Acheronta  - Revista de Psicoanálisis y Cultura
La formación del analista
Francisco Pereña

Imprimir página

I - ¿Hacia una "nueva transferencia"?

No fue Mitscherlich el primero, pero sí el más explícito: el declive del padre ha conducido a los hombres a un estado de confusión que a veces se traduce en actividad frenética y en otras en desamparo variopinto, fragmentario y desconcertado. Violencia y depresión serían los dos rasgos, señalados por Mitscherlich, de este hombre moderno, de este hombre del desarraigo y del poder técnico. Si acude a un ambulatorio de salud mental, recibirá para su demanda un artilugio bioquímico.

Puede dirigirse a vías paralelas a la medicina, pensando que allí será acogido, pero pronto descubrirá que las promesas de inmortalidad no tienen la huella del acto sino que se reducen al consumo y muerte del objeto.

Lacan volverá sobre esta tesis del declive del padre y el lacanismo extenderá dicho declive igualmente a los amos (maîtres) del saber. El psicoanálisis parecería en esas condiciones un refugio, si no frente al malestar en la cultura (como se llegó a decir), sí al menos como espacio de aceptación y acogimiento.

Para los griegos el hombre ha de ser recibido e introducido en el mundo. El mundo no es eterno pero la tarea del hombre lo hace perdurar más allá de su propia muerte. Esa es la ley de la hospitalidad de la que ya he escrito en otras ocasiones. Sobre esto interpela Kafka al padre. El padre de Kafka es tenaz y, sobre todo, temible. La Carta de Kafka comienza con el miedo del hijo y la desesperación del padre ante el fracaso del hijo. Ambos, el miedo y la desesperación, tienen la misma causa. El padre se desespera y se exaspera porque todo lo hizo por sus hijos, ha trabajado duro, todo lo sacrificó por ellos para darles todas las comodidades, más aún: todas las oportunidades. El hijo, temeroso, vivirá aterrado en esa reducción de la vida al cálculo y del trabajo a la apropiación.

Freud hablaba del desamparo (Hilflosigkeit) del sujeto humano recién venido al mundo. Kafka habla del desamparo (Hilflosigkeit) final, del desamparo acaecido ante un padre que lejos del acogimiento de la debilidad, le empuja de una manera inapelable a la acción y al éxito, a los negocios y a no perder ninguna oportunidad. El padre de Kafka era un "asimilado", y eso también conllevaba un desarraigo, un desierto de transmisión. Sus palabras, carentes de diversidad, eran o un insulto o una grosería.

Kafka dice haber perdido el habla ante el padre. No le queda más que la escritura para tener un mundo y escapar al silencio aterrado de la aniquilación subjetiva.

Pero a la vez Kafka sabe que ese padre es inocente, que su grosería y su crueldad no provienen sino de alguien al que se le ha arrebatado la piedad del alma. Su tiránica prepotencia no es más que la manera de empujar el artefacto del éxito en la soledad del universo. Una noria patética y chirriante.

Los gritos del padre provenían del desarraigo. La tradición era un artificio, una forma social, estaba hueca de toda transmisión. Ambos, padre e hijo, Hermann y Franz Kafka, están encadenados a la misma rueda: el fracaso de la paternidad. Paternidad y filiación quedan desdibujados. Si tener hijos es lo "más grande que hay", se ha convertido, sin embargo, para él y para el tiempo que él vive, en una tarea imposible. ¿Qué queda entre nacer y morir?

Como lo percibió Milena, no tenía donde cobijarse. Carecía de entusiasmo para identificarse con la función que se le requería, pues eso conllevaba ignorar el misterio o el enigma del sujeto. La falta de cobijo suele ir en consonancia con el aumento de objetos, funciones y oportunidades. ¿Oportunidades de qué si no de aprovecharse de la supuesta debilidad del otro, como el sofisma lacaniano de los presos demuestra?

¿Cómo podríamos hacernos más fácil la vida y la muerte?, pregunta Kafka al final de su Carta al padre. Ser hijo no es sólo ser engendrado y alimentado incluso por un viviente, sino ser recibido y aceptado, así como morir es consecuencia de su inclusión en esa cadena de las "aceptaciones", como diría Patoçka. Vivir es así entrar en el torrente de la transmisión, no es la masificación de la soledad; vivir es entrar y salir del mundo, vivir y morir sin que la vida termine. Por eso, la solidaridad no sería una virtud añadida o una renuncia, sino una consecuencia del hecho humano de vivir. El trabajo, como el trabajo del inconsciente nos enseña, no es entonces una usurpación o una condena, sino el modo de aceptar al otro. Vivir o no vivir, aceptar vivir o no, es eso. No se refiere al aburrimiento o al desasistimiento depresivos. "Hacerse justicia unos a otros y reparar la injusticia", decía Anaximandro, que era en lo que consistía la vida del hombre, la aceptación de la vida y del otro. "Hacerse justicia unos a otros y reparar la injusticia" es la misma tarea, interminable, pues no hay reparación del trauma y su velo, el fantasma, no conduce más que a la crueldad.

Lacan fue el maestro del fantasma. Nadie como él lo conocía tan bien y lo esclareció de manera tan certera. El ya no era un padre, ya sabía, mejor que Freud, que la paternidad se había vuelto imposible. Terminaría hablando del amo más que del padre. Fue su función. El padre romano levantaba a su hijo con sus brazos como señal de su acogida. El hijo era signo de su finitud y a la vez su propia posibilidad de vida. Al amo, para no quedarse de brazos cruzados, no le queda más que tomar siempre la iniciativa, simulacro de su inmortalidad, a falta de los signos de su finitud. A veces parece tragicómico, conducido a un activismo febril y beligerante, para no ser engullido por su propio desasosiego. La avaricia de iniciativas no es como la aceptación o la transmisión, es el simple aprovechamiento de la debilidad y desamparo del otro. No se orienta por la diké de Anaximandro, sino por la común adikía, mas no para su "reparación" sino para su explotación.

Probablemente no quepa hablar de un mundo mejor que otro, aunque sí de épocas mejores que otras. En todo caso, el progreso es ilusorio, pero eso no es contentarse con la adikía y mucho menos convertirla en botín para ese vagar fuera de sí mismo que es cada hombre.

El psicoanálisis se ha negado como Kafka a confundir la vida con el cálculo y el inconsciente con el consumo de interpretaciones. Elige la existencia del sujeto y la tarea de la transmisión en un mundo hostil reducido a mera función, sabedor de que el sujeto nunca va a coincidir con su función.

Pero aún así, ¿podrá el psicoanálisis escapar a esta servidumbre inédita que quiebra la transmisión de lo vivo?, ¿es posible que el hombre, sin otro arraigo que el otro, pueda vivir en tales condiciones?, ¿es posible que el psicoanálisis permanezca como síntoma y, en consecuencia, como pregunta intempestiva frente a la común indiferencia de lo objetivo? La condición de existencia del psicoanálisis no es sólo el sufrimiento del hombre, sino que la pregunta por ese sufrimiento obliga a vivir de otra manera y, en consecuencia, a dirigirse al otro de otra manera. El dolor, como prueba y experiencia de la vida, tiene la fecundidad de saber que alguien vivía ya antes y alguien vivirá aún mientras yo muero. Por eso el dolor no se deja engañar por la queja. Puede que eso confronte al sujeto a la angustia y a la violencia del trauma. Pero la violencia (que se sufre) no es la crueldad que se ejerce, sino el comienzo difícil de las condiciones actuales de "aceptación" del otro. Pero no trajina con la muerte a la búsqueda de una eternidad estéril.

¿Podrá el psicoanálisis retomar el sujeto y, en consecuencia, la "aceptación" del otro?

La institución es el simulacro de la inmortalidad y cuando la cadena de "aceptaciones" está rota, la institución no es más que refugio o escondite al acecho de aprovechar las ocasiones.

El psicoanalista está hoy especialmente desamparado, refugiado en pequeños grupos que se soportan mal y cuyos criterios de permanencia son confusos, cuando no inconfesables. Ni Freud ni Lacan sostienen una transferencia colectiva fecunda y productiva. Si Freud era aún la promesa de padre, Lacan ejercía de amo para el final de una época que algunos aún quieren prolongar con la puesta en escena de una certeza ya desgajada de saber, para escapar de la melancolía que la destrucción de objetos y palabras conlleva.

Oí a Colette Soler referirse a la necesidad de una "nueva transferencia", "nouveau transfert", decía. No sé bien qué entendía por "nueva transferencia". Diré cómo la entiendo yo:

1.- Quizás haya que volver a retomar la pregunta freudiana por el lugar del hombre en la naturaleza, por el extravío del hombre y su particular "alteración": intervenido por el otro, su cuerpo ha dejado de ser un espacio de pertenencia. Lacan desplazó esa pregunta hacia el lugar del hombre en el discurso. No es lo mismo. Vienen de la misma raíz, pero orientarse por el discurso es ahormarse con la pérdida de realidad a fin de suplirla con la "segunda naturaleza" de la institución. Es verdad que la realidad no nos viene garantizada por una "naturaleza común", pero hay una común pérdida que nos conduce al trabajo como espacio de elaboración y encuentro. El olvido de la pregunta por el lugar del hombre en la naturaleza ha llevado a considerar el mundo como mero proyecto o diseño de la acción del hombre. La marea negra de Galicia revela la degradación física y moral que tal propuesta conlleva, que a pesar de los intentos maniqueos de Bush, el enemigo, la destrucción es interna, no viene de fuera.

2.- Quizás la "nueva transferencia" deba orientarse, entonces, hacia la pregunta sobre qué nos reúne y no tanto sobre quién nos reúne.... contra quién. Cabría decir que es un modo de privilegiar la transferencia de trabajo frente al consumo transferencial que trueca la pluralidad del otro por la ciega incorporación. El otro, si lo es, es plural. En caso contrario, es simple objeto de consumo. El trabajo no es sólo una carga, lo que la transferencia de trabajo quiere subrayar es que el trabajo es correlato de la aceptación del otro. Es proveer a los recursos del otro, a la vez que a los propios. No se da lo uno sin lo otro. Esa provisión de recursos es disponibilidad para alojar al otro como viviente y no sólo como semejante especular. Por el trabajo la carga que es el otro viviente puede constituirse en motor, en búsqueda activa, por utilizar los términos de Freud, de un vínculo que acepta lo dispar. Tener un lugar en el otro es una aceptación, no una adhesión, y la aceptación es la de un riesgo que el trabajo convierte en un vínculo. Cuenta Jenofonte que Sócrates fue acusado de afirmar que "el trabajo no es desgracia, pero sí la pereza" (Memorabilia, I, 2,56).

La "nueva transferencia" de la que hablamos es pues tanto sobre la pregunta originaria (el lugar del hombre en la naturaleza) como sobre el tipo de vínculo entre nosotros (transferencia de trabajo).

 

II - Sobre la formación del analista

El término freudiano Bildung tiene una larga tradición en la Ilustración alemana, más orientada por el saber que por el poder político (caso de la Ilustración francesa). Podemos resumir el debate sobre cómo entender Bildung por un rasgo incuestionable: es un saber ligado a la experiencia, al Lebenswelt husserliano. Por esa razón, ese saber no es un saber "abstracto" (lógico o interpretativo) sino basado en la transmisión y en la inspiración. No hay transferencia de trabajo sin inspiración, más allá de los "textos canónicos". Pero la inspiración, si bien puede reunirnos (y habrá que preguntarse qué inspira hoy al conjunto de los psicoanalistas), no se contenta con la comodidad de la pertenencia.

Sin inspiración no podemos vivir y no hay inspiración sin la pluralidad y la diversidad del otro.

El término freudiano Übertragung que se traduce por transferencia, puede significar también transmisión. El trabajo del que hablamos requiere al otro y es subsidiario de la condición lingüística y pulsional del hombre. Nadie se analiza sólo ni el saber se produce en el aislamiento.

El corazón, se puede decir, de la formación del analista es el análisis personal, el einige Analyse, que decía Freud. Qué conduce a un análisis y qué sucede en un análisis, he aquí el campo de la experiencia sin el cual no hay analista posible. Qué sucede en un análisis es el trabajo del inconsciente donde trabajo, Arbeit, y formación, Bildung, se implican. El trabajo del inconsciente produce formación del inconsciente y a la vez la formación del inconsciente impulsa e inspira el saber del inconsciente. El trabajo del inconsciente produce formación del inconsciente y viceversa y el analista como producto se puede decir que es en ese sentido una formación del inconsciente. De todos modos, qué sucede en un análisis respecto a la producción de un analista, o dicho de otro modo, cómo se autoriza alguien como analista, sigue siendo un problema, no sé si no resuelto o irresoluble.

Otro componente básico de la formación del analista es la supervisión o el control (¿no encontraremos un término más adecuado para ese trabajo de formación?). Nadie puede introducirse en la práctica, nadie se autoriza como analista, a partir de su análisis personal, sin que ponga esa práctica a trabajar con otro (llamado por el momento "supervisor"). Ahí ya se puede hablar más explícitamente, con mayor propiedad, de transferencia de trabajo. Si un analista es también quien aprende de los pacientes, y eso nos parece ineludible, ese aprender de los pacientes, requiere hablarle a otro de lo que se escucha y de lo que se aprende. Sin ello la ceguera hará tarda y sorda la escucha. El grupo de pertenencia no puede ahorrar, con su anonimato grupal, el trabajo de "supervisión".

En cuanto al otro componente de la formación del analista, la lectura de los textos fundadores, es un asunto más complejo. En primer lugar, podemos preguntarnos cuáles son los textos fundadores: ¿los de Freud?, ¿los de Lacan?, ¿los de Melanie Klein? ¿Textos fundadores del psicoanálisis o de las escuelas? ¿Entran, por ejemplo, los textos de Helen Deutsch o de Ruth M. Brunswick o de Ferenczi en los textos fundadores? Los lacanianos leen y recitan a Lacan, los kleinianos hacen lo mismo con M. Klein, pero ni los lacanianos leen a M. Klein ni los kleinianos leen a Lacan, si no es, en ambos casos, para crear un esperpento al que disparar. Supongamos que todos leen a Freud, lo cual es mucho suponer, porque por ejemplo entre los lacanianos es muy reciente y tampoco es general, la vuelta a Freud. Durante demasiado tiempo los textos de Lacan eran considerados autosuficientes para la sabiduría. Pero no hay sabiduría sin la pluralidad del otro.

¿Hablamos de textos fundadores o de textos canónicos? Los textos canónicos carecen de inspiración.

Los textos fundadores la tienen en la medida en que no pierden el carácter plural y la sensibilidad de la experiencia. También podemos decirlo de esta manera más kantiana: en la medida en que no ocultan sus problemas y sus lagunas, es decir, en la medida en que no han perdido el carácter crítico que volvemos a ejercer sobre ellos. Que en el movimiento lacaniano jamás se haya ejercido la menor crítica sobre Lacan, convierte sus textos no en textos fundadores, sino en textos canónicos, y si canónicos, entonces carentes de interés. No queda otra posibilidad, si pensamos la lectura de los textos como componente de la formación del analista, que la lectura crítica, el rastreo de los problemas a los que pretenden responder.

Naturalmente tampoco este trabajo se puede hacer en el aislamiento, es decir, por fuera de la transferencia de trabajo.

Esto nos lleva al otro punto que es el del lugar de la institución en la formación del analista. En sentido fuerte, la institución se alza sobre los sujetos para darles la legitimidad de un lugar de pertenencia. La legitimidad institucional es un procedimiento, se atiene a lo procedimental, pero ¿la ley española de extranjería, por ejemplo, queda legitimada por el procedimiento democrático? ¿Qué es la legitimidad en una institución psicoanalítica? ¿Podría ir más allá del procedimiento? Cuando la institución psicoanalítica propone como su finalidad la garantía de la clínica psicoanalítica, dicha garantía no se puede extender al acto analítico, pero ¿podría al menos atañer al analista? Este es el tema de la selección de los analistas. Hay dos criterios para decidir la garantía, según se oriente hacia la práctica clínica o hacia el análisis personal.

Si se elige la práctica como criterio de la selección de los analistas, se plantea la cuestión de cómo evaluar esa práctica. Aquí cabría introducir la investigación, el desarrollo de una cura y si el susodicho analista aprende de los pacientes. ¿Quién juzga?

Si se elige el análisis personal como criterio, ¿cómo evaluarlo? Habría en teoría dos posibilidades: el "testimonio" del "analizante" o "pasante" y el "testimonio" del analista del aspirante en cuestión.

Como se sabe, la opción lacaniana es el dispositivo del "pase", a veces llamado incluso "procedimiento del pase". De esa manera se le da a la institución psicoanalítica un estatuto de mayor contundencia, ya que termina por decidir sobre la particularidad de un análisis. Tal opción que parece, en una primera impresión, el ideal de la selección de los analistas, es en realidad un sofisma ya que convierte lo privado y "sin mundo" (ya se trate del santo o del criminal) en criterio del espacio público, del trabajo y de la transmisión. Si la transmisión no se da en nuestro ámbito sin el análisis personal, eso no los hace coincidir. El análisis personal sólo en cuanto que pertenece a lo privado de la experiencia puede tener efectos en la transmisión y en la diversidad del trabajo. Como criterio único se convierte, a mi parecer, en monaquismo cómplice, por decirlo como Maquiavelo, del "gobernante perverso". Desde esta perspectiva considero incompatible "pase" y transmisión, pues el "procedimiento del pase" dificulta la transferencia de trabajo, ese espacio en el que la pluralidad del otro es la "gracia" socrática de permanecer en la vida.

Por otro lado, el "procedimiento del pase" convierte a la institución (llamada Escuela) en continuación del analista, consiguiendo el cierre transferencial del grupo Único. La transferencia analítica no se continua en la transferencia de trabajo, sino que la transferencia de trabajo es, entre nosotros, un efecto de la experiencia analítica. Ese efecto acontece por la separación, no por la inclusión. En caso contrario, la institución toma el carácter absoluto o eclesial de hacer coincidir de modo inseparable procedimiento y garantía, "res et sacramentum". Los diversos intentos de separar Escuela e Institución son indicios, a mi parecer, de su fracaso. El concepto de Escuela de Lacan participa de la "astucia" hegeliana o de cómo el no saber entra a formar parte del saber absoluto. La Escuela de Lacan se adueña de la falta como de un tesoro inmarcesible. La falta así secuestrada ya no serviría para vivir, sino para alinearse en la idolatría transferencial. Eso terminaría dando al psicoanálisis un estilo impositivo y compulsivo, consistente en ocultar su debilidad argumental con la sugestión del sentido oculto que promete infinitamente más de lo que da.

La Escuela lacaniana es correlato, de ese más allá del padre, de esa época en la que la paternidad devino imposible, que ha conducido a asegurarse del otro con el amo. La falta de lugar en el otro, la desaparición de la hospitalidad, la exigencia sin esperanza, la simulación de la causa, todo esto es el "más allá del Edipo", la regresión (sería el término freudiano) de la trama edípica al nudo originario del fantasma sadomasoquista.

Todo esto nos lleva a concebir la institución psicoanalítica en un sentido más débil, más como asociación (para una tarea común) que como institución (que intitula o que se intitula). Si el procedimiento (las reglas del juego, que diría Rawls), no legitima de por si el acto, sin el procedimiento carece, sin embargo, de legitimidad colectiva. Es el problema de toda institución. Una asociación psicoanalítica debe a mi parecer regirse por la transferencia de trabajo, crear espacios donde finalmente los psicoanalistas se reúnan para el trabajo, para la elaboración de lo que la clínica y nuestros pacientes nos enseñan. El trabajo va más allá del procedimiento porque propone crear condiciones para la inspiración; el trabajo, tal como he señalado más arriba, es el modo de entrar en la cadena de "aceptaciones", lo que insufla la finitud es lo que posibilita que la transmisión la trascienda.

En cuanto a la garantía y a la selección de los analistas, sólo podemos, lejos de todo modelo inquisitorial, convenir en algunos criterios mínimos que vengan a garantizar, en la medida de lo posible, unas condiciones de ejercicio de la práctica clínica del psicoanálisis. Entre esos criterios deberá figurar el análisis personal, la "supervisión" y la enseñanza. Deberían constituir la base de un acuerdo entre las diversas asociaciones psicoanalíticas. La ética del psicoanálisis es extemporánea, pero no es "sin mundo", es decir, no está desposeída de ver y oír a los demás. "El fin del mundo, como decía, Hanna Arendt, ha llegado cuando se ve bajo un solo aspecto y se presenta bajo una única perspectiva" (cfr. La condición humana).

En lo que se refiere a la enseñanza requeriría un desarrollo aparte, pero no cabe duda de que entra dentro del campo de la formación del analista, sea para quien se inicia, sea porque el enseñar es un modo de aprender y también de elaborar, cosa atinadamente señalada por Lacan.

¿Hay enseñanzas sin textos canónicos? Este es otro asunto, pero es el reto del psicoanálisis que toma la palabra o el decir del otro como una inspiración. ¿Quién sabe, como decía Hölderlin, cuál es la palabra destinada? En relación con esto, las instituciones psicoanalíticas han desatendido un espacio fundamental de la enseñanza y la formación del analista: las prácticas clínicas.

FRANCISCO PEREÑA

Madrid. Diciembre del 2002

Volver al sumario del Número 17
Revista de Psicoanálisis y Cultura
Número 17 - Julio 2003
www.acheronta.org