Acheronta  - Revista de Psicoanálisis y Cultura
El fin del psicoanálisis
Dirección y sentido de la cura en el siglo XXI
Sebastian León Pinto

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Adentrados en los umbrales del siglo XXI, contexto en el cual el tiempo se ha convertido en sinónimo de rapidez y el espacio en equivalente de virtualidad, la historia reciente, marcada por guerras "preventivas" y decapitados por internet, da la razón a Voltaire: la civilización no suprime la barbarie, sino que la perfecciona.

En este escenario, el psicoanálisis, si bien no se derrumba, sí se estremece. ¿Qué lugar le cabe a nuestra apacible escucha de lo inconsciente y a nuestra anónima neutralidad en el vertiginoso mundo de la masacre vía satélite?

Sabemos que en tiempos cercanos y en nuestro propio escenario político, no pocos psicoanalistas reaccionaron a la barbarie imitando la solución del monje medieval: en vez de interpelar activamente el conflicto social, optaron por refugiarse en el templo de la consulta privada para orar diariamente un puñado de interpretaciones. Hoy han aparecido alternativas algo más sofisticadas, acordes al espíritu del nuevo milenio: podemos contratar un asesor de imagen y escribir libros de autoayuda acerca de las bondades del matrimonio y del amor "maduro", o también asegurar curas más veloces y eficientes, instantáneas, fáciles de llevar, en formato digital y sin calorías... por supuesto, con garantía de satisfacción al cliente: si no mejora en 30 sesiones, el tratamiento es gratis.

Entre la complicidad con la lógica de mercado y el sometimiento institucional parece debatirse la ética del psicoanalista contemporáneo.

Una vez situado este torbellino de transformaciones, hagamos el esfuerzo de detenernos un instante para formular, desde aquí, nuevas preguntas que nos permitan sacudirnos el aturdimiento y recobrar la lucidez perdida. Partamos por la más general: ¿qué es lo que nos convoca y reúne a todos nosotros, hoy, en este lugar? Supongamos que sea el genuino deseo de poder trabajar con nuestros pacientes, orientados desde el psicoanálisis y sin desconectarnos demasiado de nuestra realidad política, económica y social. Si esto es así, cobra valor dar un segundo paso: ¿qué sentido tiene, entonces, la cura psicoanalítica en el horizonte del siglo XXI? ¿Es posible mantener intactos los criterios sobre el sentido de la cura que fueron establecidos a inicios del siglo XX o estamos, más bien, impelidos a reformularlos? O incluso antes: ¿de qué hablamos, en definitiva, cuando hablamos de "sentido" o de "dirección" de la cura? Acaso estas inquietudes contribuyan a despojarnos de los saberes instituidos y de las respuestas acostumbradas, para poder desplegar un espacio de reflexión y de trabajo que se deslice más allá de las consignas apocalípticas y las promesas de futuro esplendor que tanto insisten en extraviarnos.

A partir de una hipótesis inaugural, podemos hablar del sentido de la cura como el conjunto de coordenadas que le otorgan consistencia a la práctica psicoanalítica, liberándola del mero ejercicio solipsista, no pocas veces encubierto bajo la atractiva fórmula de la "exploración del inconsciente", rúbrica que suele cautivarnos con la idea de investir al psicoanálisis con el inmaculado semblante de la investigación "científica". Así, el sentido de la cura aparece como aquello que permite desprender al pensar psicoanalítico de un repliegue en sus propias especulaciones, de una tautología autofagocitante; opera como un faro que posibilita orientarnos hacia un horizonte que localizaremos insistentemente del lado de lo curativo.

Y si el sentido de la cura gira, precisamente, en torno al curar, entonces concordaremos en el hecho de que esto sólo puede ser revisado en la medida en que los fundamentos del análisis estén abrigados por una dimensión que llamaremos, no sin cierta arrogancia, "existencial", vale decir, un horizonte que permita contrastar el resultado del trabajo analítico en el modo de ser, día a día, del paciente en el mundo. Por sobre fórmulas abstractas, esto implica considerar y subrayar el carácter psicoterapéutico del psicoanálisis y su responsabilidad concreta por el destino de las personas: de lo que se trata no es de ser inteligentes, sino de ser confiables.

Es posible contribuir a la curación de un paciente si como analistas nos hacemos cargo de nuestra posición de cuidado en relación con la persona que nos habla y nos muestra su padecer psíquico. Así, se vuelve imprescindible que nos demos cuenta que sólo en el terreno de un marco profesional de confiabilidad y de adaptación a las necesidades del paciente puede una interpretación de lo inconsciente cobrar sentido. Y esta subordinación de los instrumentos terapéuticos a la relación analítica, supone lo opuesto a un interés mecánico por el desarrollo de un proceso prefabricado, que nos colocaría del lado de la técnica en lugar del tratamiento, en el escenario de la moral por encima del territorio de la ética.

Mientras haya alguien que permita y tolere los estados no organizados de nuestra experiencia, podemos empezar a ser. Habrá cura si hay cuidado.

Ahora bien, esta manera de formular el cuidado analítico difiere significativamente del cuidado médico tradicional: este último suele fundarse en una relación de dominio, en la cual el médico, en tanto agente del saber, asume como propia la responsabilidad del paciente y desestima su discurso; en la cura analítica, el cuidado no anula al otro como sujeto de experiencia, sino que lo reconoce en la escucha de sus palabras y sus actos.

Resulta necesario, en el contexto presente, aclarar un malentendido habitual: sostener el sentido terapéutico de lo psicoanalítico y conjugar el devenir de la cura con la función del cuidado, no es sinónimo de "psicoterapia de apoyo"; tampoco implica plantear como meta del análisis la identificación del paciente con el analista, ni con su función o capacidad de pensar, ni menos con su ideal de salud mental, expresiones todas de un evidente afán de poder. Caminar hacia el desocultamiento gradual del propio modo de vivir en el mundo implica, por parte del paciente, renunciar a aquel sedimento de identificaciones que, si bien le ha otorgado amparo a lo largo de su historia, también ha contribuido a su enajenación e inautenticidad; y por parte de nosotros como analistas, la función del cuidado nos lleva a abstenernos de imponer al paciente nuestro propio tiempo, acompañando al paciente en la búsqueda del suyo.

Algunos analistas plantean que aquellos psicoterapeutas que aspiran abiertamente al bienestar del paciente corren el peligro de extraviarse del camino "correcto" del análisis. Frente a esto, la primera sospecha que se nos impone es la siguiente: ¿existe acaso un solo sentido en el ejercicio del análisis? ¿O más bien es el propio paciente quien va descubriendo junto con su analista, paso a paso, distintos caminos y alternativas posibles?

En este horizonte, establecer la oposición entre sentido o dirección "correcta" versus todas sus "desviaciones ", parece ser una forma solapada de dogmatismo que en nada tiene que ver con la apuesta propia de lo psicoanalítico. Porque el psicoanálisis, al menos desde la lógica que aquí desarrollamos, tiene precisamente el valor de operar como una herramienta crítica, tanto en la clínica como en la cultura: frente al paciente, la función crítica del analista implica poder contribuir, a través del acompañamiento que proporciona la escucha, al descentramiento de un modo alienado de existencia que obtura la apertura hacia otras formas más libres de ser en el mundo; en la cultura, la función crítica del analista supone la sospecha frente a todo orden institucional que se establezca como "oficial", desmantelando cualquier tipo de fundamentalismo en beneficio de la diversidad y la verdad histórica. Desde aquí, diremos que la crítica se muestra como el opuesto de esa moneda de dos caras que une el dogmatismo al eclecticismo: el psicoanalista dogmático se adhiere a un "maestro" y lo idealiza hasta el punto de transformarlo en un padre garante de certezas absolutas; el p sicoterapeuta ecléctico intenta reunir todo lo que le resulte "útil", con la esperanza de liquidar -a través de un no siempre inocente pragmatismo- las irreductibles y saludables diferencias epistemológicas, teóricas y técnicas que configuran la práctica clínica.

De todos modos, es innegable que muchas aberraciones se han cometido a lo largo de la historia bajo la conocida consigna que reza "por tu propio bien". Pero insistir en el carácter psicoterapéutico de lo psicoanalítico no nos obliga a suplantar la ética de la verdad por la moral de la falsa bondad, sino que nos compele a no soslayar el sufrimiento psíquico y concreto del paciente en beneficio de ciertas preferencias teóricas y abstractas. Porque en definitiva, si un análisis no ha contribuido a que la persona viva mejor en el presente, dicho tratamiento no ha tenido sentido. Y sabemos que para vivir con más libertad y poder proyectarnos a un porvenir es necesario que enfrentemos el pasado y asumamos con responsabilidad las verdades que la historia oficial -de la que siempre somos parte- ha convertido en secretos.

Repitámoslo una vez más: ¿significa esto que el analista acompaña al paciente desde el sufrimiento actual hacia la ausencia de todo conflicto futuro? Por supuesto que no. El psicoanálisis dista de ser algo así como el "camino a la felicidad". La experiencia clínica nos muestra a menudo lo contrario: el fin de análisis acerca a la persona a una posición de desamparo, a una sensación intensa de desvalimiento o a un profundo sentimiento de ruptura. El paciente cambia con el análisis: llega muchas veces con el sufrimiento de encarnar una existencia que siente ajena; en el camino suele no saber bien si quedarse en el refugio de su dolor o exponerse al riesgo de su libertad; y finalmente se le presentan dos opciones: o se inclina frente al horror de la angustia y abandona el viaje, o rompe con sus propios fantasmas y comienza, por fin, a vivir sin velo.

Si al inicio del tratamiento coinciden dolor psíquico e inautenticidad de la existencia, en el fin del análisis el sujeto tiene la oportunidad de enfrentarse a la verdad de su propio deseo y liberarse de la opresión característica de la vida alienada. Y aquí, cuando aludimos a existencia auténtica no nos referimos a una sustancia presencial y positiva, ni men os a una esencia celestial y armoniosa; más bien, esta función parece delimitarse en su negatividad, en cuanto sólo sabemos de ello lo que no es.

En lugar de vivir enajenados, podemos descubrir, a la vez solos y en compañía de alguien, nuestra propia verdad. Psicoanálisis puesto de cabeza: allí donde yo era, ello puede advenir.

Una vez que hemos desplegado lo medular de nuestra postura, es hora que acudamos un momento al necesario recurso de la prudencia, para prevenirnos de los excesos de entusiasmo que nos puedan conducir a idealizar demasiado los alcances del fin de análisis. Porque el tránsito de la alienación a la libertad, de la enajenación a la autenticidad y del ocultamiento a la verdad, es menos un absoluto que un referente para situar las coordenadas que enmarcan a la cura en lo que consideramos el más humano de sus sentidos. Como ya hemos señalado, una persona que ha terminado un tratamiento analítico sigue teniendo conflictos e inconsciente; de hecho, no pocos pacientes que han finalizado largos procesos terapéuticos acuden nuevamente al analista en algún período posterior de su vida. Acaso la idea de una cura definitiva sea menos una evidencia de la experiencia clínica que una ilusión alimentada por la omnipotencia de nuestro anhelo terapéutico.

De todos modos, cabe explicitar que el hecho de plantear para el fin de análisis la confluencia entre verdad y curación, no tiene que ver con prefijar "criterios" de terminación del tratamiento. Hasta el momento, no hemos tenido la experiencia de reunir co nstantes clínicas tales que permitan estandarizar la incalculable singularidad del caso a caso. Nos parece, más bien, que el recurso a normativas universales suele funcionar menos como expresión de una atención parejamente flotante que como mandato a la sumisión del analizado. ¿O acaso no resulta más humana una actitud de apertura al misterio, un acto de desprendimiento de cálculos y planificaciones, un desistir de entender mucho y demasiado pronto? Siempre desde nuestra impresión, pensamos que vale la pena el esfuerzo por desasirnos de representaciones prejuiciosas y permanecer abiertos a la espera de nada en particular, confiando, a la vez, en el advenimiento reposado de la cura. Porque el pausado transcurso de las sesiones vuelve una y otra vez a señalarnos que, al facilitar que nuestros pacientes dejen descansar en nosotros el peso de sus armaduras, la verdad más profunda de cada uno de ellos empieza a mostrarse, lenta y gradualmente, ante nuestra presencia.

Y cuando nosotros como analistas atravesamos por la experiencia de acompañar a otra persona en su cura, estamos siempre expuestos a sacudimientos profundos en nuestra subjetividad. En un principio, solemos ser gratificados con atribuciones de confianza, autoridad y poder; más tarde, no pocas veces somos puestos a prueba para ver si resistimos los embates a nuestra omnipotencia; hasta que en última instancia padecemos con frecuencia el dolor de la pérdida: somos arrojados, sin derecho a réplica, fuera del engañoso paraíso de la idealización. Sucede que cada uno de los seres humanos que comparten con nosotros la intimidad de su experiencia, nos transforma y nos desaloja del lugar subjetivo donde nos situábamos antes de conocerlo.

Vivir mejor, entonces, en lo cotidiano: la complejidad de la teoría psicoanalítica se justifica cuando el trabajo psicoterapéutico se traduce, al final de cuentas, en beneficios concretos verificables en la experiencia diaria de la persona tratada. Se me viene ahora a la memoria Iván: hijo de una mujer para quien su nacimiento representó no sólo el abandono por parte de su pareja, sino también la renuncia a su sueño de ser una violinista famosa. Me señala la madre: "para mí fue como si me hubieran dicho que tenía cáncer, me quería morir, sentía que tenía un monstruo adentro". Cuando a sus 6 años Iván inició su trabajo analítico, denunció frente a mí desde un principio la condición de objeto en la que estaba entrampado, ocupando perfectamente bien su lugar de monstruo: llevaba tres meses sin levantarse para ir al colegio, no quería vestirse porque le irritaba el contacto de la ropa con la piel y cada vez que su madre y su tía querían hacer algo por él, Iván las golpeaba, insultaba y escupía. Después de más de tres años de sesiones regulares, primero tres y después dos veces por semana, Iván –quien ha revelado ser un niño muy sensible e inteligente- está desde hace bastante tiempo reintegrado a su trabajo escolar de un modo creativo, no tiene problemas para vestirse y ha mejorado considerablemente su relación con su madre y su tía; pese a que, como es de esperar, aún quedan otras importantes conflictivas por seguir elaborando, asociadas predominantemente al temprano abandono por parte del padre.

Nuestra apuesta es la de un fundamento existencial para el sentido de la cura, dimensión que implica para nosotros como analistas tanto la posibilidad de asumir una función terapéutica de cuidado como la capacidad de jugarse clínicamente por una posición ética de desconocimiento. Ir más allá de criterios apriorísticos y de prácticas tecnificadas que, cuando no se restringen a la mera observación conductual de ausencia de síntomas, apelan a ideales analíticos prefabricados, ya sea bajo las viejas rúbricas de la "normalidad", la "madurez" o la " genitalidad", o bien al amparo de fórmulas más sofisticadas y acordes a la moda en uso, como "castración", "eliminación del sujeto supuesto saber" o "atravesamiento del fantasma". De lo que se trata, entonces, es de una apertura radical hacia la experiencia única y profunda del otro, experiencia que pueda resonar en la serenidad de nuestra propia escucha, por sobre el intelectualismo dualista que se deja seducir por el cantar de las ideas y termina por confundir a las personas con objetos, palabras, números o conductas.

Una vez aquí, podemos repensar la naturaleza del trabajo analítico y plantear que, en tanto cada proceso se deja ver como una construcción única entre paciente y analista, no existe fin de análisis: lo que hay son distintos finales para distintos guiones; en vez de una terminación estándar y homogénea, diversos cierres que se constituyen en aperturas hacia lo incalculable y lo impredecible.-

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Revista de Psicoanálisis y Cultura
Número 20 - Diciembre 2004
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