veces hay analistas que sostienen de una manera impecable la apuesta del psicoanálisis que no cede en su insistencia a la letra. Y apuntan hacia el futuro del psicoanálisis.

Yo, conseguí un diccionario lunfardo y jamás dejé de preguntar por modismos argentinos que me vinieron muy bien pues he analizado sujetos que me hablaban esa lengua, también, aún.

Norma no quiso estar en algunos lugares. Los segregados de su amor y de su paciencia siempre escribirán la historia diciendo que ella fue la segregada. Esa es la mentira que siempre ha escrito la historia de los vencedores (¿vencedores de qué?) hasta hacérnosla pasar por verdad a fuerza de repetirla.

Norma dejó una producción que nadie se atreverá a desmentir.

Desde que recibí la noticia de su muerte estoy derramando lágrimas capaces de atravesar el Atlántico. Y no me importa lo que se piense sobre eso desde las riberas a uno y otro lado.

Norma me sostuvo cada vez que navegué con el rumbo claro.

Estoy empadronado en Valencia.

Hubiera querido algo más (en eso nos reconocemos en el CR). Cuando deambulaba con ese ambiguo deseo, me encontré con un mensaje de Norma.

Porque una vez me escribió Norma, con esa manera suya de encontrar todo salvable, natural, posible: "sabés? encontré Valencia en internet, es linda tu ciudad, viste?"

¿Cómo decirle cosas que conforman el resto?

¿Cómo decirle ahora, Cortázar en mano ("La salud de los enfermos"), cómo escribirle que no hay nada bajo el decorado barroco, obsoleto y aburrido de la ostentación? ¿De la sumisión al "reconocimiento Otro"? ¿Del lugar en que decidí no seguir estando? ¿De lo que me permitió, además, el privilegio de haber conocido a Norma?

Ciutat de Valencia, 2 de junio de 2004

Albert Garcia i Hernandez
Consejo de Redacción de Acheronta

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Revista de Psicoanálisis y Cultura
Número 18 - Diciembre 2003
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