Acheronta  - Revista de Psicoanálisis y Cultura
Hacer lugar al silencio
El analista y la interpretación
Daniel Gerber

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"Cuando hables, procura que tus palabras
sean mejores que el silencio"
Proverbio hindú

Es una paciente, Emmy Von N., quien indica a Freud, el 12 de mayo de 1889, que haga lugar al silencio. Este es el relato de Freud: "Por algún camino doy en preguntarle por qué ha tenido dolores de estómago, y de dónde provienen (...) Su respuesa, bastante renuente, fue que no lo sabe. Le doy plazo hasta mañana para recordarlo. Y hete aquí que me dice, con expresión de descontento, que no debo estarle preguntando siempre de dónde viene ésto y estotro, sino dejarle contar lo que tiene para decirme"1.

Freud aceptará la sugerencia de Emmy, dando así un paso fundamental para comprender que existe un saber que no está del lado de quien toma el lugar de "terapeuta" sino del sujeto que habla. Es lo que señalará con claridad en uno de sus últimos textos: "No sólo debe comunicarnos (el paciente) lo que él diga adrede y de buen grado, lo que le traiga alivio, como en una confesión, sino también todo lo otro que se ofrezca a su observación de sí, todo cuanto le acuda a le mente, aunque sea desagradable decirlo, aunque le parezca sin importancia y hasta sin sentido. Si tras esta consigna consigue desarraigar su autocrítica, nos ofrecerá una multitud de material, pensamientos, ocurrencias, recuerdos, que están ya bajo el influjo de lo inconsciente"2. Esta es, en el sentido estricto, la única regla del psicoanálisis; regla que es correlativa de la existencia del sujeto del inconsciente, un sujeto que habla más allá de lo que aparentemente dice y que debe ser dejado hablar.

En este contexto, ¿cómo situar la interpretación? Toda una tradición hermenéutica orientada al trabajo sobre los textos la concibe como el intento de reencontrar un presunto sentido original. Su presupuesto es que tal sentido existiría antes del texto y que éste se presenta como un contenido manifiesto que oculta otro contenido, latente, que sería su verdad. La interpretación pretendería acceder así a ese sentido oculto. Freud mismo, a pesar de sus formulaciones, no escapó totalmente a esta posición, lo que dió lugar a que muchos de sus continuadores hayan definido la interpretación como una elucidación del significado presuntamente inconsciente del discurso y el comportamiento.

El hallazgo, en los primeros trabajos freudianos, de que el sentido último de los síntomas es sexual condujo a pensar que, una vez aclarado tal sentido, ellos pueden desaparecer. Al mismo tiempo que el sujeto va a acceder al conocimiento de él mismo que le permitirá resolver el conflicto que lo escinde y alcanzar la armonía con el mundo. Para ésto, el analista sería aquél que posee ese saber sobre el significado de los síntomas, significado que comunicará por medio de la interpretación para promover la llamada "toma de conciencia" del sujeto en análisis.

Una concepción de este tipo, tan difundida en diferentes medios, va en contra de la tesis básica del psicoanálisis que señala la existencia de un descentramiento radical del sujeto del inconsciente con respecto a la conciencia, a consecuencia de lo cual no hay ninguna posibilidad de encuentro entre ambos. Esta imposibilidad de alcanzar la coincidencia del sujeto consigo mismo es la causa que impide acceder a lo que se llamaría "conciencia de sí". Pretender por lo tanto que el sujeto " tome conciencia" es un objetivo que supone que éste se estructura alrededor de un centro que coincide con él mismo y con aquéllo que le sucede.

El propósito de buscar una "toma de conciencia" parte entonces de concebir conciencia e inconsciente como si se tratara de dos círculos concéntricos. Uno de ellos –el inconsciente- sería interior y el otro, la conciencia, exterior, de tal manera que ésta última podría absorber finalmente al primero por medio de la interpretación que haría devenir conciente lo inconsciente.

Es precisamente lo que Lacan cuestiona de manera tajante en La instancia de la letra en el inconsciente cuando pregunta: "¿Es el lugar que ocupo como sujeto del significante, en relación con el que ocupo como sujeto del significado, concéntrico o excéntrico? Esta es toda la cuestión"3. Podría responderse que si ese lugar fuera concéntrico todo significante remitiría a un significado desconocido por el sujeto pero del que podría "apropiarse" gracias a la interpretación del analista. Este tendría que realizar una especie de "decodificación" del discurso para hallar su sentido inconsciente y comunicarlo al sujeto en la forma "clásica" que se reitera hasta lo caricutaresco: "Lo que usted quiere decir realmente (y aquí realmente sería equivalente de "en el inconsciente") es que desea tal cosa".

Se trata entonces de un lugar excéntrico: el sujeto como sujeto de deseo no es el significado del significante que se pronuncia y puede "interpretarse" con relativa facilidad a condición de conocer el "código inconsciente"; es más bien lo que siempre está fuera, excluido del significante que lo representa pero no puede decir lo que él es. Por su naturaleza misma, la palabra no tiene ninguna posibilidad de nombrar el deseo porque éste es el vacío que ella misma abre con su existencia.

De este modo, una teoría de la interpretación congruente con los postulados del psicoanálisis tiene que basarse en el hecho de que la subjetividad carece de centro porque no hay significante que pueda ser "del sujeto", como tampoco lo hay del deseo. Los comportamientos y el discurso en general no son el epifenómeno conciente de una esencia inconsciente que se expresaría allí. Es preciso considerar más bien que no hay un inconsciente que subyace al discurso sino más bien que es en éste último donde está presente, allí donde menos se sospecha: "No se trata de saber si hablo de mí mismo de manera conforme con lo que soy, sino si cuando hablo de mí, soy el mismo que aquél del que hablo"4. Lo propio de la subjetividad es pues esta ausencia de identidad entre el sujeto que habla y ese él mismo de quien presuntamente habla. Ausencia de identidad que es con secuencia de la escisión causada por el lenguaje que solamente puede representar el ser sin poder decir lo que, como sujeto, se es. Es una escisión inherentea la constitución de la subjetividad misma, cuya sutura es imposible y que el análisis trata de poner en evidencia como el camino para la emergencia del deseo que siempre es obstaculizada por la demanda que la palabra vehiculiza y que pretende hallar satisfacción en algún objeto.

Es evidente que cuando el sujeto habla, pide. La palabra es demanda, pero esta demanda no traduce una necesidad inequívoca; apunta más bien a la respuesta imposible: el significante que pueda decir el ser y cerrar así la grieta subjetiva que el lenguaje abre. Es esta dimensión de la demanda la que introduce la exigencia del silencio del psicoanalista, un silencio que no debe entenderse tanto como una pose personal que se trata de adoptar sino como el espacio que se trata de abrir: espacio del hueco del ser que la palabrería intenta ocultar, del vacío del deseo que la verborragia circundante procura llenar. El análisis pretende hacer lugar al silencio de la pulsión, más allá de lo que se dice, desde donde podrá surigir una palabra nueva, diferente, que no busque disimular lo indecible sino que coloque al sujeto frente a él.

Es frecuente escuchar, a modo de exigencia de quienes se plantean la posibilidad del análisis o de queja de quienes están en este proceso, la exclamación consabida: "¡Quiero hablar a alguien que me responda!". Es indudable, por un lado, que el silencio del analista no puede dejar de ser inquietante, de asociarse con la angustia y la muerte, con esa" inquietante extrañeza que emana del silencio, la soledad, la oscuridad", a que alude Freud; el sentimiento de lo siniestro se encuentra allí, pero habría que preguntarse –por otro lado- si el sujeto quiere realmente que ese silencio no se presente o sea eliminado, si lo que busca de un modo radical es que el otro siempre "responda".

No es seguro que así sea: nada es más "frustrante" que la respuesta que ratifica al yo en esa imagen que ha construido por otros y para otros, imagen que lo despoja siempre de lo más verdadero de él mismo a lo que pretendería acceder. Y este acceso sólo es posible por la vía del silencio; bastaría recordar las palabras ya citadas de Emmy para pensar que lo que se quiere encontrar no es, más allá de las apariencias, un Otro que tenga siempre la palabra.

En realidad el sujeto –al margen de sus quejas recurrentes, o tal vez por medio de éllas- exige siempre cierto tipo de silencio. Es cierto que busca una respuesta a sus demandas; pero más radicalmente quiere ser escuchado allí donde el decir rebasa lo que aparentemente se pide: en el plano del deseo. De ahí que responder a la demanda tratando de colmarla la degrada al nivel de la necesidad puramente orgánica porque niega su lugar al deseo que ella vehiculiza.

Al respecto, Lacan afirma que "el deseo se esboza en el margen donde la demanda se desgarra de la necesidad"5, y que no es "ni el apetito de la satisfacción, ni la demanda de amor, sino la diferencia que resulta de la sustracción del primero a la segunda"6. Radicalmente distinto de las ganas, apetitos o necesidades, el deseo no deja de aspirar a ser reconocido, pero para que ésto ocurra será preciso evitar la caída en el engaño de que se ha encontrado lo que se cree que se busca. El silencio del analista no es por lo tanto manifestación de insensibilidad o descortesía, calificativos éstos que se colocarían en el plano del juicio de comportamientos yoicos que olvida que la experiencia analítica se despliegaen un nivel diferente: el del discurso que vehiculiza y a la vez obstruye el deseo. Es un silencio interior a la palabra misma, destinado a hacer presente su reverso, lo real pulsional de donde brota y a donde converge; un silencio que al poner en cuestión a la palabra exige otra palabra, más verdadera en tanto más próxima a lo indecible del deseo.

Responder al sujeto en el nivel de la demanda es también desconocer que ésta es siempre demanda de amor que no busca un objeto específico, es decir, que no apunta a lo que el Otro -el analista en este caso- tiene para dar, sino a lo que no tiene, a su falta. Quien acude a análisis lo hace porque, no sabiendo lo que le falta, quiere que el Otro se lo diga. Pero si éste lo hiciera, más que una respuesta por el deseo estaría formulando su propia demanda en el lugar de aquél para colmar su vacío. Su no respuesta, en cambio, podrá establecer la certeza de que sobre esa falta no hay saber, pero que con ella se podrá hacer un saber. El analista no está para responder o no a lo que el sujeto aparentemente quiere sino para hacer presente el deseo cuyo no reconocimiento, obstaculizado por la demanda, da lugar al síntoma.

Esta es la razón por la que no se interpreta el deseo. Hacerlo sería suponer que tiene un objeto que puede satisfacerlo. La interpretación no es del deseo sino el deseo, ante todo el del analista. Pero como el deseo no tiene significante que lo diga, la interpretación es entonces el silencio del analista;. silencio que debe situarse en el contexto de la disimetría, la disparidad subjetiva que caracteriza al análisis: la charla está del lado del analizante, el silencio del lado del analista. Esta disimetría es, como se ve, indispensable para que pueda surgir un efecto de revelación que resulta imposible en una situación de "diálogo" en la que. dos interlocutores están colocados en el mismo plano de "igualdad".

Ya en un texto de 1771, El arte de callar del abate Dinouart, puede encontrarse una preciosa indicación para el analista: "...uno debe dejar de callarse solo cuando se tiene algo que decir que vale más que el silencio"7, y esto porque "el silencio es necesario en muchas ocasiones, pero es necesario ser siempre sincero; se pueden retener algunos pensamientos pero no se debe disfrazar ninguno de ellos. Hay maneras de callarse sin cerrar el corazón; de ser discreto sin ser sombrío y taciturno, de ocultar algunas verdades sin cubrirlas de mentiras". La propuesta es clara: el silencio del psicoanalista no debe ser el de un simulador que trata así de contener el impulso de hablar ni el de un fóbico que tendría miedo de ser indiscreto o intrusivo; se fundamenta más bien en el hecho de que el sujeto busca de alguna manera el encuentro con la verdad del deseo y no simplemente la satisfacción de sus demandas. Esta verdad se irá cercando por sucesivas aproximaciones y de-velamientos. El discurso, por estar hecho de lenguaje, no podrá decirla toda; sólo podrá elaborarse como un decir a medias de ella que hace un borde a su alrededor. Se trata de darle su lugr a la verdad, no de hacerla surgir por medio de alguna clase de revelación mística o de estallido apocalíptico.

Propuesto así como condición para acercarse a la verdad, el silencio del analista es solo relativo, muy diferente al de los dioses a quienes los creyentes dirigen sus oraciones. De éstos, quien los invoca no recibe ninguna réplica; el analista en cambio –aún silencioso- no deja de hablar: está ahí presente, con su cuerpo, su respiración, sus miradas, sus puntuaciones, sus síntomas y, sobre todo, con su deseo de analista que es la encarnación de la falta del Otro que carece del saber que se le atribuye. Ante todo ésto el analizante no dejará de tratar de descifrar lo que le llega de este Otro: un deseo enigmático -¿qué me quiere?- que lo llevará inevitablemente a preguntarse por su deseo: ¿qué quiero yo para preguntarme lo que el Otro me quiere?. La interpretación está para hacer lugar a ese silencio radical causa del deseo, es la metáfora del deseo del Otro cuya presencia pretende provocar.

Esto se contrapone de un modo irreconciliable con un conjunto de exigencias que provienen de la vida social y se sintetizan en la de ser normal, es decir, de cumplir con las demandas del Otro que es el discurso dominante. Paradójicamente este impone por medio de un aluvión de palabras otra clase de silencio, destinado en este caso a evitar la pregunta siempre inquietante por el deseo. Hay por parte del discurso del amo que domina la vida social con sus promesas de confort, bienestar y felicidad un intento de acallar todo aquéllo que en el sujeto pretende decirse del deseo. Este intento se trata de hacer efectivo, paradójicamente, por medio de un aluvión de palabras con efecto hipnótico-sugestivo destinadas a adormecer el deseo. El silencio del analista trata de contrarrestar ese silenciamiento: es el silencio con relación a toda palabra con pretensión sugestiva de ocultamiento de la verdad, indispensable para que el encuentro con el deseo se haga posible y el sujeto puede replantearse su inserción en el discurso del Otro.

Por otra parte y a diferencia del discurso del amo que exige que todos lo incorporen y asuman los ideales y las metas que establece, nadie puede ser forzado a emprender esta aventura del psicoanálisis que invita a cada uno al encuentro con el silencio radical que lo habita. En el discurso dominante el sujeto es aparentemente libre pero su elección está determinada de antemano porque son los significantes del Otro que se le imponen los que la gobiernan. El psicoanálisis sostiene como principio básico que el sujeto tiene la libertad de emprenderlo o no, así como la de decidir su continuidad en cada momento. Libertad sin duda problemática porque no hay sujeto sin sometimiento al orden del lenguaje que lo determina pero que no puede dejar de sostenerse, esencialmente como libertad de decir: la regla básica del análisis fue llamada por Freud precisamente "asociación libre", condición indispensable para acceder a los significantes que gobiernan el sometimiento subjetivo y decidir sobre el mismo.

El psicoanálisis invita entonces al sujeto a ser "libre ", en el decir. Paradójicamente, aún dentro de estos límites la libertad es rechazada: la difusión de tantas formas de terapia basadas en la sugestión parece indicar que, no obstante la proliferación contemporánea de discursos en torno a la libertad, ésta misma -cuando es la de decir sin someterse al poder de Otro- es insoportable. Ante tal convocatoria, los sujetos en general prefieren la servidumbre voluntaria como el medio para asegurarse de un amo que los proteja, ante todo de la emergencia de ese saber inquietante que es el del inconsciente.

De ahí que también al analista se le demande –cuando se le pide "que hable"- ocupar una posición de poder, ante lo que no pueda dejar de ser tentado de abandonar el lugar incómodo que ocupa y caer en la trampa que se le tiende. Si esto ocurre se deslizará a la posición del amo que ordena o a la del universitario que sabe y responderá a la demanda cerrando el camino hacia el deseo. Ceder en cuanto al deseo, deseo de analista en este caso, implica dejar de lado su función para pasar a actuar desde el lugar de consejero, director de conciencia, pedagogo o autoridad y promover así una eternización de la transferencia que no encontrará su desenlace (des-enlace).

Frente a esta dificultad no debe olvida que el sujeto que demanda análisis es quien, más que cualquier otro, experimenta intensamente su división; de tal modo que, más allá de su demanda de que esta sea elimada recibiendo del analista aquéllo que podría "satisfacerlo", quiere ser reconocido como sujeto de deseo y, desd esta persectiva, no podrá consentir que el analista se descarríe y caiga de su lugar.

De este modo, si los obstáculos que se ponen del lado del analista a la emergencia del deseo no son demasiado grandes, el sujeto podrá encontrarse finalmente con una sola resistencia que es la de la palabra, imposibilitada por definición para decir el deseo. Esto equivale a encontrarse con ese silencio que en la palabra indica el lugar del deseo, lo que es muy diferente a encontrarse con la resistencia del analista que en su afán por ejercer el poder y/o asumirse en posesión del saber tratará de llenar con la palabra sugestiva el hueco del deseo para evitar su emergencia perturbadora.

Por esto, el reproche que suele dirigirse al analista por su silencio no puede provenir sino del temor de ser "libre" en cuanto al despliegue de la palabra, de la necesidad de 8aferrarse al síntoma antes que preguntarse por el deseo que él obtura. Temor comprensible, pero que en el análisis no podrá admitirse de ninguna manera porque es en última instancia el de perder aquéllo que favorece nuestro goce de la sumisión.

Notas

1 S.Freud: Estudios sobre la histeria. En Obras Completas, Tomo II.. Buenos Aires, Amorrortu, 1978, p. 84.

2 S.Freud: Esquema del psicoanálisis. En Obras Completas, Tomo XXIII. Buenos Aires, Amorrortu, 1978, p. 173 (las cursivas son mías).

3 J.Lacan: L’instance de la lettre dans l’inconscient ou la raison depuis Freud. En Ecrits, Paris, Seuil, 1966, p. 517 [La instancia de la letra en el inconsciente o la razón después de Freud. En Escirtos 1México, Siglo XXI, 1995, p. 497]

4 Ibíd., p. 517 [Ibíd., p. 497]

5 J. Lacan: Subversion du sujet et dialectique du désir dans l’inconscient freudien. En Ecrits, op.cit., p. 814. [Subversión del sujeto y dialéctica del deseo en el inconsciente freudiano. En Escritos 2, México, Siglo XXI, 1994, p. 793]

6 J.Lacan: La signification du phallus. En Ecrits, op. cit., p. 691 [Escritos 2, op. cit., p. 671]

7 Abate Dinouart: El arte de callar. Madrid, Siruela, 1999, p. 51.

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Revista de Psicoanálisis y Cultura
Número 18 - Diciembre 2003
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