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Antes, cuando la reflexión filosófica no se había reducido aún al cientismo de nuestros días, se entendía que había en nosotros algo llamado angustia. Kierkegaard, quien forjó su "concepto", la concibió como esencial a la relación del hombre con su realidad ("realidad de la libertad en cuanto posibilidad") (1). El psicoanálisis, por su parte, la juzgó un fenómeno universal ligado a la existencia del deseo humano. Sin embargo, nuestros tiempos parecen ver en ella una suerte de cuerpo extraño y hostil, un parásito -comensal inoportuno- que nos "ataca" y nos "trastorna". No resta, siquiera, la idea de su empleo a guisa de "señal", otrora promovido por Freud. La angustia es, desde todo punto de vista, un "error" en el programa. Hasta se sugiere que se trata de un error neurobiológico y "hereditario".
Como sabemos, la angustia se llama hoy ataque o desorden de pánico, y exhibe una serie de síntomas bien definidos que los terapeutas especializados se empeñan en controlar. Algunos de tales síntomas son de conocimiento popular: alteraciones cardíacas (taquicardia, palpitaciones), respiratorias (disneas, ahogo), temblores, sudoración, sensación de perder el control o de enloquecer. Bonito cuadro, cuya semejanza con un orgasmo el viejo Freud no se cansaba de insinuar, aunque sigan siendo muy pocos los capaces de notarla.
La sociedad científica en que vivimos pretende eliminar la angustia. Su mayor torpeza consiste, no en creer que pueda hacerlo, sino en suponer que eso nos haría vivir mejor. Sea dicho: lo que nos angustia no es en verdad un peligro cualquiera en la línea de "pelea o huye", cosa suficientemente ilustrada por el manido carácter "indeterminado" que se asigna a este afecto. Nos angustian los peligros... del placer.
En lo que sigue veremos cómo el célebre Lustprinzip -principio de placer- freudiano, figura de un hedonismo mejor tolerado cuanto peor entendido por nuestro cientismo, adolece de esa falla que aún no terminan de captar los funcionarios de las neurociencias, a saber, que entraña en sí mismo su "más allá".
Detengámonos en la observación de este raro parentesco de la sintomatología del pánico con la del orgasmo -en lo que seguimos de cerca el argumento respectivo de Lacan-(2), y destaquemos que la primera intuición freudiana de la angustia aparece vinculada con un trastorno en la faena amatoria: concretamente, con el coitus interruptus (3). Cuando, más tarde, en sus "Tres Ensayos...", Freud introduzca el concepto de Vorlust, placer "preliminar", como distinto de un placer "final" alcanzado en la vida sexual presuntamente ordenada en torno a la definitiva organización genital, nos dará una herramienta esencial para captar el nexo de la angustia con la sexualidad. Este Vorlust no puede concebirse de otro modo que como un Lust sostenido y prolongado en un Unlust. Es, al decir de Lacan, el placer de experimentar un displacer (4). Lo curioso en él, de entrada, es el modo en que se sustrae a esa lógica del Lustprinzip, la que pretende alcanzar el placer por la vía más corta y liberar así, lo antes posible, la acumulación de estímulo en el estado de tensión. El Vorlust, en cambio, goza de seguir incrementando esa tensión, de esa sobrecarga contraria a toda "homeostasis". No es difícil imaginar que si esto se prolongara indefinidamente, el sujeto sucumbiría más temprano que tarde. Entonces, en cierto punto (el enigma de cuyas coordenadas resta sin definir), este Vorlust se resuelve en lo que llamamos un orgasmo. Este orgasmo al que todo el proceso conduce, no es, por cierto, más que ese punto máximo y óptimo, límite, del gozar, breve cielo del deseo. Con él, no es difícil verlo, se produce a la vez cierta caída, o caducidad ("detumescencia") de su instrumento: en lenguaje psi, el falo. El momento mágico de la "fusión" de esos dos cuerpos enganchados -del que toda vocación mística, se ve, es metáfora-, única y fugaz experiencia de goce "pleno" para el animal humano, no puede durar, y se resuelve ineludiblemente en aquella caducidad. No nos despertará objeciones que alguien quiera apodarla "cesión de objeto", aunque, como es fácil ver, importa más a qué cede el sujeto, lo que reside mejor, acaso, en la expulsión como tal: "éxtasis" (¿no es el ecstasis latino un ex-stasis?); de allí retorna el sujeto, excluido, deportado.
Así, pues, ese final no es, como se podría suponer, el momento de la fusión mística aludida. El momento final, el que da su plena realización a la experiencia, es el ulterior, el de la caducidad de su instrumento. Pues, de lo contrario, ese enganche eternizado, el orgasmo sin fin, equivaldría, como es obvio, a la disolución del sujeto. (Imagínese un orgasmo que empezase a durar más de la cuenta, no que se repitiese, sino que comenzara a amenazar con no terminar nunca; ¿qué nombre se nos ocurriría, inmediatamente, para una situación tal? No podemos siquiera dudarlo: panic attack).
¿Cómo encaja en este contexto la elaboración freudiana en torno de la castración? Hemos dicho que persistía sin definir el momento en que el crescendo de Vorlust se resolvía en ese "final", el orgasmo, en el cual "caduca", es puesto fuera de juego, el instrumento del gozar. Si estuviéramos ante el caso de un orgasmo, como punto máximo de Vorlust, que siguiera creciendo sin límite, ¿qué sería de ese instrumento del placer interesado en el asunto? Dicho de otro modo, si él cae, si él es puesto fuera de juego -y precisamente en esto hemos cifrado nuestra acotación relativa a la "cesión de objeto"-, ¿no será más bien que con ello se intenta preservarlo? Sin él, como es obvio, no hay instrumento del gozar: si él quedase capturado, atrapado, en ese Vorlust sin final, el cual sería a su vez "del Otro" (de modo trivial, del partenaire en el acto), es claro, el sujeto se vería extrañado de su instrumento -lo que es fácil de traducir como "extrañado de sí", para llevar esto al campo de la semiología del pánico-. ¿Qué quedaría de un sujeto a quien se hubiese arrancado el instrumento de su gozar? Pues que, en su loca fantasía, su gozar se disolvería en el gozar del Otro. El orgasmo, por cuanto supone la momentánea caída del instrumento de goce, preserva al sujeto de serlo él mismo, para el gozar del Otro. Nótese, pues, para que no se sobrestime la distancia que estas ideas guardarían con la lógica freudiana de la castración, que, ya fuera castrado "realmente", o encerrado en un eterno gozar de su instrumento, el sujeto se reduciría a objeto del gozar de Otro. No poder poner fuera de juego su falo, equivale a no tenerlo. Por ello, quizá, se ha dicho que, para tenerlo, hay que poder perderlo.
A propósito del Vorlust, Freud se pregunta por qué el placer pide más placer. "He ahí, justamente, el problema"(5), dice. El sentido del Vorlust es opuesto al del placer final, el que consiste en la completa descarga de tensión. Freud nombra así al placer anterior: preliminar, con su doble nota de preparatorio y de primordial o fundamental. El Vorlust es, a todas luces, contrario al Lustprinzip, entendido como la tendencia a mantener lo más baja posible, o al menos constante, la cantidad de excitación. Vorlust es placer que quiere más placer, tensión que pide mayor tensión. Pero si todo el proceso conduce al placer mayor de descargar mayor estímulo acumulado, el Vorlust resulta, al cabo, servidor del Lustprinzip. A mayor tensión acumulada, sin duda, mayor el placer de la descarga. No es menudo desconcierto que el funcionamiento más perfecto y refinado del principio de placer se obtenga de un mecanismo que le es opuesto por definición. Como se ve, no es asunto fácil de zanjar. Sabemos ya que este Vorlust no puede carecer de límite, y es el punto en que el orgasmo (figura del placer final) libera toda la tensión acumulada y cumple cabalmente con el Lustprinzip; es su cenit, y, por así decir, su quintaesencia. Pero esta oscuridad del Lustprinzip, que hace al displacer servidor del placer, que convierte al displacer en un medio para la obtención de un mayor placer, este literal más allá del principio de placer, ¿hasta dónde podría llegar? Si el placer no se basta en el Lustprinzip, si quiere más, ¿qué tanto más querrá? El Vorlust es un juego, y a menudo así se lo llama y concibe, pero un juego bastante peligroso, por cuanto su límite es siempre el displacer. Juego con el incremento de una carga que no se libera de inmediato, que se retiene. ¿Retener hasta qué punto? Freud señala como un factor común de las perversiones el que, respecto del placer final, no constituyen sino una demora en el placer previo. Y dado que la fantasía con que el neurótico alimenta sus síntomas reviste ese carácter "perverso", habrá que decirse que esos síntomas constituyen, a su turno, la misma demora, detención, en ese placer de sentir un displacer que es el placer previo.
Resulta francamente contradictorio que el placer pueda, de un lado, pedir más placer, y de otro, liberarse completamente. El "problema" que Freud encuentra ante el placer previo que pide más placer no es sino éste: que el placer final no existe. Y de hecho, el orgasmo, que es lo que mejor reclamaría ese nombre, no funciona más que como un límite de Vorlust: es el punto máximo de tensión que se puede soportar, punto en que se produce la descarga de ese total acumulado, la que realiza el Lustprinzip. Ese "final" no es sino una detención forzada del Vorlust a fin de volver a principiar la ronda: empezar de cero, retomar la intención de inicio, a saber, la de producir más placer. El placer "final" comporta, pues, una pérdida de placer previo. (La efigie del amante tratando de contenerse, de demorar ese "final" del placer -porque el placer final supone el final del placer: de hecho, es el final del placer previo-, ilustra bastante bien esta idea de pérdida). La imagen ideal del Vorlust es la de un placer que siempre aumentase. Pero, ¿cómo se haría aumentar sin pausa el placer sino requiriendo más placer? ¿Y cómo requerir más placer sino incrementando el displacer? Aquí podemos hacer lugar a cierta observación de Lacan acerca de la pulsión de muerte freudiana, entendida como sublimación "creacionista", voluntad de destrucción total, de reducción a la nada de todo lo creado para empezar de nuevo, desde el comienzo, ex nihilo (6). Pues bien, esto no pone en juego otra cosa que la persistencia de una intención inicial. Si nos figuramos esa intención como la de crear placer, entonces quedan justificadas estas puntuaciones (y, desde ya, evitando el enredo de situar esta argumentación en relación a lo que sea que designemos con el nombre de "memoria", señalemos que tal persistencia puede ser leída como insistencia, compulsiva, repetitiva, en busca de un goce que, una y otra vez, se pierde)(7).
Resulta de todo lo anterior que el Lustprinzip no tiene otro fundamento que el Vorlust, el que entraña a un tiempo ese principio de placer y su "más allá". Por cuanto el único posible más allá "real" del Lustprinzip sería un placer final absoluto, una completa, total descarga de tensión: la muerte. En esta constelación, el orgasmo representa, a un tiempo, a la angustia, que se completa, que se pierde, que cede, y a la muerte, esa forma consumada de ecstasis, de salida de sí o de su mundo, reproducida "en pequeño", muerte y resurrección (no parecerá mera curiosidad que precisamente en ese punto, y en ningún otro, se dé la condición de la procreación, la reproducción sexuada que la especie se procura a través de los individuos llamados a morir como tales). En el orgasmo se realiza, pues, paradójicamente, la pulsión de muerte. Se realiza, no podría ser de otro modo, parcialmente (es claro, la descarga no es de ningún modo completa, es apenas un retorno al comienzo de la espiral), pues al cabo es la misma que la pulsión llamada sexual, la que es también parcial en razón de su objeto, eso que cae y cede en el placer que Freud llama final. Los objetos de la pulsión, o causa del deseo, no representan sino esa pérdida de Vorlust.
El sentido de la sexualidad infantil que persiste en el adulto no es otro: el placer sexual muestra que es placer previo, que no existe otro. Si ese Vorlust pide más placer aun más allá de su Prinzip es porque ese mismo principio funciona mejor así. La perplejidad de que el placer pida más placer es, desde luego, correlativa de aquella observación, también freudiana, según la cual la cancelación de un estímulo sólo se logra mediante la aplicación de un segundo estímulo en la misma zona. No obstante, y pese a los problemas lógicos que estas cuestiones plantean, no hay razón alguna que nos impida tenerlas como hechos, como verdaderos acontecimientos psíquicos. El campo biológico, aún demasiado demorado en asuntos de "necesidades" y de supervivencia, no puede saber gran cosa sobre esto, que es sin embargo esencial, como mínimo, a lo humano. En último término, se detiene, como es evidente, en la formulación más elemental del principio de placer, pero ya hemos visto y comprobado que ella misma no funciona propiamente sin hacer entrar en juego, al mismo tiempo, su más allá, implícito en el Vorlust.
El principio de placer, el de la aspiración a la descarga, forzosamente llama al Vorlust, y aun lo implica, ya que, en rigor, solamente funciona en él. Pero el Vorlust supone, también, el más allá de ese principio. El principio de placer no funciona sin su más allá. Lo que tiene de más funda y sostiene lo que en él hay de menos.
Vorlust y Nirvana
Es hora de preguntarnos si es el Lustprinzip el rector de nuestra vida anímica. Freud lo degradó de tal función rectora a la de "guardián". No es lo mismo. Sabemos que la antigüedad clásica, en su sabiduría, recelaba del placer como índice estético del bien, y la oscilación entre lo "dulce" y lo "útil", fundada entonces, nos acompaña todavía. El placer no siempre es lo que conviene. No siempre conduce al bien, en especial porque no siempre conduce al placer.
Si el placer pide fatalmente más placer, ¿qué queda del Lustprinzip tal como lo enuncia Freud? Él mismo advierte muy bien que la forma más cabal de ese principio de placer es el principio de Nirvana. Pues mantener la excitación lo más baja posible, o al menos constante, eso sólo lo realiza cumplidamente el Nirvana. ¿Por dónde pasa, pues, la distinción entre Lustprinzip y Nirvana? No hay duda alguna, por el Vorlust. Si no podemos destituir al principio de placer, ello se debe a que funciona mejor en y con el Vorlust, al punto de que él, precisamente, es lo opuesto al Nirvana.
Por consistir en el placer de un displacer, el Vorlust pone en juego, en lo concerniente a toda "medida" del gozar, una grave cuestión moral, tan grave que podemos preguntarnos si en rigor existe alguna otra. No es otro el sentido de la "renuncia pulsional" que promovía Freud, vía por la cual se pretenderá hacer converger lo dulce (el placer) con lo útil (lo conveniente) en el bien. El placer, está dicho, no puede ser índice del bien, no sólo porque puede orientar hacia falsos bienes, sino, principalmente, porque si su lógica propia es la del Vorlust, pedir más placer, entonces nunca puede alcanzar su bien. Librado a su ascenso de Vorlust, el placer nunca se bastará en lo bueno alcanzado, siempre querrá ascender a un placer mejor. Por ello, quizá, existe ese refrán, que bajo esta luz parecerá más evidente: "lo mejor es enemigo de lo bueno" -no deja de ser curioso que lo mejor sea tan adverso a lo bueno... como el mal, pero ya hemos sido esclarecidos al respecto por San Agustín (8)-.
El Nirvana, que se realiza parcialmente en el orgasmo, vale como mero alivio de un exceso de tensión, prevención de una tensión intolerable. Al frenar ese ascenso, se produce más placer. La "modificación" de que habla Freud (9), del Nirvana por el Lustprinzip, es el Vorlust, la acumulación de estímulo. Ella sirve mejor al principio de placer, el cual no puede reducirse, entonces, a pura aspiración de descarga (pues ello lo confundiría con el Nirvana). Es Vorlust, aspiración a más carga: el placer previo, que pide más placer, es también, él mismo, más placer. El placer final es justamente final de ese placer. Nirvana, que vuelve, que sigue activo, pero modificado, ¿por qué cosa?, por el Vorlust. El Nirvana, en el placer final del orgasmo genital, interrumpe el ascenso de placer previo mediante la expulsión de un resto (que encarna el resto de efecto no efectuado del deseo, o "falta de goce"), y lo devuelve a sus condiciones iniciales. En sí, el Nirvana no es placer. Es retorno a la nada, extinción de todo estímulo, inexistencia. Pero el Nirvana, realizado parcialmente en el placer final, es principio de placer. Ese provisorio final del placer, si fuera total, sería Nirvana cumplido, muerte; siendo parcial, es satisfacción, orgasmo, placer de morir y de volver a la vida (esto es, al Vorlust), pero no es "final". Placer final, se ha dicho, no hay: ¿quién querría que terminara el placer?
Aquí se inserta lo relativo a la libido del yo, el resto intransferible de estímulo hacia el objeto. El yo se goza en el objeto, pero no quiere perderse allí. Se habla, al respecto, de "sobrecarga funcional", y está bien, pero hay más que eso: es resto, irreductible, de tensión, imposibilidad de descarga total. El yo retiene (Vorlust) parte de la carga, de manera permanente, para evitar que se realice enteramente el Nirvana.
Entonces obtenemos la siguiente correlación: el Nirvana parcial implica pérdida de Vorlust, punto de "muerte", separación del objeto. El placer previo no puede proseguir indefinidamente, la pulsión no llega a fundirse con su objeto. El Nirvana del placer final hace caer el objeto de un Vorlust que queda así interrumpido, o devuelto al inicio del placer. Entonces, la pulsión de muerte, Nirvana parcial, requiere que el objeto falte. Donde el objeto falta, Eros no puede hacer Uno de la multitud de los objetos. Un Nirvana total, equivalente a la pura fuerza de Thánatos, reducción a polvo, no tendría cabida aquí, porque en el ser vivo el Nirvana no se realiza sino parcialmente, y del modo expuesto. Parece, pues, que es Eros, encarnado en ese Vorlust que querría proseguir su ascenso de goce hasta la fusión con el objeto en la Cosa, el que entraña todos los peligros. Los peligros del placer, los únicos que están en juego para nosotros en lo concerniente a la angustia. Y, en efecto, nosotros lo sabemos: lo que cuenta para el deseo es poder separarse del objeto, la multiplicidad y la diferencia. El amor que se pueda vivir, que "no cause todos los males", según comentara Lacan alguna vez, será, en esta vía, aquél que podamos tener por un objeto al que hayamos erigido en soporte de nuestra castración.
Vivimos, pues, en cuanto al placer, entre la reducción a polvo que propone Thánatos, y la desaparición en la Cosa que promete Eros. Ambos implicarían una realización total del principio de Nirvana. Lo que equivale a decir que el Lustprinzip, o "ley del mínimo esfuerzo" para obtener el mínimo goce (el placer), es de continuo acechado desde dos frentes opuestos: el "máximo esfuerzo" y el "esfuerzo nulo".
Angustia y goce
El concepto de "goce", fundamental en la enseñanza de Lacan, nos aporta otras vías para abordar la relación de la angustia con el placer, su situación "entre goce y deseo". Según ha dicho Lacan (10), "la castración significa que la sexualidad defiende de esta verdad: no hay Otro" (Otro como real, Otro del goce), o bien, lo que es lo mismo para el caso, "no hay relación sexual". Por la castración, se hace existir al Otro como "castrado", afectado de una falta. Allí donde falta el apoyo de la falta, hay angustia. Y si el Otro no existe, no hay apoyo de la falta. Luego, ¿no representa la angustia la certeza de que no hay Otro? Sin embargo, sabemos que la angustia aparece como la sensación del deseo del Otro. Cuando Freud refería la angustia al trauma, ponía de relieve el desvalimiento, la apreciación de nuestras fuerzas en relación a la magnitud del peligro. Si tal peligro es de una excitación en constante aumento, la expectativa es de sí mismo. Si hago existir al Otro afectándolo de una falta, eso que le falta podría ser yo. Pero para hacerlo existir, tengo que hacerle faltar algo que yo me sepa (en mi Vorlust), de lo que yo pueda, mal o bien, separarme. Tal será el objeto como el de su goce -que le falta. Hacerle faltar implica, pues, imponerle un final, una pérdida, a su Vorlust. Y bien, con el objeto que sacrifico, como perdido, del que me separo ante la aproximación temible de un Vorlust eternizado como algo real, convierto ese objeto en algo que el Otro no tiene -la causa de su deseo. Ya no quedo yo expuesto a su deseo. La única condición que ha de cumplir el objeto a ser ofrecido es que represente una pérdida de Vorlust. Pero el Vorlust que el Otro pierde, he aquí lo más interesante, es a un tiempo el que pierdo yo. O, mejor, es el único que se pierde, puesto que el Otro no existe. Sin ello, yo caería preso de un Vorlust en un objeto que no dejaría nunca de estar, que no podría perder como su instrumento. Desde ya, entonces, no hay ninguna "otredad" que no se encarne en algo perdido, en una parte de uno mismo que ya no se tiene. Y se entiende, también, que no hay verdadero objeto del deseo que no brille por su ausencia. Sólo es objeto cuando -y donde- no está. Separándose de él, el sujeto se hace incompleto (y, en términos de la lógica de Gödel, gana en consistencia). Si el objeto no se pierde, si el sujeto no pierde su Vorlust (que es del Otro), entonces no hay qué le falte al Otro, con lo que dicho Otro perdería, por ende, su ser, su existencia -que solamente se sostiene en esa falta.
El sujeto se basta para presentar al Otro lo que a éste le falta y causar así su deseo. Para presentarse, inclusive, como "objeto" por su atributo separado de sí (y no sin él, lo que equivaldría, para el sujeto, a carecer de distinción con su propio atributo, a ser, meramente, dicho atributo). El punto de angustia es que el sujeto no pueda presentar eso al Otro, la causa de su deseo (de ambos), por serlo el sujeto mismo: digamos mejor, no causa, que implicaría la falta, ausente aquí, sino "tentación" de lo que no puede faltar. Es éste un lugar común lacaniano. Pero, ¿cómo se explica? Mi goce coincidiría en tal caso con el del Otro, sin término, sin final de Vorlust. Goce puro sin Otro (no hay, en efecto, goce del Otro). Confirmación, pues, de que no hay Otro.
Imaginémoslo (imaginemos que fuese imaginable): reintegrado el objeto al goce del sujeto como parte propia de su integridad de Vorlust, no sería posible distinguir sujeto de objeto, y si tal sujeto, así devenido objeto apto para el goce del Otro, fuese, a su turno, reintegrado a ese Otro, tampoco él se distinguiría de objeto alguno. Lo único que restaría como existente sería el objeto, cosa imposible, por lo demás, por cuanto, por lógica, no hay tal sin suponer el significante (el Otro) y el sujeto. Y es por eso que el objeto a no puede ser sino una pérdida, una causa que brille por su ausencia, un supuesto de los efectos del deseo (que no es sino falta de goce). El objeto está en su lugar donde no está. Si estuviese, no habría más que él, y entonces, y sólo entonces, equivaldría a la Cosa (das Ding) freudiana. La Cosa, en tal hipótesis, no sería meramente lo que, según se dice en filosofía, "no responde a nuestra voluntad", pues en ese caso ya no habría nadie abrigando voluntad alguna. Pero no olvidemos que la angustia está siempre enmarcada; no es que aparezca "el objeto" como esa Cosa; lo que aparece es su horizonte, su posibilidad o "expectativa", a saber, el objeto perdido como recuperable realmente.
Esto puede verse como caso particular de angustia ante la muerte, sin más; como "cualquier cosa" fuera de la realidad, como "otro mundo" al que el sujeto se viera "aspirado" y enajenado. Sea, ¿por qué no?, pero no omitamos el detalle esencial: no es angustia ante el peligro de morir simplemente, sino de esa muerte como orgasmo sin fin. Lo que cuenta aquí, y lo entrevió Freud al admitir como forma radical del Lustprinzip al Nirvana (descarga total, extinción de todo deseo), es que esa muerte estaría recorrida por el placer, inefable y extremo "placer de morir". Punto final de lo que Lacan llama "goce de la vida".
Si el principio de placer funciona únicamente como Vorlust, requiere conservar un mínimum de carga, de tensión, para poder andar: la libido del yo, que no puede investir plenamente al objeto, límite que impide la descarga total en un placer que fuera verdaderamente final. Esa barrera la impone, de manera trivial, el hecho de que "alguien" debe satisfacerse en "algo" para que el Lustprinzip funcione. Si el placer final es el final del placer, ese placer de morir no puede implicar un placer final. ¿Y cómo se prolongaría, sino en el sufrimiento, "concebido como una estasis que afirma que lo que es no puede volver a la nada de la que surgió"(11)?
Por otra parte, ¿qué sería "desaparecer en el deseo del Otro", como se ha caracterizado al temor básico de la angustia, sino diluirse en su Vorlust? Entonces, el peligro no es de desaparecer en su deseo, sino en su goce. Si yo le falto, no puedo desaparecer en su deseo.
¿Por qué, entonces, la manifestación propia de la angustia es "la sensación del deseo del Otro"? Tal deseo no podría aparecer sino tomando al sujeto como eso que le faltaba, presto a ser recobrado. Y allí angustia, cuando uno no puede faltarle. Siempre que, tras el deseo, se yergue la amenaza del goce, hay angustia (por eso no es extraño que la primera relación con el deseo sea la angustia). Angustia de que el objeto no falte al goce, pero también de que, justamente por no poder faltarle, llegue a agotarse: piénsese que si el objeto, no separado, se agotase, con él se agotaría el sujeto, y con éste, a su vez, el goce mismo.
En efecto, de eso se trata en la angustia: es, en último término, angustia de que se agote el goce. Pues, ¿qué significa el Vorlust como placer del displacer, como placer que pide más placer, si el objeto no falta? Si el objeto no falta, y da todo el placer, ¿qué mayor placer se le podría pedir?
Las condiciones que hacen posible que haya Otro, suponen, en sus propias consecuencias, que ese Otro busque completarse con lo que esencialmente le falta -para su goce, para proseguir su Vorlust-, y, si tal cosa pudiera ocurrir, entonces, ya no habría Otro. Con él, dejaría de existir también todo lo que su existencia comporta, y en especial, el goce, claro está, como aquello que siempre se le escurre al sujeto y lo devuelve al deseo (lo que permite captar por una vía lateral el hecho de que el deseo sea del Otro, o mejor, que el sujeto desee como Otro(12): el Otro completado con el sujeto como objeto reintegrado a su gozar, desaparecería, y con él, naturalmente, el deseo como Suyo; de modo que el sujeto debe asegurarse de que haya Otro para poder desear... como Otro).
Así, en efecto, la angustia parte de la evidencia de que no hay Otro. Que no hay Otro es algo sabido y simple. Si cualquier otro puede hacer sus veces es porque ninguno lo es. De suerte que no hay nadie, ninguna existencia, en el lugar supuesto de un goce del Otro (13). Y no otra cosa angustia a un sujeto: que no haya Otro goce (faltante); es decir, que no falte el Otro goce, el goce que falta, el que hace falta que no haya (14).
La señal de angustia entraña un llamado a hacer del Vorlust, deseo. ¿Por qué el Vorlust es apto para trocarse en deseo? Porque es placer que pide más placer, porque el Vorlust "desea". Es placer al que le falta, todavía, más placer (en particular, le falta el placer "final", el orgasmo). Pero eso le permite también apuntar al goce. Es la paradoja, ya destacada, de que el principio de placer funcione mejor en su más allá.
El placer "final" es una barrera, una barra (en lacanés), que no se puede franquear; orgasmo, angustia que se completa y que devuelve al sujeto a su división, a su corte o separación respecto del Otro goce (que, lo hemos dicho, no existe, pero si existiera, haría falta "que no fuera ése")(15). Si es cierto que "el falo es quien goza", el sujeto se asegura, en el orgasmo, de quedar excluido de ese gozar, para volver a tomar parte en él. Cuando saltar esa barra parece, por un instante, posible, entonces es angustia. Es decir, si el orgasmo "representa" una angustia completa, la angustia representará, pues, un orgasmo incompleto, interminable.
Angustia, hedonismo y apatía
El Vorlust da la primera figura de lo que ha sido llamado el "hiperhedonismo" freudiano (16), el exceso respecto del puramente "hedónico" principio de placer, o ley del "mínimo esfuerzo". Es que hay un problema lógico con la idea del placer como ley del mínimo esfuerzo, ya que el esfuerzo verdaderamente mínimo no es otro que el esfuerzo nulo: el Nirvana. Y el hedonismo apunta rectamente al Nirvana, conforme acertó a comprenderlo Freud.
No es de hoy la cuestión de cómo vérselas con los peligros de este placer "preliminar". De hecho, si algo en común han tenido estoicos y epicúreos ha sido justamente una vocación... de apatía, la que es quintaesencia de todo hedonismo. Su pretensión es que no quede nada que desear. Pero véase a un Séneca(17) intentando aclarar el concepto: no es posible discernir cómo hace su sabio para no sufrir por lo que le falta y al mismo tiempo desearlo. Sin contar con que la apatía "depresiva", hoy tan frecuente, no parece contrariar en nada a la estoica. Epicuro(18), a su turno, quiere tranquilizarnos proponiendo que no hay menos placer en un instante que en toda la eternidad, lo cual seguramente haría temblar a un Kierkegaard, quien vería en ello lo que el pensador utilitarista no puede captar: la "angustiosa" falta de medida en el horizonte de todo placer.
Hemos visto, pues, al "puro" hedonismo acorralado, oprimido, entre dos frentes que valen como sendos extremos del placer: el mayor esfuerzo y el esfuerzo nulo. La agitación del animal y la impotencia de la planta. ¿O bien la "extática" angustia y la "apática" depresión?
Ambos extremos representan igualmente la imposibilidad de ejecutar el mínimo esfuerzo. Ejecutarlo, ¿cómo qué? Como un programa. Un programa es concebido como la vía más rápida y fácil para realizar una acción. Que nadie se ocupe del interés, de la intención, de la finalidad de dicha acción, o que se adopte al respecto un conjunto de prejuicios más próximos a tópicos morales del "common sense" que a verdaderas interrogaciones científicas, no habrá de ocuparnos aquí. Lo cierto es que ante la falla del programa (el mínimo esfuerzo), se cree que su marcha puede restablecerse por medio de alguna "reestructuración".
Si hay la idea de un desorden mental, ello se debe a la creencia de que el sujeto está programado, y de que su programa está siendo mal ejecutado, o de que un subprograma (esquema cognitivo, pensamiento incorregible, son innumerables sus apodos), está interfiriendo en el desempeño de sus funciones normales. El sujeto estaría, pues, programado, ¿para qué? Para realizar el mínimo esfuerzo que le garantizara un mínimo goce, el placer del Principio freudiano, el que evitara los excesos y peligros de un eventual "máximo". Sin embargo, no es fácil evitar la ambigüedad de este placer siempre amenazado con su más allá, por cuanto es en el camino del goce que el sujeto encuentra el placer, pero para ello es preciso que no se rebase cierto límite. De tal suerte, el goce hace continuidad con el placer, puede llegarse a ambos por la misma vía, pero a la vez comporta una ruptura, un salto, ilustrado, justamente, por esta oposición entre mínimum y máximum. El máximo placer es, a un tiempo, el mínimo goce. De donde se sigue, necesariamente, que el mayor goce implicará un menor placer.
Vivimos en la era del principio de placer. El cientismo imperante hoy, junto a la moral utilitaria en vigor, es, por esencia, hedónico. Pretende el "cálculo" de los placeres que quería Bentham, placeres programados, o bien, los "deseos racionales" del nuevo estoicismo psicológico.
Sin embargo, el "hiperhedonismo" freudiano nos enseña que el hombre no es hedonista, y en ello se abren para él los horizontes de la angustia y de la depresión. No por otro motivo la pretensión de tratarlos como efecto de interpretaciones distorsionadas de la realidad encuentra, en su voluntarismo simple, tantos escollos tan a menudo insalvables. Tal "hiperhedonismo", manifestado, por lo demás, en toda forma de compulsión, resulta esencial al hombre, y es, hoy, la respuesta propiamente humana al "programa de bienestar" que la razón científica nos propone.
Inclusive, estas reflexiones nos permiten anotar una posibilidad poco considerada por los terapeutas positivos, acerca de la evidente y frecuentísima vecindad de ansiedad y depresión (se dice que van juntas hasta en un 70% de casos). Y es que quizá exista un nexo de oscilación o aun de alternación entre ambas. A lo mejor las crisis de ansiedad representan una suerte de reacción a la "apatía" depresiva. La angustia es la marca directa del "hiperhedonismo" freudiano. La depresión, por su parte, es consecuencia última del "placer mínimo", programado, del utilitarismo cientista, signo del hedonismo que desconoce su propio exceso, a saber, su vocación de apatía. Efecto, acaso, de una observancia excesiva (o "sobreadaptación", como suele decirse) del programa, o tal vez lo que queda de ese programa cuando el sujeto se pregunta "¿Para qué?", y ya no puede siquiera angustiarse.
Notas
KIERKEGAARD, Sören. El Concepto de la angustia (1844). Cap. l , 5. Ed. Orbis, 1984, p. 67
LACAN, Jacques. El Seminario. 10. La angustia (1963).
FREUD, Sigmund. Sobre la justificación de separar de la neurastenia un determinado síndrome en calidad de "neurosis de angustia" (1895). Obras completas de Sigmund Freud. Volumen lll. Amorrortu Editores, Bs. As. 1981, pp. 99 y ss.
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"... son buenas las cosas que se corrompen, las cuales no podrían corromperse si fuesen sumamente buenas, como tampoco lo podrían si no fuesen buenas; porque si fueran sumamente buenas, serían incorruptibles, y si no fuesen buenas, no habría en ellas qué se corrompiese (...) luego si fueren y no pudieren ya corromperse, es que son mejores que antes, porque permanecen ya incorruptibles". SAN AGUSTÍN. Confesiones. Libro Séptimo, Cap.12. Ed. Lumen, Bs. As. 1999, p.148.
FREUD, S. El problema económico del masoquismo (1924). Obras Completas de Sigmund Freud. Vol XlX. Amorrortu Editores, Bs. As. 1979, p.166.
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LACAN, J. El Seminario. 23. El Sinthoma (1975-1976)
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SÉNECA, Lucio Anneo. Cartas Morales a Lucilio. Libro Primero. Carta lX. Ed. Orbis, 1984, p.26
DIÓGENES LAERCIO. Vidas de los más ilustres filósofos griegos Libro X, 103. Ed. Folio, Barcelona, 1999, Vol. ll, p. 211.