Acheronta  - Revista de Psicoanálisis y Cultura
Creación y sublimación
Daniel Gerber

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Yo amo a quen quiere crear por encima de sí mismo y por ello perece
F. Nietzsche

Si el mundo fuese claro no existiría el arte
Camus

Una de las definiciones más precisas de cultura es la que expone Freud en El porvenir de una ilusión: "todo aquello en lo cual la vida humana se ha elevado por encima de sus condiciones animales y se distingue de la vida animal"(1). Agrega que ella "muestra al observador, según es notorio, dos aspectos. Por un lado, abarca todo el saber y poder-hacer que los hombres han adquirido para gobernar las fuerzas de la naturaleza y arrancarle bienes que satisfagan sus necesidades; por el otro, comprende todas las normas necesarias para regular los vínculos recíprocos entre los hombres y, en particular, la distribución de los bienes asequibles"(2).

Estos dos aspectos, saber y poder-hacer y normas para regular los vínculos recíprocos, presuponen la existencia del lenguaje. Este es la condición básica para la producción y transmisión de todo saber, así como para la existencia de leyes, reglas, instituciones. De esta manera, la definición de Freud puede vincularse con la que propone Lévy-Strauss: " Toda cultura puede considerarse como un conjunto de sistemas simbólicos, de entre los cuales figuran en primer plano el lenguaje, las reglas matrimoniales, las relaciones económicas, el arte, la ciencia, la religión"(3).

El lenguaje es lo específico de la especie humana. Solamente por él puede existir la representación, el símbolo y, de este modo, la cultura. Por el lenguaje el hombre, a diferencia del animal, se anticipa a su propio devenir elaborando proyectos y no se limita- como el animal- a adaptarse a su medio para sobrevivir: lo modifica, lo transforma, lo altera radicalmente. El lenguaje hace del humano un animal insatisfecho, radicalmente desajustado y en conflicto con su mundo.

Hace dos mil quinientos años Sófocles incluyó en su tragedia Antígona un coro que reflexiona sobre lo humano, adelantándose con ést o a muchas de las apreciaciones que a lo largo de la historia se han hecho sobre el fenómeno cultural. Dice: "Muchas son las cosas admirables, pero nada hay más asombroso que el hombre. Este atraviesa el blanquecino mar surcando las olas bramadoras cuando sopla el noto en el invierno, y fatiga a la tierra, madre de los dioses, la tierra inmortal, infatigable, que rotura de año en año con el ir y el venir de los arados arrastrados por caballos. El ingenio del hombre apresa con sus redes el incauto linaje de las aves, las razas de animales salvajes de los campos, y atrapa en sus mallas a los peces de los mares; domina con sus artes las fieras montaraces, y somete al apretado yugo al caballo de velludo cuellos y al toro infatigable que habita en las montañas. Fecundo en recursos, ha aprendido por sí mismo la palabra, el alado pensamiento, los modos de vida ciudadano, y a escapar del rigor de los hielos, mal refugio en la intemperie, y a evitar el azote de las lluvias, De ningún medio carece en su camino para aquello que pueda sucederle. Del Hades solamente no tendrá evasión posible, aunque haya inventado la manera de evitar las dolencias más rebeldes. Poseedor de tan sabios y tan hábiles recursos, como nadie hubiera imaginado, se dirige unas veces a lo malo y otras a lo bueno"(4).

La extensa descripción del trágico griego enumera los rasgos distintivos de la especie humana: la capacidad técnica para controlar las fuerzas naturales poniéndolas a su servicio, la habilidad para cazar o domesticar a la mayoría de los demás seres vivientes, la posesión del lenguaje y el pensamiento, el ingenio para guarecerse de las inclemencias climáticas, la previsión del porvenir, la cura de muchas enfermedades y, finalmente, la posibilidad de usar bien o mal todas esas destrezas, destacando con esto último que –a diferencia del animal para el que nada en sí mismo puede ser objeto de una valoración- para el hombre existe el problema del bien y el mal que designan consecuencias de la presencia de una dimensión inherente al lenguaje que no es la simple satisfacción de la necesidad: el goce. Sin embargo, el rasgo más humano que el coro deja implícito es el asombro que causa lo humano en el hombre mismo, asombro que aparece en un conjunto de matices que van desde la fascinación al terror ante un ser de excepción y que lleva a concluir que la característica fundamental que nos distingue a los humanos es asombrarnos los unos a los otros.

Varios siglos después de Sófocles, el florentino Giovanni Pico della Mirándola, en su Discurso sobre la dignidad humana, escrito en el siglo XV, afirma que esa característica humana distintiva proviene del hecho de ser algo menos que el resto de los seres vivos: todo lo que existe tiene su lugar prefijado –por Dios afirma el filósofo humanista- en el orden del universo, excepto el hombre. De ahí que el hombre se mantiene abierto e indeterminado en un universo donde todo tiene su puesto y debe responder exactamente a lo que marca su naturaleza. Por esto, el hombre puede crear, hacer siempre algo diferente en la medida en que lo que tiene que hacer no está determinado de antemano con absoluto rigor.

Tanto Sófocles como Pico della Mirándola anteceden a la reflexión freudiana sobre lo humano. Ambos indican un aspecto fundamental que Freud va a retomar: lo que distingue al hombre no es la condición de ser creado a imagen y semejanza de la supuesta perfección divina sino más bien – comparado con otros seres- su imperfección; no algo con que cuente sino algo que le falta. Su carácter incompleto, de ser en falta, está en la base de su perenne inconformidad que hace de él un innovador, un transformador, un creador.

No hay creación sino a partir de una falta: falta en lo humano una naturaleza determinada por la realidad biológica, falta también un lugar predeterminado en el orden del universo y, por lo tanto, la posibilidad de un ajuste automático con el medio que lo circunda. Así, la relación del ser humano con el mundo carece de la armonía que le permite al animal una perfecta adaptación a su medio. La causa de esta imposibilidad está en el lenguaje cuya existencia abre un abismo entre la palabra y la cosa, entre el ser y la representación. "¿Qué es el hombre –pregunta Nietzsche- sino una disonancia hecha carne?" . El lenguaje es una estructura, es decir, un conjunto de elementos significantes que sólo llegan a significar en la medida en que unos remiten a otros. Esta estructura precede siempre al sujeto que solamente llega a ser tal en tanto el lenguaje incorpora el cuerpo viviente en sus redes para otorgarle el estatuto de sujeto: su identidad, su sexo, su lugar en la cadena de generaciones.

El lenguaje es causa cuyo efecto es el sujeto, hablado antes que hablante, dominado por la palabra que habla en él antes que amo y señor de ésta. El sujeto sólo puede llegar a ser tal en el universo del lenguaje del cual es su criatura: "El hombre habla pues, pero es porque el símbolo lo ha hecho hombre"(5). Ahora bien, este universo del lenguaje se caracteriza por la ambigüedad: las palabras carecen de un significado único, no son un simple vehículo que transmite información, y en sus encadenamientos dicen siempre más, otra cosa más allá de toda intención y propósito conscientes. La estructura del lenguaje no es algo completo en donde todo puede ser dicho y comprendido, contiene la falta y, por esto mismo, la imposibilidad de que todo pueda decirse. El sujeto está capturado en una estructura abierta a lo nuevo e inédito, una estructura que no sólo incluye lo que se puede decir sino también lo imposible de decir, el vacío, el enigma, como parte de ella misma. En este sentido, a diferencia de un código de señales, en toda lengua existe la posibilidad de transgresión de su propia legalidad, de aparición de la palabra inesperada que rebasa toda intención y toda previsión y produce lo inesperado y sorpresivo. Es el momento en que el hablante es desbordado por la palabra, momento que Freud localizó en el sueño, el acto fallido, el síntoma, el chiste, pero también en la creación poética. Como el sueño o el lapsus, ésta no es resultado de un acto intencional y voluntario sino un efecto significante en el que el sujeto, dominado por el lenguaje, es rebasado por su palabra; un acto que deja una marca en el Otro que puede llamarse obra.

La creación artística se liga también con otro rasgo fundamental del ser humano que es consecuencia del lenguaje: saberse mortal, poseer la certeza de la muerte como lo único seguro en su vida y anticiparse de esta manera al momento de su acaecimiento. Este saber –saber angustioso del que, por otra parte, nada se querrá saber- es la razón de una necesidad de permanecer más allá de los límites físicos de la existencia, de dejar huella transcendiendo el relativamente breve –más allá de su duración efectiva- paso por la vida. La obra, en este sentido, no es el objeto hecho para ser consumido y desaparecer, sino para durar, mucho más allá de la existencia de su creador. Hay entonces una relación estrecha entre creación y muerte en la medida en que sin ésta última como trasfondo la primera sería imposible. La muerte es condición esencial de cualquier creación; no es solamente el punto final, está presente en todo momento y desde el inicio porque el lenguaje hace del cuerpo viviente un sujeto que puede tener una existencia en el mundo simbólico al precio de imponerle una distancia imposible de eliminar con este mundo, una distancia que es vivida como dolor de existir, fondo mortal de donde todo lo que hace vivir brota. Por el símbolo, el hombre no vive inmerso en el medio "como el agua en el agua", según el decir de Georges Bataille en su Teoría de la Religión; toda posible armonía con el mundo está perdida desde el comienzo mismo, el objeto que podría completarlo para constituir la unidad plena y total falta.

Esta es precisamente la tesis propuesta por Freud en 1905 en Tres ensayos de teoría sexual, cuando introduce el concepto de pulsión sexual que distingue del instinto: mientras que éste es un comportamiento predeterminado que se repite conforme a modalidades estereotipadas en cada especie y se caracteriza porque su objeto es siempre el mismo, la pulsión carece de esa fijeza y su objeto es absolutamente variable, nunca determinado de antemano sino definido en función de los avatares de una historia singular. Con este concepto, la idea del tipo de relación que el ser humano tiene con su mundo sufre una subversión radical: lo propio de lo humano es la ausencia del objeto que asegure la satisfacción plena; pero además no hay un estándar idéntico para todos los miembros de la especie que inexorablemente deban cumplir. Las nociones de comportamiento normal y patológico reciben así un cuestionamiento contundente.

A diferencia del instinto, la pulsión carece de un saber inequívoco de lo que conviene para su satisfacción. Por esto, cualquier objeto puede ser –en principio- objeto de la pulsión, lo que significa que ninguno es el objeto adecuado, "normal", ajustado a ella. La sexualidad humana, a diferencia de la animal, no tiene un modo de satisfacción preestablecido e idéntico para todos, y al no encontrar el objeto que asegure esa plena satisfacción es una fuerza constante, nunca apaciguada; como lo dice Octavio Paz: "la especie humana padece una insaciable sed sexual y no conoce, como los otros animales, períodos de celo y períodos de reposo. O dicho de otro modo: el hombre es el único ser vivo que no dispone de una regulación fisiológica y automática de su sexualidad"(6).

Lo propio de la sexualidad en el ser humano, como lo señala Freud, es que no posee vías de satisfacción únicas, idénticas para todos y determinadas desde un principio por la constitución orgánica del individuo. Los modos singulares en que se produce el ingreso de cada sujeto en el lenguaje con la consiguiente pérdida de la posibilidad de una satisfacción "total" determinan la singularidad de cada uno en lo que se refiere a su sexualidad. Precisamente este carácter plástico de la pulsión que puede hallar satisfacción en objetos diferentes de lo que comúnmente se llama "la pareja sexual" lleva a Freud a introducir el concepto de sublimación. Con este fundamento Freud propone una definición del concepto: "La pulsión sexual (...) pone a disposición del trabajo cultural unos volúmenes de fuerza enormemente grandes, y esto sin ninguna duda se debe a la peculiaridad, que ella presenta con particular relieve, de poder desplazar su meta sin sufrir un menoscabo esencial en cuanto a intensidad. A esta facultad de permutar la meta sexual originaria por otra, ya no sexual, pero psíquicamente emparentada con ella, se le llama la facultad para la sublimación"(7).

De esta manera, Freud recurre al concepto de sublimación para explicar diferentes actividades que estarían motivadas por un deseo que no apunta de modo manifiesto a una meta sexual: la creación artística, la investigación intelectual y, en general, todo aquéllo a lo que la sociedad concede un alto valor, como se desprende de la relación entre el término sublimación con el adjetivo sublime. El hombre crea, elabora algo nuevo en diferentes campos como las artes y las ciencias; pero también desarrolla diferentes actividades y produce obras que parecen sin ninguna relación con la vida sexual cuando en realidad tienen una fuente sexual y están impulsadas por energías de la pulsión sexual. La posibilidad siempre vigente de cambio de objeto de la pulsión permite ese pasaje a otra satisfacción que es distinta de la sexual aunque siempre relacionada con ésta última; así, la sublimación "consiste en que la aspiración sexual abandona su meta dirigida al placer parcial o al placer que procura el acto de la procreación, y adopta otra que se relaciona genéticamente con la resignada, pero ya no ella misma sexual, sino que se la debe llamar social"(8). Con este fundamento Freud propone una definición del concepto: "Distinguimos con el nombre de sublimación cierta clase de modificación de la meta y cambio de vía del objeto en la que interviene nuestra valoración social"(9). Como se observa, la valoración social de la actividad o la producción es esencial para definir el concepto.

No obstante que esta formulación freudiana se ha convertido en lugar común, varias son las preguntas que abre. En primer lugar la descripción de Freud –pese a lo que él mismo afirma acerca de la pulsión sexual- da a entender que existiría una satisfacción puramente sexual de la pulsión y otras satisfacciones posibles que serían canalizaciones hacia otras metas u objetos no sexuales, es decir, la pulsión tendría en un principio un objeto que le sería "propio" y un modo también "propio" de satisfacción a los que debería renunciar. Pero si esto es así, el concepto mismo de pulsión –cuyas características se han señalado- quedaría invalidado. ¿Cómo resolver esta contradicción? Es necesario recordar lo que el mismo Freud sostiene cuando señala que la pulsión sexual se caracteriza por su incapacidad para procurar la satisfacción completa: "Muchas veces uno cree discernir que no es sólo la presión de la cultura, sino algo que está en la esencia de la función (sexual) misma, lo que nos deniega la satisfacción plena y nos esfuerza por otros caminos"(10). La sublimación no sería entonces un simple cambio de objeto o de meta de la pulsión sexual, porque lo que define a ésta es precisamente la ausencia de tal objeto o meta connaturales con la consiguiente insatisfacción que esto implica para el sujeto. Es más bien el modo mismo de existencia de la sexualidad en el ser humano, más allá de su dimensión puramente biológica, en tanto es sexualidad sometida al lenguaje y al orden simbólico lo que hace de ella erotismo, tal como lo señala Octavio Paz: "el erotismo no es mera sexualidad animal: es ceremonia, representación. El erotismo es sexualidad transfigurada: metáfora"(11). Ceremonia, representación, metáfora: ¿no son la huella de la presencia de la palabra y el lenguaje para hacer de la sexualidad otra cosa que un instinto orgánico?

El otro aspecto presente en la definición freudiana de la sublimación es la valoración social: las pulsiones se sublimarían en la medida en que su meta se desvía hacia aquello socialmente valorado. Si esto es así existiría entonces la posibilidad de una satisfacción "directa" de la pulsión y la sublimación sería consecuencia de que esa forma de satisfacción estaría prohibida por la sociedad. Ahora bien, ¿cómo pensar en la posibilidad de una satisfacción tal si la pulsión como efecto de la marca del lenguaje sobre el cuerpo nunca tiene satisfacción "directa"? ¿Esto quiere decir que toda satisfacción de la pulsión es sublimación? Si la respuesta es afirmativa habría que considerar que incluso los síntomas se definirían como una sublimación, postura que sería contradictoria con la explicación de la naturaleza de éstos. ¿Cómo establecer entonces una caracterización más precisa de la sublimación?

Para responderlo es necesario tomar en cuenta un aspecto no mencionado hasta el momento en el análisis de la sublimación. Esta no puede definirse solamente por una reorientación de la pulsión hacia un objeto diferente, presuntamente no sexual, porque lo que allí cambia no es solamente el objeto sino la posición misma del sujeto en este mecanismo. La cualidad sublime del objeto o de la actividad no se debe a alguna propiedad de éstos o a la valoración social –es un hecho siempre comprobable que las sociedades han rechazado y rechazan muchas obras de artistas, producciones científicas, manifestaciones eróticas, etc.- sino a la posición del sujeto con respecto al objeto. En este sentido puede citarse la definición de la sublimación aportada por Lacan: "elevar un objeto a la dignidad de la Cosa"(12).

La sublimación implica pues que un objeto es colocado en posición de la Cosa. Esta puede concebirse como ese vacío esencial, la falta, el hueco engendrado por el lenguaje: cuando se dice la Cosa no se hace referencia a un objeto que pueda ser designado o representado. Es más bien el objeto en tanto inalcanzable por ser innombrable, irrepresentable. Las cosas en general se organizan en el mundo conforme a un orden, un sentido, una posición determinada porque son representadas en el plano simbólico. La Cosa es lo imposible de representar, lo indecible más allá de lo simbólico que constituye el núcleo mismo de toda simbolización. De este modo, lo que Freud denomina principio de placer es la ley que regula la satisfacción posible del sujeto manteniéndolo siempre a distancia de la Cosa, haciéndole girar alrededor de ella sin alcanzarla nunca. En este sentido, la Cosa se presenta como el Bien Supremo; pero si el sujeto transgrede el principio de placer en el afán de alcanzar este Bien, la experiencia de forzar esos límites será vivida como dolor y sufrimiento. El sujeto, dice Lacan, "no puede soportar el bien extremo que La Cosa puede brindarle"(13).

La Cosa lo inaccesible por excelencia. Sin embargo, en determinado momento es posible colocar un objeto en su lugar; pero éste no puede ser un objeto cualquiera pues para aproximarse a la Cosa deberá reunir las características de lo inédito, lo novedoso, lo irrepetible. Esto le otorga esa singular belleza e inaccesibilidad que no dependen sino de su función de velo del abismo que se abre más allá de él. La belleza –desde el punto de vista de la sublimación- no se vincula con el sentimiento de agrado o del disfrute placentero. Como lo señala Rilke: "lo bello es el comienzo de lo terrible que todavía podemos soportar" porque más allá de lo bello está el vacío de lo irrepresentable, la muerte que acecha apenas velada por esas formas que capturan la atención.

La creación bordea entonces el lugar de la nada que es también el de la verdad, verdad que ella dice bajo la forma de una ficción que cierne el contorno del abismo. Crear es hacer desde el lenguaje la experiencia de los límites en una aproximación a la verdad que exige sobreponerse a la angustia aparejada con ésta. Como dice Kafka: "El arte vuela alrededor de la verdad con la decidida intención de no quemarse en ella". Lo sublime del acto creador es esa transposición del umbral de las seguridades confortables que gobiernan la cotidianeidad; para reflexionar en torno a él pueden tomarse las palabras de palabras de Nieztsche:

"He arribado a mi verdad por muchos caminos y de muchas maneras: no he subido por una escala a la altura donde mis ojos miran a lo lejos. Y jamás he preguntado el camino sin violentarme y someter a prueba los caminos mismos. Probando e interrogando, ésa fue toda mi manera de caminar, y naturalmente hay que aprender también a responder a semejantes preguntas.

"He aquí mi gusto: no es un gusto bueno ni malo; pero es mi gusto, y no tengo que ocultarlo ni avergonzarme de él.

"Tal es ahora mi camino, ¿dónde está el vuestro? Eso es lo que yo respondía a los que me preguntaban ‘el camino’. Porque el camino... el camino no existe".

REFERENCIAS:

1 S.. Freud: El porvenir de una ilusión. En Obras Completas, Tomo XXI. Buenos Aires, Amorrortu, 1979, p. 6.

2 Ibíd., p. 6.

3 C. Lévy-Strauss: Introduction a l’ouvrage de Marcel Mauss. En Sociologie et anthropologie. Paris, P.U.F., 1950.

4 Sófocles: Antigona. Buenos Aires, Eudeba, 1983, p. 77.

5 J. Lacan: Función y campo de la palabra y el lenguaje en el psicoanálisis. En Escritos 1. México, Siglo XXI, 1995, p. 265.

6 O. Paz: La llama doble. México, Seix Barral, 1993, p. 16.

7 S. Freud: La moral sexual "cultural" y la nerviosidad moderna. En Obras Completas, Tomo IX. Buenos Aires, Amorrortu, 1979, p. 168.

8 S. Freud: Conferencias de introducción al psicoanálisis. En Obras Completas, Tomo XVI. Buenos Aires, Amorrortu, 1978, p. 314.

9 S. Freud: Nuevas conferencias de introducción al psicoanálisis. En Obras Completas, Tomo XXII. Buenos Aires, Amorrortu, 1979, p. 89.

10 S. Freud: El malestar en la cultura. En Obras Completas, Tomo XXI. Buenos Aires, Amorrortu, 1979, p. 103.

11 O. Paz: Op. Cit., p. 10.

12 J. Lacan: Le Séminaire. Livre VII. L’éthique de la psychanalyse. Paris, Seuil, 1986, p. 112.

13. J. Lacan: Ibíd., p. 73.

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Revista de Psicoanálisis y Cultura
Número 14 - Diciembre 2001
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