Acheronta  - Revista de Psicoanálisis y Cultura
La angustia y el deseo
Sergio Hinojosa

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A veces, el malentendido hace del espíritu científico un instrumento de la simpleza, lejos del sano deseo de simplicidad. Se reducen los fenómenos a anodinas definiciones mediante el recorte conceptual más acrítico y la reducción de la metodología a unas cuantas recetas "prácticas". Se toma, en fin, el camino más corto para aliviar la incertidumbre y aminorar la intensidad del compromiso.

Pero, con esta laxitud teórica se pierde la memoria y se ignora el pensamiento anterior sobre aquellos asuntos que se traen entre manos, considerándolos, sin siquiera internarse en ellos, como algo ya caduco y superado.

La noción de angustia ha sufrido las consecuencias de ese malentendido negligente. Las definiciones al uso actuales la han reducido a la simpleza de los parámetros y pattern venidos del otro lado del Atlántico. Con solo nominarla "panic attack" , o un tanto retocada, "panic disorder", han cortado la cadena que la unía a toda una tradición de pensamiento. La rotundidad del significante "ataque" sugiere -más en los tiempos que corren-, la simple contundencia de la respuesta a dar. Mientras que la asimilación a "pánico", hace que, por tener éste término una connotación más social, se diluya la responsabilidad y el compromiso del sujeto con sus síntomas y su angustia. De paso, al dotar de procedimientos estándares y pautados al profesional en la actuación sobre el fenómeno, se libera a éste del montante de angustia propio de tal responsabilidad. Sea "ataque de pánico" o "trastorno de pánico", se diga en el idioma que se diga, la expresión definida bajo el epígrafe no deja de poner en evidencia el vacío conceptual que la sostiene. La rutina justificadora de su uso puede hacer perder de vista la angustia de quien realmente no sabe qué hacer ante la angustia del otro. Pero, por ese camino, la angustia, la angustia propia acaba precipitándonos en el desentendimiento pragmático y rutinario o en la apatía desesperanzada.

Jergas aparte, tal vez sea bueno para dar moral ante el natural desánimo, recordar que la memoria no es aquella facultad aristotélica implícita en algunos de estos manuales, sino, entre otras cosas, esa inmensa extensión del legado escrito que Popper concibió como un tercer mundo, casi como una segunda piel para palpar la realidad.

Ahora bien, cuando se rastrean los análisis "científicos" que existen al respecto, uno puede constatar que, la mayor parte de las veces, se dejan de lado aspectos importantes. Las manifestaciones externas de la angustia están suficientemente descritas en cualquier manual al uso. Se describen en estos manuales los procesos que llevan a las alteraciones cardíacas (taquicardia, palpitaciones), respiratorias (disneas, ahogo), también otras manifestaciones somáticas como temblores, sudoración, sensación de perder el control o de enloquecer, etc., pero en todas estas definiciones se reduce la angustia, en fin, a un simple trastorno somático. Sin embargo, este aséptico cuadro, repetido hasta el hastío, se asemeja, como el viejo Freud no se cansaba de insinuar, al comprometido orgasmo, por más que sigan los esfuerzos por descontaminar y neutralizar la realidad psíquica en la descripción de cada fenómeno.

Se nos dice que es un trastorno, e incluso se llega a insinuar que todo este "ataque de pánico", no es sino un error genético. Nada tiene que ver el sujeto con ello, pues, a la postre, tan sólo es un proceso biológico el responsable.

Cualquiera que se haya mínimamente aproximado a la angustia, habrá podido reconocer en ella algo más que un trastorno somático, dejado o no en herencia por los progenitores. En cualquier caso, queda claro que, en este tipo de análisis, la causa del supuesto ataque queda tan en la penumbra e importa tan poco como el rigor intelectual a la hora de observar el fenómeno.

Puede que un mayor rigor se alcance al preguntarse por la causa. En este caso tal cuestionamiento no es un esfuerzo metafísico, pues se trata de indagar aquello qué la hace posible y, por ende, aquello que la hace desaparecer.

Ahora bien, existe en este sentido un prejuicio muy extendido y es el siguiente: El miedo posee un objeto, al que podemos cernir, aislar, evitar o huir de él etc, la ansiedad puede esconder su objeto, pero, antes o después, éste aparece y, además, en ella, el cuerpo no está tan implicado. La angustia, por el contrario, parece no tener objeto. Pero, si el prejuicio nos conduce a esta ausencia de objeto, entonces ¿ante qué se angustia el sujeto?

Se responde que es una situación en la que se percibe el peligro, y se achaca justamente a la indeterminación del objeto el "desorden" de la angustia como respuesta. Ante tal concepción, podemos suponer con Freud, que esos peligros no son cualesquiera peligros del estilo "defiéndete o huye", sino los peligros relacionados con la sexualidad.

Podemos suponer, además, que la angustia no es un fenómeno exclusivo de la clínica. Todos en algún momento la hemos sentido y podemos por ello reconocerla como señal de alarma, más allá de sus manifestaciones corporales externas. A veces, percibimos esta señal en los otros y nos hacemos cargo de la angustia ajena, para comprender (al menos así lo creemos) a nuestros semejantes. Tal sintonía acontece en aquellos momentos en que su experiencia (sin palabra) se acerca en algún punto a la nuestra.

El movimiento es imperceptible al principio, comienza de pronto a hacerse patente y una sensación de opresión en el pecho se abre paso entre cierta fuga de ideas. Las sucesivas imágenes aumentan la incertidumbre y buscan una certeza con la cual frenar el desasosiego.

La experiencia subjetiva, se podrá alegar, no es gran cosa a la hora de establecer una etiología y una terapia eficaz. Pero, quizás equivoquemos nuestras intervenciones sobre el fenómeno de la angustia si no contamos con un análisis riguroso de los aspectos dinámicos, antes aludidos.

Por otra parte, la modalidad de repetición que presenta esta sensación en determinadas afecciones psíquicas, nos lleva a pensar que, más allá del factor biológico y comportamental externo, hay que buscar las condiciones psíquicas internas de dicha repetición.

Contradiciendo el dictado supuestamente científico, y recurriendo a la historia del concepto de angustia encontramos una tradición de análisis, observación y reflexión tremendamente rica. Si nos internamos en este tipo de literatura, comprobamos que no se trata de una literatura precisamente científica, al menos, no si nos ceñimos al modelo estadístico experimental. Por el contrario, en ella encontramos relatos y análisis realizados por filósofos, por literatos y, desde una óptica distinta, por psicoanalistas.

Sören Kierkegaard, filósofo a quien se le puede considerar fundador del existencialismo, llevó al extremo el rigor de su pensamiento y la sutilidad de sus apreciaciones en su estudio sobre la angustia. Su obra "El concepto de angustia" está imbuida del afán por elevar la religión a la esencia de lo humano, y en esta obra de 1844 sitúa a la angustia justo en el centro de la auténtica fe. Pero no hay que engañarse, esa fe aparentemente religiosa, apunta a sostener una idea, que aún hoy sigue vigente en el campo del espíritu científico. La idea de providencia, la idea de que Dios, juegue o no juegue a los dados, al final, garantiza que la partida del hombre y su saber con la naturaleza será ganada. La ciencia avanza, y en ese avance, el hombre podrá dar cuenta de él mismo y de todo lo que habita el mundo.

Pues bien, al hombre, para alcanzar esa fe en el Dios garante -incluso más allá de los míseros esfuerzos humanos-, le es necesario caer por tierra. Le es necesario pasar por la experiencia de la desesperación y la incredulidad.

Partiendo de la idea de pecado como una experiencia de caída, aunque también como una experiencia constituyente de lo más humano, Kierkegaard afirma que, en última instancia, no hay discurso que desvele la verdad de este estado cercano a la angustia. El único discurso que puede barruntar algo es el de la psicología. Naturalmente no se refiere a la psicología experimental, sino a la reflexión filosófica que toma por objeto el alma humana.

Sus interesantes reflexiones, que están siempre apuntando a ese Dios garante de salvación y de felicidad humana, van más allá de la ilustrada idea de progreso. Y pese al universo religioso en que se mueve, su análisis posee intuiciones difíciles de encontrar en las rutinarias descripciones de la psicología actual. Por ejemplo, tras afirmar que el estado de inocencia es un estado de ensueño, escribe: "En el estado de vigilia está puesta la distinción entre mi yo mi no-yo; en el sueño está suspendida, en el ensueño es una nada que acusa."1 Antes de sufrir las determinaciones del pecado, antes de reconocerse en la identidad del pecador, el espíritu se proyecta sobre la pura posibilidad, valga decir sobre el deseo sin objeto. "Fijándose en los niños –escribe Kierkegaard- , se encuentra en ellos la angustia de un modo muy determinado, como un afán de aventuras, de cosas monstruosas y enigmáticas. (...) Esta angustia es tan esencial al niño, que no quiere verse privado de ella; y así la angustia, también lo encadena con su dulce opresión."2 Aparece aquí la angustia relacionada con un deseo orientado por las figuras de lo prohibido, pero, a la vez, en la dinámica de un deseo de probar los límites de contención, los límites de la barrera que le protege del peligro de una sanción terrible. Aquí, la angustia se muestra benéfica, por cuanto el sujeto infantil tiene fe en el retorno a la superficie confortable de su realidad familiar, una vez pasado el terrorífico trance. Su alma aún no alberga lo demoníaco, su alma aún no ha experimentado la experiencia de la caída en un goce pecaminoso, pero ya nota una fuerza que le supera. "Pues quien se hace culpable por angustia es inocente: no fue él mismo, sino la angustia, un poder extraño que hizo presa en él, un poder que él no amaba, del cual, por el contrario, se apartaba angustiado, y sin embargo, es culpable: se había hundido en la angustia, a la que amaba a la vez que temía..."3

Y nos dice: "... al igual que en Adán, el niño siente que la "prohibición" le angustia, pues la prohibición despierta la posibilidad de la libertad en él." 4

En cuanto a la naturaleza de ese peligro, Kierkegaard anticipa a Freud poniendo el dedo en la llaga con un ejemplo: "Pues bien, -escribe- voy a mostrar en una sola observación experimental lo que puede considerarse como una experiencia universalmente reconocida. Si me imagino una jovencita inocente y hago a un hombre lanzar sobre ella una mirada concupiscente, ella siente angustia. Puede, además indignarse, etc., pero siente angustia." 5

Ese deseo por lo prohibido no significa una disposición consciente y perversa que empuje a la trasgresión de toda ley, sino la tendencia a un goce sin que el sujeto apenas perciba el empuje que le trasporta hacia él.

Sin embargo, esta prohibición sobre la satisfacción infantil, no es suficiente para que surja la angustia. Este deseo se debe presentificar de manera súbita en lo real. Dicho de otro modo, la realidad debe presentar una situación tal que el sujeto reconozca en ella la forma de su deseo... prohibido.

Deseo prohibido, significa para Freud que el deseo se ubica en otro espacio que el de la conciencia. O dicho de otro modo, que el deseo no es deseo del yo.

¿De quién es entonces ese deseo? El deseo inconsciente o deseo prohibido tras la represión, es un deseo del Otro.

Pero, ¿qué es el Otro? El Otro es el continente negro, la presencia más ajena al sujeto. Aquello que delata la verdad del sujeto de tal modo, que él mismo lo percibe como algo ajeno y extraño que nada tuviera que ver con él. Y ¿por qué lo percibe como algo ajeno siéndole tan propio? Porque es un deseo que proviene de un lugar distinto del que ilumina la conciencia. La figuración, la imaginación urdida con este deseo se establecerá en este territorio ignoto, en donde el sujeto sin saberlo plasma más fielmente los deseos más propios. Aquello que hace señas de extrañeza, aquello que se oye, aquello que se ve, aquello que se vive y emerge en la conciencia como lo más lejano al sujeto, es índice de una superposición. El lenguaje inconsciente ha capturado algún elemento dado a la consciencia, a partir del cual hace manifiesto su dominio. Es en esta apropiación del territorio de la conciencia por el inconsciente, en donde Freud veía un orden del deseo muy originario. "... es un deseo –nos decía- del Otro primordial, de la Madre".

Naturalmente no se refería a ese ser encantador, a esa madre ya recuperada por la experiencia adulta, sino a esa otra, - fuera quien fuera quien ocupara tal lugar-, que satisfacía con su cuidado las necesidades y deseos infantiles. Pero, ¿Qué deseos puede tener un bebé de días o de pocos meses? Aquellos, que, la palabra, desde este lugar del don y de suministro de satisfacción, reconozca como tales. Deseos, pues, hechos a la medida de la demanda de quien Freud nombraba como Nebenmensch (el humano más cercano, más próximo a la satisfacción). Se trata, por tanto de la madre de la satisfacción primera, de aquella que lleva de la mano de su palabra a la pequeña criatura humana, para hacerle sentir el peso de su deseo, más o menos exigente, más o menos atemperado por la ley.

Cuando no hay lugar para la intercepción de ese discurso de la Madre, cuando su propio deseo y la necesidad que impone a la criatura, no encuentra un límite en la ley, o esa ley es desoída, aparecen los problemas de simbiosis agobiante y claustrofóbica. No sucede esto solo en el empegostamento niño madre o niña madre tan común en algunas infancias. Hay quien puede convivir con ella o con un subrogado suyo -acatando contradictoriamente sus exigencias- hasta más allá de la edad adulta, con todo el montante de angustia que esta situación genera.

Lo que desea la madre primigenia, es decir no intervenida por ningún otro deseo (en función de ley) que haga freno a su discurso, lo que desea la madre como figura omnipotente se constituye, tras la represión del Edipo (fracasada en este caso), en dos órdenes distintos de lo que comúnmente se denomina deseo.

Por un lado, se constituye el deseo reconocible por la conciencia que busca la satisfacción en el orden ya reglado por la ley introyectada y compatible con las aspiraciones del yo. Se constituye, por tanto un cierto deseo dirigido por los Ideales del Yo (en este caso marcados por la genealogía materna).

Pero, en otro topos, a espaldas del foco de la conciencia, continúa el deseo devorador, primitivo y sin límite, trasformado por los avatares del Complejo de Edipo.

Tradicionalmente a este deseo resultante, en todas sus variantes, se le ha denominado destino. Se trata del deseo que me habita y ante el cual sucumbo una y otra vez, pese a mis ideales y mis anhelos. A veces, lo inexorable e implacable del destino se cumple sin más displacer para la conciencia que el de encontrarnos con la repetición de nuestras pequeñas recurrencias de carácter. Rasgos de repetición, fragmentos de lo demoníaco, que si los empuñamos como ramilletes de flores, pueden servirnos de ofrenda amorosa a quien nos soporte.

Otras veces, el cumplimiento de este deseo del Otro se manifiesta como inapropiable y surge como compulsión a la repetición en el obsesivo, o como repetición sórdida en las adicciones, o bien, como cualquier otra forma de repetición que repique en la conciencia más allá del principio de placer, para mostrar su poder de imposición y de esclavitud.

Este deseo del Otro normalmente está velado. Nadie sabe muy bien porqué cumple los imperativos que se le imponen desde el interior, pues, el yo con sus pasiones tiende a hacer de rey y cree controlar los designios del sujeto.

No obstante, a veces, surge de manera siniestra una fuerza que arrastra al sujeto, a pesar de su encontrada voluntad, y le lleva a hacer lo que no quiere conscientemente. No hay coacción externa, pero el sujeto no puede cambiar la trayectoria de esa fuerza y sucumbe ante ella. Es lo demoníaco, las fuerzas de ese continente oscuro que le habitan. Y cuando esta forma del deseo del Otro se percibe como procedente del exterior surge ese fenómeno al que llamamos angustia.

Pero, la percepción de esa forma del deseo en el exterior se presenta como angustia, cuando acontece con una impronta muy particular. Esta peculiaridad, puesta de relieve ya por Kierkegaard, es la de su temporalidad. La angustia guarda una relación especial con el tiempo, pues se siente su proximidad cuando ya es demasiado tarde. Aparecen los sudores, la indeterminada inquietud, las palpitaciones en el campo de la conciencia cuando el sujeto ya está plenamente sumergido en ese goce angustiante. Otra temporalidad ha irrumpido al ritmo de un goce soportado por la secuencia fantasmática. El momento de la sorpresa no es el del comienzo de esa temporalidad, pues ya el sujeto, de antemano ha labrado lo que aparece como percepción angustiante.

El carácter de irrupción súbita de la angustia apunta a un internamiento en el deseo prohibido en la forma de experiencia exterior, cediendo a esta exterioridad una temporalidad impropia y llegando por ello a un punto (punto de angustia), más allá del cual el sujeto siente como inminente la posibilidad de su desaparición. La angustia es, por tanto, como decía Freud en Inhibición, síntoma y angustia, una señal que coloca al sujeto en un inesperado posicionamiento y en otra temporalidad. ¿Qué le sucede al sujeto, pues, en esa irrupción súbita donde lo exterior se hace coincidente con lo interior?.

La irrupción súbita de la angustia no introduce los mismos elementos que el "susto". El miedo es ante una percepción externa, y por muy de improviso que ésta surja está desimplicada de todo deseo. Y frente a ella el sujeto sabrá o no defenderse, pero, en cualquier caso, la emergencia súbita de un objeto terrorífico se produce a una cierta distancia de su ser. En la angustia el sujeto intuye, por la experiencia redoblada de su deseo, una pérdida de los límites con aquello que lo invade.

Freud relaciona, en este sentido, la angustia con el sentimiento de lo siniestro. Pues, éste, no es otra cosa que el sentimiento que se produce al experimentar algo normalmente vivido como familiar, bajo el signo de la ajena exterioridad. De pronto, aquello que se percibía apaciblemente por ser signo de lo propio, se torna ajeno e inquietante. Lo siniestro es Unheimlich, que procede de Heimlich relativo al Heim, ese núcleo familiar en donde el sujeto puede sentirse acogido, contenido y amparado. Pero, también, la familia es el lugar de gestación de la experiencia de angustia, por ser ella, el ámbito primero de realización del deseo.

En una nota de 1920 a Tres ensayos de la teoría sexual, escribe Freud sobre el fantasma de retorno al seno materno, y de cómo éste respondería al origen con un perfil siniestro, que da cuenta de la integración a la que tiende el Deseo de la Madre. No remitiría, entonces, a al cálido ámbito fetal fantaseado por una versión endulcorada del psicoanálisis, sino a la amenaza angustiante proveniente del deseo de otro devorador. Su dimensión siniestra es opuesta por completo a la añoranza de un tiempo dorado previo al nacimiento.

Veamos de cerca, en un relato conmovedor el surgimiento de la angustia. En él se puede entrever claramente la relación de este fantasma, de este dispositivo de goce, con el sentimiento de lo siniestro. Se trata de las experiencias relatadas por el escritor Henri Micheaux bajo los efectos de la mezcalina. Esta sustancia le lleva artificialmente a una encrucijada. Los efectos de la mezcalina le han conducido a un encuentro, a un cruce de tiempos, a la experiencia de una intersección entre lo figurado por la conciencia y la ocupación soterrada de ese campo por el Otro. Este encuentro está marcado por la angustia, pero su forma (la de la angustia) está ya ahí, independientemente de los efectos alucinógenos de la mezcalina. Quiero decir, que el contenido de las pseudoalucinaciones aterradoras no está determinado por la sustancia. En su obra tal vez más conocida, El infinito turbulento, en la experiencia número VI escribe:

"Tengo que agruparme, que concretarme lo más rápido posible. Cojo una revista, y, sin ni siquiera abrirla, miro la primera foto, la de la portada, para establecer una relación, que me determine, me permita tomar posición y me salve.

Es el retrato de una muchacha viva, levemente sonriente, sobre todo en los ojos, donde brilla una lucecita regocijada.

La miro y no la miro, desinteresado. Espero refuerzos. Y, de golpe, como si desapareciera en una trampa abierta sin enterarme y en la que debía caer, "yo" se esfuma. ¡Qué raro!

Tengo que asir la revista y volver a mirar a la muchacha para comprender al fin. La chica se ha vuelto "yo".

Salto enseguida de la cama, corro a la cocina y me preparo una taza de nescafé que me trago al instante. Pero ya está hecho el daño.

Intento no perder la cabeza.

Transcurre un rato terriblemente incómodo, desesperado, durante el que procuro detenerlo todo, pensamientos, impulsos, incluso la respiración para frenar el daño y la ocupación de la extranjera, suspendiendo hasta el extremo las mismas funciones de la vida que también "ella" necesita para vivir en mí. Me ahogo a medias. ¿Conducta infantil!"6

Y más adelante continúa: "Ella con su mirada, proclamaba nuestra "unión total" para siempre...su mirada hablaba y yo la oía como si hubiese sido una boca que hablara con palabras, pero muy aprisa, ¡Y con qué animación tan insólita y seductora!"7

Hay una imagen fuera, en la realidad de su dormitorio encima de la cama, una imagen de una revista que captura el deseo que lo habita. Deseo inconsciente y por tanto instalado en otro lugar que la conciencia. Deseo del Otro, dice Lacan. Deseo de apropiarse del sujeto, de hacerlo uno e reintegrarlo en el seno del que surgió.

El cumplimiento de ese deseo supondría la desaparición del sujeto, su gurgitamiento. De modo que surge la angustia como señal de alarma. El sujeto percibe que se borran los límites que separan el interior del exterior, y se precipita hacia lo primero que encuentra en el polo de la percepción, algo tan irrelevante como la revista que está encima de su cama y la coge. Pero cuando "sin abrirla siquiera" mira la foto de la portada, no es suficiente, pues en esa experiencia borra los límites del adentro y del afuera, ella es "yo". Y ese ella, que no es el semejante, sino la imagen en papel de una chica que es él, que lo captura por ser espejo y por atribuir el objeto de su fantasma a esa imagen. En este caso la mirada que le anonada.

Saben que el deseo para Freud se constituye a partir del objeto primigeniamente perdido, y que ese objeto no es otro que el objeto de la pulsión. El objeto de deseo está hecho a partir del objeto de la pulsión, y éste es siempre un objeto perdido. ¿Qué quiere decir objeto perdido? Que lo que halle el sujeto en la satisfacción de su deseo siempre será otra cosa de lo que busca afanosamente. Solo podría pensarse un encuentro total sin pérdida, en tanto el sujeto quedara petrificado y pleno en el objeto, y ello significaría la inexistencia de más cadenas asociativas de imágenes y de palabras. La representación más gráfica sería la de una mirada catatónica fundida en el objeto beatífico de contemplación. Concebido este encuentro con el objeto como un definitivo encuentro, en el que lo buscado y lo hallado no dejaran saldo alguno de diferencia. Fusión total imposible, pues, siempre, el sujeto encontrará en qué desplazar su deseo para relanzarlo de nuevo. Deseo siempre de otra cosa por estar definitivamente su objeto perdido.

Pero este objeto perdido, sustentado sobre el goce de la pulsión, apoyado sobre el objeto pulsional posee varias modalidades. En La teorías sexuales infantiles, Freud supone distintos estadios en el sujeto infantil, a lo largo de los cuales pierde tales objetos de la pulsión, esto es: el pecho, las caca o mejor, escíbalo, y -en un particularísimo proceso-, el objeto "falo". Luego añadirá otro, la mirada, al que supondrá como objeto fundamental no sólo en la constitución del deseo, sino del propio sujeto.

La cuestión, que nos interesa subrayar de momento, es la siguiente: que el encuentro con el objeto siempre deja un resto de insatisfacción, nunca coincide lo buscado y lo hallado. Así que ese resto es suficiente para relanzar de nuevo el deseo. Pero, el problema en la angustia es que hay una proximidad excesiva con el objeto, de tal modo que el encuentro amenaza con no dejar resto, amenaza con la total fusión o desaparición del sujeto en lo que encuentra. De ahí que la angustia sea una señal, un aviso para la resituación del sujeto en la cadena significante, es decir, allí donde es posible el relanzamiento del deseo.

Dejemos esos objetos de la pulsión hacia los que tiende la satisfacción envueltos en su velo de deseo humano. Dejemos los bellos ojos sustentadores de la mirada enamorada, dejemos a un lado también aquello de que gozamos con apropiárnoslo a la manera del judío Shylock y centrémonos ahora en lo que recubre a esos objetos, o mejor, en lo que recubre la huella que dejaron en el psiquismo con su pérdida.

Lo que cubre al objeto es el fantasma, la trama fantasmática, el artilugio con el que deseamos. Este artilugio no está hecho sólo para gozar, también necesita sus coartadas, sus recubrimientos. Y de lo que se recubre es de significaciones. De relaciones que poseen una significación para el sujeto. ¿Qué es un padre para mí? ¿qué es una madre? ¿qué es un semejante, un hermano, etc.? Y luego sus derivados en el amor.

Y lo que nos dice Freud, es que esas relaciones que vehiculan y encubren el deseo se constituyen precisamente a partir de una constelación nuclear, de una relación muy particular llamada Complejo de Edipo.

De esta compleja constelación de relaciones saldrá el sujeto provisto de un artificio para desear, de una ley que hará límite a su goce y de un orden de repetición que constituirá su carácter o su síntoma.

Como hemos dicho, estas relaciones fraguadas en el Edipo recubren los objetos de la pulsión. Pues bien, en el caso de Henri Michaux, el objeto perdido es la mirada, objeto obturador del deseo y elemento fundamental en la constitución del fantasma. Hay una mirada que le hace gozar, pero que, además, de manera siniestra, muestra el perfil de la constitución del propio sujeto en su identificación. Una mirada que completaría lo que le falta a la Madre, saturaría la demanda del Otro primordial. Deseo, reducido a necesidad, de quien, ahora, está situado en el otro lado de su psiquismo: esa exterioridad expulsada a partir de la cual el sujeto sigue sus designios a la búsqueda del objeto.

El sujeto responde a la demanda materna: ¿Qué me (moi) quieres? Y responde tomando algo de la realidad que lo representa una joven en cuya mirada brilla una lucecita regocijada. Ahí está la mirada como objeto desprendido, perdido, separado del sujeto, pues éste la percibe como perteneciente a la joven de la revista. Y ahí está también el deseo del Otro, requiriéndole, captándolo para una fusión mortífera. En esa mirada que busca, desde el deseo del Otro, encuentra la forma inconfundible de su destino.

Tanto se asimila el objeto a lo buscado (por estar inserto en esa trama de deseo) que pierde los límites de la identidad, de lo propio. Ella es "yo" dice. Proximidad angustiante.

La angustia es pues señal ante el peligro de la pérdida de aquello que localiza la interioridad del sujeto y que corre el riesgo de extravío en el campo de la exterioridad más hostil. Ante este posible colapso del deseo en el sujeto, la angustia precipita a un encuentro forzado con un elemento tomado del exterior (en el intento de restitución de otra temporalidad) que restablezca sus relaciones con la cadena de lenguaje, esto con el mundo como representación.

Las fobias las consideraba Freud como consecuencia de esta precipitación del sujeto en la angustia. El objeto fóbico, un objeto o situación en principio anodinos, se constituyen en barrera de contención frente a la amenaza que anuncia la angustia.

Ser devorado (oralidad), ser deyectado (en el sentido de no ser ya más objeto de amor), ser mutilado (perder algo de sí, lo valioso, lo que me hace valer), o ser poseído en el caso que nos ocupa, cuando el objeto de que se trata es la mirada, todas estas proposiciones sintéticas, constituyen las fantasías fundamentales que cristalizan ante la angustia8. Pero, el síntoma, en tanto participa de esas fantasías, puede servir también de tapón a la angustia. Ante esta angustia, una salida es crear barreras imaginarias de aseguramiento del dentro/ fuera para apaciguar al sujeto y que este pueda desear desde ese laberinto de rituales de evitación. El síntoma obsesivo y la fobia tendrían ese origen.

Pero hay otras salidas a la angustia, que, naturalmente tampoco dependen de la voluntad del sujeto. Una de esas salidas es la creación, estrechamente relacionada al concepto de sublimación. Desde Kierkegaard ha habido otros filósofos marcados por su misma inquietud existencial que han visto en el momento de la angustia un momento creador. Heidegger, por ejemplo colocaba la posibilidad de trascender la razón instrumentalizada, el pensamiento envilecido por el mercado y la condena a la inautenticidad que el tiempo de homogeneización, en este tiempo de suspensión, en esta epojé, que supone la angustia. Puesto que la angustia desencadena al sujeto de su lugar familiar común, lo desencaja de su órbita temporaria, puede forzarle a precipitarse en la creación. ¿Creación de qué? Para Heidegger está claro, creación de ethos, de horizonte para la vida humanizada. La época angustiosa de la guerra mundial habría de dejar paso a una recreación del sujeto y de su horizonte. La creación estética es insuficiente para ello, no basta con pintar cuadros ante el horror, es necesario una creación más potente, una creación ética. Un deber que nos sobreponga de la devastación y la barbarie.

El mismo Kierkegaard, supone esta angustia como la posibilidad por excelencia de acceso a la eternidad, a lo más sublime del hombre. La angustia supone un recomienzo, una recreación ex nihilo, capaz de redimir al sujeto en su caída. La caída, el pecado, herencia de Adán, pero constantemente reeditado no es otra cosa que la sumisión al goce prohibido, a la repetición de lo banal.

"Quien posea la intrepidez necesaria –nos dice- para ser actor (de actuar y crear) divino, por decirlo así, ya que no en relación a los demás, al menos en relación consigo mismo, ése no encontrará la cosa tan difícil"9 Y más adelante dice: "Pero quien se ha hundido en la posibilidad (angustia) siente vértigo en la mirada, se le extravían los ojos de tal forma, que ya no es capaz de recoger la norma que le alargan al que se hunde como salvadora tabla de salvación; se le cierran los oídos, de tal manera que ya no oye que él está tan bien como los demás. Se hunde absolutamente; pero luego emerge otra vez del fondo del abismo, más ligero que todo lo gravoso y terrible de la vida (...)

Y agrega "Si al comienzo de la educación (el niño) entiende mal la angustia, de tal forma que esta no le conduce a la fe, sino que la aparta de ella, está perdido."10

La creación es encuentro de elementos inéditos en esa precipitación hacia la fusión angustiante de la Cosa, del deseo primigenio de la Madre, como lo llamaba Lacan. Picasso decía: "Yo no busco, encuentro". Pero, ese encuentro se prepara desde la dependencia más absoluta, desde la esclavitud más deseada, desde la entrega incondicional más enamorada. Ese encuentro se hace posible cuando ya el sujeto no reconoce otra satisfacción que el hallazgo estético.

Hay también un cierto pensamiento, aplicado al campo de las psicoterapias, que pretende restituir al sujeto un cierto orden y una cierta contención del goce psicótico a partir de suscitar en él la creación artística, por ejemplo. Es loable el esfuerzo, siempre que se tenga en cuenta cuándo interviene la angustia como momento fructífero para la creación, y qué elementos pueden estar a disposición del sujeto en ese intento de autocrear, ex nihilo, su sentido y lo que le ata a la vida. No siempre el momento es propicio. Los gurús y lideres de las sectas lo saben bien. Saben cómo y en qué momento hablar a sus fascinados y boquiabiertos (sin palabra) seguidores, para inculcarles la palabra precisa, a partir de la cual, trabajarán con ella el sentido durante toda su vida. El momento propicio es ese momento, en el cual, el sujeto no encuentra palabra por estar metido de lleno -y en acto- en la suya. En su Verdad, nos diría el primer Lacan.

Quien busca, por ejemplo, el objeto fálico, camuflado en el pomposo y brillante padre imaginario, siempre encuentra al gurú de turno que le sacie de palabras postizas con las que hacer ley coránica de vida. Pero, quien no localiza ese objeto fálico en nada, pues no se ha podido desprender de él, no busca en Otro lugar, pues propiamente no posee la dimensión de exterioridad para tal búsqueda. En este caso es difícil, pero el universo delirante puede hacer suplencia al deseo construyendo un mundo alternativo y privado, para servir a este fin.

Sergio Hinojosa
15 de mayo de 2003

Notas

1 S. KIERKEGAARD, El concepto de la angustia. Espasa-Calpe S.A, Madrid, 1982, p. 59

2 Ibid., p.60

3 Ibid., p. 61

4 Ibid., p. 62

5 Ibid., p. 86

6 H. MICHAUX, El infinito turbulento (experiencias con la mezcalina y el LSD). Editorial MCA, Col. La Nave de los Locos, Valencia, 2000. p.68

7 Ibid., p. 71

8 Hay un estudio muy interesante al respecto hecho por Harari.: R. HARARI, Seminario "La angustia" de Lacan: una introducción. Amorrortu Editores, Buenos Aires, 1993.

9 Kierkegaard, Ibid., p.126

10 Ibid., p. 185

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Número 19 - Julio 2004
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