Acheronta  - Revista de Psicoanálisis y Cultura

Lo que Jacques Lacan aprendió de Maurice Leenhardt: La acción de la palabra y la construcción de un cuerpo
Manuel Coloma Arenas

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No solo de Lévi-Strauss habría vivido lo simbólico de Jacques Lacan; si bien son innegables los aportes que el psicoanalista encontró en el trabajo del antropólogo, existen otras vías que permitieron darle cuerpo al registro en cuestión. Una de ellas puede encontrarse en las menciones que Lacan hizo –y que habitualmente parecen inadvertidas- a Maurice Leenhardt, etnólogo francés y pastor protestante que fuera enviado a Nueva Caledonia en 1902 y que trabajó en conjunto con Marcel Mauss, llegando a ser su sucesor en la Cátedra de Religiones Primitivas de la École Practique des Hautes Études de París. Lo que Lacan extrae de su trabajo se encuentra en su texto “Do Kamo” (1997). Trabajaremos acá en torno a estos envíos, en base a lo cual intentaremos extraer consecuencias clínicas para el modo en que Lacan entendió y discutió la lectura del caso Dick de Mélanie Klein.

La conferencia “SIR” y “Do Kamo”: la función constituyente del símbolo en el análisis

Lacan opina en aquella conferencia de 1953, llamada “Lo simbólico, lo imaginario y lo real”, que “Do Kamo”, “[…] no es un libro que merezca todas las recomendaciones […]” (p. 8).Sin embargo, los contenidos de dicho título son traídos a escena al momento de destacar la transformación que afecta a los sujetos que se ligan entre sí al estar bajo una palabra, la cual permitiría trascender la pura agresividad imaginaria, aunque también la constituye como tal. Con esta palabra se trata de una función de mediación no resolutiva, puesto que Lacan advierte rápidamente ante cualquier conclusión pacificadora: la palabra no solo media, sino que produce realidad. Esta constitución de realidad es pesquisable en las llamadas estructuras elementales: al estar constituida por nombres -los cuales marcan tanto las relaciones prohibidas como las permitidas en el orden de los intercambios y las alianzas- dichas estructuras producen la realidad que determina las preferencias y los destinos de cada individuo. Estos nombres, al ser símbolos, distan mucho de una realidad como referencia a los lazos consanguíneos, puesto que se puede denominar con el término “hermano” a cualquier integrante del clan al que se pertenece. La realidad producida es así, una realidad simbólica. Ahora bien, ¿cómo entender este símbolo tal y como Lacan lo intenta hacer en esta conferencia?

Antes de la mención a Leenhardt, Lacan presenta al psicoanálisis como una experiencia donde, al mismo tiempo en que se despliega un “comportamiento imaginario” -aquello que en los animales corresponde a “conductas simbólicas”, desplazadas en tanto no responden o se distancian de un ciclo de comportamiento (1) - circula una palabra que se intercambia. Así, la articulación entre ambos registros se pone en evidencia a partir de la importancia que cobran las observaciones etológicas: lo que en animales es conducta simbólica, en el humano corresponde al registro de lo imaginario (…). Estas imágenes gobiernan en el ser humano lo que pertenece a la esfera de su sexualidad, determinándola en sus preferencias. A modo de ejemplo, el fenómeno del fetichismo, donde la preferencia por una pantufla o la eyaculación ante la simple vista de ésta se encuentra desplazada respecto de cualquier necesidad instintiva; o incluso la fantasía de fellatio al analista, donde no podríamos suponer algún tipo de relación con la necesidad de alimentarse.

Pero nada de esto será susceptible de interpretación si no captamos en él la dimensión simbólica que hace que la imagen remita a otra cosa respecto de sí misma (…). Solo por ese valor,  el fetiche y la fantasía son interpretables (pp. 4- 5). Lo imaginario entonces, debe llegar a cobrar su valor simbólico, acción que se logra con el procedimiento establecido para descifrar un rébus o un jeroglífico (a los que Freud hacía equivalentes al sueño); ahí, la puesta en relación de las imágenes entre sí permite descifrar un mensaje a condición de leer en ellas otra cosa que lo que supuestamente designan. Lacan usa el sonido “po” que en francés equivale a la fonética de “pot”: pote o tarro. Si queremos entonces dar cuenta de “police” podremos servirnos del pote como imagen, ubicando junto a él cualquier otro objeto que deberá leerse con el sonido que complete la palabra pólice (p. 5). El objeto-símbolo aparece separado o distanciado de su utilidad, y su imagen ya no tendrá relación a la realidad que podría estar refiriendo. Así ocurre con la contraseña, que no tiene correspondencia con un significado o con un factor común que caracterice a los que se reúnen en torno a ésta: solo sirve, dice Lacan, para que no nos maten (p. 6). En otros términos: la contraseña no está ahí para reconocer, sino para constituir, y esa es la función interhumana del símbolo que lo distingue del signo; el símbolo ha abandonado la tarea de designar para pasar a cumplir con su nueva función constituyente.

Las referencias de “Función y Campo de la palabra y el lenguaje”

Al establecer que la experiencia analítica confirma que ningún hombre ignora la ley, Lacan advierte que esta ley no es otra que la del lenguaje; el intercambio de dones a través de palabras de reconocimiento confirma esta condición, haciendo de la mentira y el engaño, instancias problemáticas respecto al pacto forjado. Leenhardt aparece aquí en un pie de página, como ejemplo a lo que Lacan ilustra sin mencionar, pero en evidente presencia, con las investigaciones de Malinowski, en particular, a su célebre “Los argonautas del pacífico”. Y es que los dones, habiendo adquirido tal estatuto por transformar objetos en símbolos, “[…] están tan mezclados con la palabra que se los designa con su nombre” (2008, p. 263). En efecto, como veremos, Leenhardt destaca cómo los pactos y acuerdos que obligan al intercambio de dones son designados en sí mismos con el término “palabra”. La condición de deudor es designada así como la de un portador de una palabra.
Alrededor del concepto de deuda, Lacan hará girar su argumentación con el objetivo de poder distinguir entre el campo del lenguaje y la función de la palabra. Así, la instancia misma del don que circula en los intercambios ilustra el despuntar de una ley en el lenguaje:
Porque esos dones son ya símbolos, en cuanto que el símbolo quiere decir pacto, y en cuanto que son en primer lugar significantes del pacto que constituyen como significado: como se ve bien en el hecho de que los objetos del intercambio simbólico, vasijas hechas para quedar vacías, escudos demasiado pesados para ser usados, haces que se secarán, picas que se hunden en el suelo, están destinados a no tener uso, sino es que son superfluos por su abundancia (p. 263)

Podemos ver que el lenguaje se presentifica en la transformación misma de los objetos en símbolos –tal y como lo demuestra en la conferencia “S.I.R.”-, pero aún haría falta algo para que surja la dimensión de la palabra como ley asociada al lenguaje. Para recalcar esta situación, Lacan ejemplifica nuevamente con la descripción de fenómenos etológicos: las golondrinas de mar, en su pavoneo, se pasan de pico en pico un pez, que ya no está ahí para ser devorado, sino que se presenta como símbolo de festividad en la misma medida en que solo es paseado (pp. 263, 266). Ante todo, la ley no sería la posibilidad de que “algún cacique” (p. 266) devore el pez; para Lacan eso no sería suficiente para reproducir entre las golondrinas esa misma historia, siendo esto lo que podría habilitar el surgimiento de la dimensión de la palabra, es decir,  que algo pueda presentificarse en ausencia. El juego del fort-da será el paradigma de esta condición (p. 266), hasta el punto de observar que “Es el mundo de las palabras el que crea el mundo de las cosas, primeramente confundidas en el hic et nunc del todo en devenir” (p. 267); así también ocurre con el orden de las alianzas, las cuales, al determinar los intercambios por medio de los nombres de parentesco, hacen surgir todo un movimiento que implica una legalidad inmanente a los símbolos que los constituyen, creando por esto: “[…] un orden preferencial cuya ley […] es para el grupo, como el lenguaje, imperativa en sus formas, pero inconsciente en su estructura” (ídem.). 
Es acá donde Lacan muestra el papel que el Edipo juega en la subjetividad moderna, instalando así el tema de la deuda, ya sea con Rabelais como una Gran Deuda expandida a todo orden de cosas (p. 269) o como Deuda inviolable que garantiza el retorno de lo cedido identificándola a la función del mana o del hau (ídem.).

La palabra es entonces el mensaje que puede leerse a través de la puesta en relación de los objetos e imágenes que han adquirido su estatus de símbolo, del mismo modo como se configuran los jeroglíficos y los rébus. Así, el analista tendría la labor de registrar esa palabra, instancia que otorga duración a los objetos pese a su ausencia y que por lo mismo permite que éstos tengan una vigencia permanente en el tiempo; esta palabra que el sujeto desconoce y que sin embargo está encriptada en la escritura de sus síntomas, perdura en un intercambio simbólico que se actualiza con el analista, quien la acoge como proviniendo de un nuevo concepto rescatado de Lennhardt: la auténtica persona, es decir, el Do Kamo (p. 301). En otros términos, esta palabra habilita al sujeto al acceso de su auténtica persona, en tanto ésta es indispensable para efectuar lo que desde siempre han sido los intercambios simbólicos; mientras permanezca no reconocida, establece una relación de deuda pendiente hasta que no sea pagada. Existe así un acceso a lo propiamente humano por la vía del símbolo que a través de las imágenes envuelve una palabra que, desde su condición inconsciente, determina la realidad de quien la lleva. El sujeto es entonces deudor de una deuda que no ha reconocido como tal, y esta deuda, es su palabra.

Que el texto de Maurice Leenhardt surja en torno a estas cuestiones, nos conduce a investigar de qué tratan algunos de sus capítulos. La advertencia de Lacan respecto a que este libro no merecería todas las recomendaciones, parece más bien un anzuelo que permite extraer de “Do Kamo”, publicado en 1947, cuestiones de alcance para la definición de los tres registros y sus repercusiones en la clínica. Revisemos algunos de los aspectos centrales que para este fin nos ofrece la experiencia de Leenhardt en Nueva Caledonia.

Los dos cuerpos y la verdadera persona en los Canacos

La concepción de persona de la que disponen los Canacos dista mucho de la figura occidental de un yo-individuo: no hay diferencia, para ellos, entre sujeto y objeto, la persona es un conglomerado de relaciones insertas en el orden de la naturaleza. Se trata de una concepción que para Leenhardt es cosmomórfica, acompañada de una experiencia del tiempo que no conoce los términos de pasado y futuro, volviendo dificultoso el trabajo de ubicar a una persona en las condiciones propias de un relato. Sin embargo, existen ante esto una serie de trucos que permiten suponer una acción por delante o por detrás de él: “[…] por un juego de morfemas, como el que expresa la duración, estas lenguas sitúan la acción. El sujeto hacia adelante, el provenir; hacia atrás, el aspecto cumplido. Pero no hay realmente ni futuro ni pasado” (1997, p. 96).

Toda esta condición repercute en la representación del cuerpo, el cual tiene para el Canaco una estructura análoga a la de un árbol: la piel es kara, es decir, corteza; los músculos son piè, o sea, pulpa del fruto; esqueleto es ju, corazón de madera y fragmentos de coral (p. 39). Pero resaltemos que no se trata acá de metáforas, por el contrario, el cuerpo es un árbol. La persona-cuerpo-conjunto de relaciones y el mundo o la naturaleza constituyen una unidad: “una identidad de sustancia los confunde en un mismo flujo de vida” (p. 43).

Pero aquello de lo que el melanesio verdaderamente carece respecto a la representación corporal es de la noción de profundidad. Sus artistas dan cuenta de esto: cuando dibujan la cabeza, ubican un disco en la parte superior de ésta para representar la nuca(p. 38). De este modo, Leenhardt plantea que el uso de la tercera dimensión podría permitirles el paso a la diferenciación sujeto-objeto o, en otros términos, ligar en una sola existencia el yo y el cuerpo. En efecto, lo que veríamos acá es que no hay posesión de un cuerpo a modo de elemento de una individualidad. Habría que dar todo un paso entre “el momento en que el canaco da un nombre a su cuerpo y aquel en que sabe que su cuerpo y él son sólo uno” (p. 44). De ahí que la aparición de la verdadera persona -Do Kamo- no sería independiente del encuentro entre los melanesios y la colonización. Así, separar o circunscribir un cuerpo como propiedad individual, permitiría al Canaco distanciarlo respecto al mundo mítico. En efecto, los mitos totémicos dan cuenta de esta fusión del cuerpo al mundo. Pero lo que mejor refleja esta situación es el dominio socio-físico en el que habitan el tío y el sobrino uterino: no es que en rigor existan términos que permitan su diferenciación a modo de clasificaciones de parentesco, sino que se les designa con un sustantivo dual (duamara) que no remite ni al uno ni al otro sino que “nombra la relación que los une” (p. 161). Leenhardt vacila entonces entre la valorización del particular concepto canaco de persona –siempre difusa- y la posibilidad de que éstos puedan acceder a la verdadera persona, reprimida bajo el personaje de los mitos y la visión cosmomórfica del cuerpo.

Si destacamos la relación entre los conceptos de tiempo, persona y cuerpo, es porque conducen a la siguiente interrogante: ¿cómo podría el Canaco recordar una deuda? Puesto que contraer y pagar una deuda implican cuestiones de orden temporal, la resolución del problema se presentaría en las relaciones con la palabra y, muy especialmente, con los términos no y eweke (traducibles como palabra).  Pero palabra en este caso puede ser muchas cosas y dentro de éstas envuelve siempre una acción. Veamos algunos ejemplos rescatados por Leenhardt y mencionados por Lacan, sin antes dejar de aclarar que, aún cuando no se trate de metáforas en el caso de las múltiples denominaciones del cuerpo -así como de los variados usos de palabra- esto no significa que no haya uso del símbolo: por el contrario, es justamente gracias a éste -tal y como lo hemos definido con Lacan, es decir, como algo separado de una designación o referencia exclusiva- que distintos objetos pueden ser inmediatamente una palabra. Siendo así, ¿qué tendría que ocurrir con el símbolo para habilitar la existencia de la dupla sujeto-objeto?

Para el Canaco, la palabra puede ser una “decisión”: un padre demora el asentimiento de la petición de matrimonio a su hija porque espera conocer los sentimientos de ésta y de la madre. Esa será su no, es decir, su palabra (p. 131).
Si un joven comete adulterio bajo motivo de llevar a cabo una venganza a pedido de su hermano mayor, él mismo es una palabra. En este caso es palabra de su hermano. Su acción entonces, equivale a la palabra (ídem.).
Como vemos, estas acepciones no implican necesariamente el discurso o el habla.Los casos en que el término no, equivale al español palabra, significan, más que un discurso, la acción de la elocución. Así, serán denominadas como no: la autoridad de quien emite un discurso, la violencia con la que se ejerce el mismo y la sabiduría o eficiencia del contenido discursivo (pero no el contenido en sí) (p. 132).

Por su parte, la noción de mensaje también llevará en ella a la palabra: una gavilla sirve para que, sacando cada clan una hierba de ésta sin destruirla, se convoque a ceremonia guerrera, convirtiéndose ella misma en palabra. Pero el mensajero deberá dar cuenta del éxito ensartando pescados en una liana: cada uno de ellos es también una palabra ensartada (ídem.). El símbolo nos muestra aquí cómo permite hacer de los objetos –en este caso, la gavilla y los pescados ensartados- un mensaje por sí mismo. En el caso de los Canacos, podemos afirmar que el símbolo no tiene un más allá, o en otros términos, no remite a otra cosa puesto que la cosa misma ha mutado en palabra.

Respecto a las deudas, surge la función de la ofrenda para saldarla a través de víveres, objetos en prenda o sacrificados, convertidos de este modo en palabra (pp. 132-133). Si lo que se da es palabra, entonces ésta no se ha desprendido del objeto que interviene en las deudas. Leenhardt plantea que el don porta en sí mismo su significación:

Se ven a menudo piezas de balasor plegadas como los retazos de tela de las tiendas. Son ofrecidas para los nacimientos o los duelos. Constituyen el cuerpo del mensaje, cuyo objeto y sentido será precisado por medio de un ramo simbólico colocado sobre el balasor en el momento de la presentación […] Expresa el mensaje, pero el mensaje es la tela de corteza en sí misma, cuyas fibras son el símbolo de las fibras de todo ser (p. 133)

Al respecto, sea cual sea el discurso que acompañe a estos dones y la forma que éste adquiera, el término no será el mismo balasor y su tallo. Pero a la hora de descifrar los mensajes, la puesta en conjunto, por ejemplo, de un balasor, una hierba y una flecha, le indicaran a un anciano que le ha nacido un nieto. El mensaje del nacimiento acá, es idéntico a los 3 objetos involucrados, los que a su vez son la palabra en una triple identidad (ídem.)
Para el caso de lo que nosotros traducimos por acto, una “palabra mala” será el equivalente al adulterio. Si un hombre deriva en una mala palabra, habrá que proceder al intercambio de sartas de perlas, a modo de un ajuste de cuentas, pago que por sí mismo, en su acción, se constituye como palabra (pp. 133-134).

Recordamos en este punto lo que señalaba Lacan respecto a la relación entre imágenes y símbolo: la facultad que el registro simbólico tiene, es la de poder desplazar el valor que en tanto imagen cualquiera de éstas manifiesta,de modo que al ponerlas en relación se establezca un nuevo mensaje al que llamamos palabra (1953, pp. 4-5). La palabra surge en consecuencia, de la fonetización de las imágenes, distinguiendo así, lenguaje y palabra.
Por otra parte, el término eweke entre los Canacos, significa una palabra que abarca todo lo que pertenece al hombre: elocuencia, objetos, obras, intenciones, mujeres, sexo, etc. Así, eweke y no:

[…] tienen un sentido complementario uno del otro y, en el fondo, una significación común; traducen uno y otro de manera clara lo que los melanesios entienden por palabra: es la manifestación del ser, o del que existe […] la manifestación de lo humano en todos sus aspectos; desde la vida psíquica hasta la obra manual y la expresión del pensamiento (1997, p.136).

Finalmente, la palabra se presenta no solo en el pago de las deudas por las ofrendas mencionadas, sino en el establecimiento de éstas donde es considerada como la vida misma del deudor. El acreedor se hace dueño de la vida de éste mientras no cancele su deuda. En caso de morir el acreedor, se deberá portar la deuda para recuperar la vida que el muerto podría llevarse con él. Siendo así, se entiende que si la palabra equivale al símbolo en su función interhumana, la palabra que se da al contraer una deuda es evidentemente una acción; en otros términos, la acción que involucra el mecanismo completo de la deuda es constituyente de lo humano en tanto pacto que liga a los hombres entre sí. De esta manera:
El indígena no piensa en contratos y prestaciones, pero repite en sus discursos, mostrando los objetos de intercambio:

- Éstos son la palabra que fue dicha.

Y concluyen:

-Que la palabra sea recta. (p. 150)

Dar una palabra es entonces la acción de contraer deudas, mientras que la palabra misma aparece como equivalente a todas esas cosas que se dan o devuelven y que ameritan, para recordarse, ser marcadas en una superficie de inscripción privilegiada: el cuerpo. Es por esto que el cuerpo no tiene para los melanesios una significación de propiedad. El cuerpo es siempre, al mismo tiempo, de otro.

A partir de lo demostrado por Leenhardt, vemos que deben suceder ciertos acontecimientos para que la función humanizada y humanizante del símbolo y la palabra -componentes principales de la deuda- permitan al Canaco recortar un cuerpo propio y reconocerse como un Do Kamo o verdadera persona. A falta de éstos, el símbolo puede operar, puede haber palabra, pero una que no lograría “liberar” a la verdadera persona de los nombres que designan una relación. Estos acontecimientos son propios de la acción colonizadora, pero Leenhardt no nos describe cómo sucede este paso. Solo supone un aporte, una especie de don de los civilizados a los primitivos:

Un día quise comprobar el progreso cumplido en el pensamiento de los canacos que yo había instruido a lo largo de los años, y arriesgué una sugestión:

- En suma, ¿es la noción de espíritu la que nosotros hemos aportado a vuestro pensamiento?

Y Boesoú respondió:

- ¿El espíritu? ¡Bah! No nos habéis aportado el espíritu; conocíamos ya su existencia. Procedíamos según el espíritu. Empero, lo que vosotros nos habéis aportado es el cuerpo (p. 162).

Si la respuesta es el cuerpo, confirmaríamos que éste debe necesariamente presentarse como la superficie de inscripción de las deudas: solo así puede ser lo que permite este “progreso”. Pero, ¿qué tiene que suceder con estas deudas y sus mecanismos para que, ante la llegada colonizadora, habiliten el acceso a la verdadera persona?

Es sabido que los procedimientos colonizadores distan de ser pacíficos; la educación, el disciplinamiento, el enchapado de una serie de nuevas coordenadas simbólicas, la religión cristiana, la familia conyugal, pueden haber implicado una crueldad mayor -aunque a la vez más sutil-que la involucrada en las deudas marcadas en los cuerpos.

No se trataría entonces de un progreso espiritual, deben estar involucrados procedimientos políticos. Que la persona o el Do Kamo estén bloqueados en el personaje mítico del Canaco es visto por Leenhardt negativamente, pese a que logra dar cuenta de la ruptura generacional que se produce como resultado de la liberación. Así, para el caso del duaeri –entidad abuelo y nieto- describe:

Pero una cadena de circunstancias modifica la formación del nieto. Su comportamiento y su lenguaje se alteran. Como sus congéneres educados en las escuelas, se vuelve un personaje diferente; sin pensarlo, modifica su papel y trueca su revestimiento social y secular por un revestimiento prestado. Olvida su lengua, emplea el número dos y dice karukamo, dos hombres, cuando debiera usar el dui, de dos hombres en relación, forma regular y que le parece obsoleta. Como intérprete del gobierno, se torna incapaz de traducir los duales, y su imprecisión facilita los peores errores. Su discurso es tan incoloro e impersonal como incoherente es su actitud. Su respeto social se desmorona. Pierde a la vez la lengua, la personalidad y el sentido social. La desagregación se ha completado (p. 163)

La transformación que acontece en el Canaco, consistente en el paso de dar un nombre a su cuerpo a saber que su cuerpo y él son lo mismo, parece ser equivalente al que se produce en la transformación de los mecanismos de la memoria-deuda que funciona entre los melanesios, para constituirse o “espiritualizarse” –como dice Nietzsche en su Genealogía de la moral-, en memoria-huella o deuda infinita. Las modificaciones simbólicas a través de los medios de la fuerza civilizadora convierten las deudas pagables de los cuerpos fusionados al universo, en la deuda impagable de los individuos constituidos por recorte de un cuerpo propio. Comprendemos así, que la deuda infinita no solo comporta novedades dentro de un orden exclusivamente económico-jurídico, sino que también en todo un sistema de representaciones que afectan la subjetividad.

En la clínica: Dick como una especie de Canaco

Si pudiéramos dar cuenta clínicamente de esta situación, ¿acaso no sería Dick –el conocido caso de Melanie Klein trabajado por Lacan en el seminario 1- una especie de Canaco al que hay que civilizar con el enchapado simbólico, “brutalmente” (2009, p. 137) injertado por Klein? Este caso confirmaría una hipótesis respecto a la articulación entre registros: lo simbólico se capta por las vías imaginarias y a través de éstas la palabra puede ser dirigida en un llamado, diferenciando al yo del otro en una operación que Lacan representa en ese seminario con el truco del ramillete invertido (p. 126). Dick habría llegado a lo de Klein no como un carente absoluto de símbolo, sino como poseedor de un símbolo que aún no ha sido, a su vez, simbolizado. Su edipización (2) –un simbolismo pobre para Lacan- habría simbolizado su símbolo pero por las vías imaginarias en que procede Klein, de un modo análogo a lo que ocurre en la superposición de representaciones –una verdadera sobrecodificación- entre la estructura socio-mítica del Canaco, con sus cuerpos indiferenciados y su persona difusa, y las sociedades civilizadas colonizadoras, con sus cuerpos y personas diferenciadas así como con los límites que dividen contenido y continente.

En torno a lo anterior, un dato relevante es el que la presentadora del caso Dick ante Lacan haya sido la srta. Geliniér,  futura esposa de Edmond Ortigues: Marie Cecile, ambos autores de El Edipo Africano. El que Lacan considere al Edipo como un simbolismo pobre, da cuenta de que la intervención kleiniana tiene sus efectos no tanto por su contenido, sino porque entrega una simbolización posible a la ya escasa batería simbólica de Dick. Y esta pobreza es señalada por Lacan, precisamente en la clase donde, respondiendo a las interrogantes establecidas por la presentación de Geliniér en la clase anterior, menciona a una mitología que "quizá va a ser publicada sobre una población sudanesa" (2009, p. 138), al lado de la cual, el Edipo aparece como un mito prácticamente inservible a causa de su aspecto reducido. Se trata en efecto, de la investigación de Marcel Griaule sobre el pueblo Dogón y su mito sobre los orígenes del hombre. Todo este contexto permite arriesgar un salto entre los seminarios de Lacan para mostrar una continuidad en su enseñanza: y es que encontrar el Edipo en África le resulta, tal como lo explicita en El reverso del psicoanálisis a propósito de sus pacientes oriundos del Alto Togo, una situación equiparable a las prácticas de la colonización que hemos comentado, donde el discurso del amo se instauraría, superponiéndose, a expensas de un saber mítico que quedaría reprimido (2008, pp. 94-96). Dicho fundamento mítico de algunas sociedades sería analizable etnográficamente “como si escaparan del discurso del amo” (p. 94). El discurso del amo permanecería así como un equivalente de la ciencia, bajo cuyo predominio el saber mítico reprimido solo podría retornar sintomáticamente. Lacan lo ilustra con sus pacientes africanos, en quienes parecía no quedar ya nada que pudiera equipararse a los mitos de sus pueblos:

[…] su inconsciente funcionaba de acuerdo con las buenas reglas del Edipo. Era el inconsciente que les habían vendido junto con las leyes de la colonización […] Su inconsciente no era el de sus recuerdos de infancia -esto era palpable- sino que su infancia era vivida retroactivamente con nuestras categorías famil-iares […] (p. 96)

Es por esto que Lacan interroga la razón por la cual Freud prefirió el mito edípico. ¿Qué podría ser un inconsciente que opera con las buenas reglas del Edipo? Uno que ha sido enchapado por las vías del discurso del amo. Por eso es que solo sabremos de las costumbres de las tribus de origen en los pacientes de Lacan, a través de la etnografía, es decir, por la ciencia (ídem).  El Edipo entonces, es solidario del discurso del amo: permite, como en el caso Dick y en el caso de los melanesios, cierto tipo de subjetivación, así como también, una represión.

De este modo, Lacan lamenta y cuestiona en Freud el haber sustituido eso que la histérica le enseñaba respecto a la verdad del amo por el mito del complejo de Edipo. Por eso es que el Edipo sería un saber con pretensiones de verdad; pero como saber seguirá siendo la pretensión freudiana de darle un extraño carácter científico al psicoanálisis. El Edipo es así, la no renuncia al amo por parte de Freud y, contrario a lo que él cree, su mito del asesinato del padre solo conserva lo más fundamental de la religión: “la idea de un padre todo amor” (p. 105). Es de esta manera que para nosotros despunta la coincidencia de los canacos con el caso Dick y nos permite ubicar un colofón en torno a la relación de la palabra con la deuda infinita o impagable en tanto el superyó se constituye como residuo edípico. Creemos, sin embargo, que la crítica de Lacan al Edipo a través de sus referencias antropológicas no exclusivamente levistraussianas –y que destacan al mismo tiempo el innegable acceso a una dimensión propiamente humana- permiten encontrar una vía que intenta pasar más allá del límite freudiano de la angustia de castración, entendida ésta como deuda ante el Padre.

Bibliografía:

Deleuze, G. & Guattari, F. (1995) El anti-Edipo. Capitalismo y esquizofrenia, tr.: Francisco Monge, Buenos Aires: Paidós.

Lacan, J. (1953) “Lo simbólico, lo imaginario, lo real”, establecimiento del texto, traducción y notas: Ricardo E. Rodríguez Ponte.

Lacan, J. (2009) El Seminario, Libro 1, Los escritos técnicos de Freud (1953-1954), tr.: Rithee Cevasco y Vicente Mira Pascual, Buenos Aires: Paidós.

Lacan, J. (2008) El seminario, Libro XVII, El reverso del psicoanálisis (1969-1970), Buenos Aires: Paidós.

Leenhardt, M. (1997) Do Kamo. La persona y el mito en el mundo melanesio, tr.: M. I. Marmora y S. Saavedra, Barcelona: Paidós.

Notas

Lacan ejemplifica con el ciclo de combate entre pájaros, donde súbitamente, uno de ellos comienza a alisarse las alas.

Los autores de “El Antiedipo” (1995) parecen coincidir con Lacan cuando consideran las intervenciones de Klein: “¡Di que es Edipo o si no te daré una bofetada!” (p. 50).

 

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Revista de Psicoanálisis y Cultura
Número 30 - Abril 2018
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