Acheronta  - Revista de Psicoanálisis y Cultura
La cosa / Bétera
Julio Mañez

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LA COSA/ BETERA (l)

Dejé el trabajo en el Psiquiátrico de Bétera a causa de un suceso lamentable. Y evitable, en mi opinión. Entré de guardia nocturna un anochecer de primavera de 1981, en el pabellón número 10, llevado por un grupo de tratantes dados a la antipisiquiatría. En las notas de a diario figuraba una en la que se recomendaba el seguimiento especial de uno de los internos, un labrador de una población de la huerta de unos 40 años, porque estaba muy agitado y se temía que cometiera una locura si, como tantas veces había ocurrido antes, abandonaba el recinto por uno de los innumerables agujeros de la valla metálica que lo cercaba. Cuando inicié la guardia en el pabellón -en solitario, por cierto, cuando acuerdos previos aconsejaban la presencia en las guardias nocturnas de no menos de tres tratantes, para unos 68 internos- el interno en cuestión ya no se encontraba en el pabellón, y en vano traté de localizarle. Acompañé al comedor a cenar al grupo de 60 internos, y ya más o menos sentados en sus mesas tuve un descuido y el resultado fue que entre 3 de los internos se zamparon los 120 huevos fritos que estaban dispuestos en las mesas. Se montó la bronca que es fácil imaginar, y regresamos como pudimos al pabellón (pude conseguir algunos plátanos para los que se quedaron en ayunas). Al amanecer llamaron diciendo que el interno en fuga había amenazado en su pueblo a un industrial -según él, le debía dinero- con el tablón de una obra en construcción, de modo que avisaron a la guardia civil, la que -"dada su actitud agresiva", según precisaría la nota oficial- lo mató allí mismo de un tiro entre los ojos. Esa madrugada me despedí de un trabajo abrumador en el que conseguí aguantar un par de años.

En realidad, entré a trabajar en el Psiquiátrico de Bétera, como auxiliar psiquiátrico, un poco de casualidad y llevado de mi interés por la psiquiatría en general y por la obra de Freud en particular.

Aquello era un conglomerado de 12 pabellones que albergaban a medio millar de internos, contando los numerosos ingresos de fechas más o menos recientes y el gran número de psiquiatrizados de toda la vida, personas muy seriamente deterioradas, que habían sido trasladados desde el antiguo hospital de Jesús. Estuve un mes en Admisiones, donde ví cosas que casi nadie creería, y después me trasladaron al pabellón 6, feudo de un tal Dr. Roca que me parece a mi que disfrutaba recetando electrochoques -que nunca administraba personalmente, por supuesto- y cócteles de eutimox y haloperidol, con todo el akineton de por medio que fuera necesario. "Ya sabes, para que no se enganchen". A los tres días de estar allí supe que iban a electrocutar a un chaval de 20 años, le di el dinero que llevaba encima y le ayudé a salvar la verja. Esa hazaña, de cuya irresponsabilidad me averguenzo al contarla, llegó a oídos de un antipsiquiatra que dirigía el pabellón 10, quien me llamó a su lado ya que, de todos modos, yo no podía seguir ayudando, siquiera fuera como auxiliar, al carnicero lobótomo en la privada, Dr. Roca.

La situación en el 10 era casi de caos absoluto. Había mucho Laing, mucho Cooper, mucho Basaglia por el medio. Y mucho desconcierto. Y una incapacidad absoluta, en lo administrativo, y también en lo asistencial, para defender ese islote en medio de tantos pabellones instalados en el medicamentazo y tentetieso habitual. El resultado era que teníamos el pabellón con los internos más aparatosamente felices de todo el recinto hospitalario pero también a los más embroncados, de manera que los líos con la dirección, los vecinos colindantes al hospital, las policías municipales y los jueces eran continuos, sin estar en condiciones de imponer de verdad alternativa alguna a esa restricción global que era el hospital en sí mismo. Simplemente, éramos los exóticos de una historia cruel, rodeados de enemigos, lo que reforzaba nuestra terrible cohesión de heraldos de la modernidad psiquiátrica en un medio que no toleraba sino tristezas y sometimiento. En cualquier caso, y en otro momento me extenderé más sobre este asunto, en Bétera aprendí dos o tres cosas.

Que el loco es el ser más indefenso de este mundo -más que los niños, y ya es decir-, que de algún modo se distingue al loco por su incapacidad para decidir qué hará en el minuto que sigue a su presente, y que no sirve de nada estar contra la medicalización cuando la crisis de agitación existe y ante ella no valen de nada las buenas palabras de la antipsiquiatría. También aprendí que casi siempre respetábamos nuestros horario -el interno ignora incluso lo que eso quiere decir- y que nos largábamos a cenar en comandita sabiendo la impotencia que dejábamos tras los muros. No se trataba, desde luego, de encerrarnos por solidaridad con los internos, pero tampoco, me parece, de hacerles creer que en el fondo éramos iguales. Por no mencionar el hecho de que a fin de mes nos ingresaban la nómina en el banco, exultante experiencia que me parece en todo ajena a las expectativas del interno. En realidad, entre la colección de delirios de internos de los que tomé nota, no figura para nada un delirio de esa clase.

(Continuará)

 

BETERA (2)

(02.04.01)

Las contradicciones más sobresalientes que percibí durante el tiempo de mi trabajo en el Hospital Psiquiátrico de Bétera se vinculan con el aspecto asistencial, pero también con el teórico. Hablo de los dos pabellones progresistas, no del resto de las instalaciones, en manos casi todos de locos o de simples asesinos del alma y del cuerpo.

Decía Trotsky -quien, de otro lado, no me cae demasiado bien- que el Partido empieza por la ilusión de representar la voluntad del pueblo, una función que será sustituida por el Comité Central, después por la Ejecutiva, hasta llegar a la situación en la que la voluntad del pueblo coincide necesariamente con la opinión del Secretario General. Esa absurda operación reduccionista se reproducía en numerosos aspectos de las prácticas teóricas y asistenciales en los pabellones antipsiquiátricos de este hospital psiquiátrico, tal vez porque entonces todavía coleaba la actitud política bautizada como Entrismo y porque algunos creyeron posible no sólo desmontar el aparato loquero de la burguesía en su conjunto, lo que no era tarea pequeña, sino incluso dinamitar desde dentro la práctica de un hospital absolutamente psiquiátrico estando en la minoría que indica el control a medias de dos pabellones sobre doce, con la enemiga además de la Dirección y de la Administración (más peligrosa esta segunda instancia numeraria que la primera, con todo: "Usted haga las Leyes, que yo redactaré los Reglamentos".

Contradicciones asistenciales.- Desde el supuesto ilusorio de que el interno era un igual con problemas diferentes a los nuestros, se trató de borrar diferencias de tipo vital. Si todos podíamos acabar locos, los locos reales no eran más que una avanzadilla de nuestro futuro más probable. Se teorizó esa postura un tanto a hurtadillas, confundiendo el antes con el después. Se olvidó que, cualquiera que fuera nuestro grado de admiración o de desdén hacia el loco, ellos no habían elegido esa profesión. ¿La teorización? Muy simple. El loco era el profeta sagrado de la antigüedad clásica, en la Edad Media se lo quemaba sin más, en la Ilustración se lo internaba para cuidarlo de sus muchos enemigos y bajo el psicoanálisis se lo trataba como una rareza antropológica. Se estaba contra todas esas prácticas digamos terapéuticas, sin acertar a poner en su lugar algo distinto a un ilusorio panigualitarismo de gradación diversa que, en mi opinión, era cualquier cosa excepto el camino para comprender y ayudar, si de eso se trataba, a las personas que no dieron en su vida con una conducta distinta a la del silencio obstinado a la del estrépito de sus accesos de furia. Tanto una respuesta como la otra me parecen muy alejadas de la que conviene al sujeto -sea lo que sea lo que se entienda por esa atrocidad- para atender a las demandas de la vida.

(Continuará, tal vez)

BETERA (3)

(03.04.01)

Sería desmesurado responsabilizar a la cuña antipsiquiátrica de los males que aquejaban al hospital de Bétera, sobre todo si se atienden las penosas condiciones en las que trabajaban, sometidos a una presión sin cuento por parte de la psiquiatría tradicional, mayoritaria en el recinto. Por otra parte, conviene no perder de vista que los nuevos ingresos de internos se decidían por la voluntad de la familia o del juez de guardia (ambos querían desembarazarse de sus problemas desviándolos hacia la ficción terapéutica de la institución manicomial), lo que quiere decir, con todo lo que ello implica, que ningún interno solicitó jamás ser ingresado en un lugar semejante. Dicho de otro modo, estaban allí contra su voluntad, y no como nosotros, que bien podíamos (como así ocurría a menudo) dejar ese trabajo y que, de todos modos, no estábamos forzados a convivir durante las 24 horas del día.

Ellos, sí. Esa diferencia, que todavía me parece crucial, basta para desenmascarar las ilusiones antipsiquiátricas tanto acerca de su actitud humanitaria como de sus condiciones de eficacia real. En realidad, se trataba, me temo, de otra variante de la irresponsabilidad social. La experiencia fracasó, pero insisto en que no podía ser de otra manera y que lo sabíamos, que nuestro resistencialismo fue nefasto para los loquines y que mientras duraron las alegrías asistenciales se jugó de una manera patética con las expectativas creadas en no menos de dos centenares de internados malgré lui. Si hay que ser cínicos, la ventaja del psiquiatra carnicero es que hacía saber al ingresado, desde el principio, que le convenía abandonar cuanto antes toda esperanza, de manera que hasta el loquito más lerdo sabía desde ya a qué atenerse.

Relataré con brevedad dos casos, sin que ello quiera decir que renuncio a seguir otro día con el hilo general.

UNO. Trabajo en Admisiones. un padre trae a su hijo de 16 años enredado en lo que parece una depresión severa. Su relato es que salió a la montaña un fin de semana con un grupo de amigos y amigas, y que a su regreso se encerró en su habitación, negándose a tomar nada y a dejarse ver durante una semana. Finalmente, es sacado por la fuerza e ingresado en Bétera. Mi primera impresión ante el joven es, ante todo, la de que está muy ofendido y que no comprende la actitud de su padre. Por lo demás, permanece mudo durante la hora que dura la ceremonia de admisión. Sólo en virtud del testimonio de su padre, se le obliga a tomar neurolépticos esa misma noche. Nadie habla con él durante los días siguientes para tratar de conocer su versión. Únicamente, se le medica y se le fuerza a comer, etc. Se deteriora rápidamente, ya es casi uno de los zombies de toda la vida que deambulan por el hospital. Consigo aproximarme a él mediante algunos paseos matinales, y 15 días después reconstruyo una pequeña historia seguramente de mayor calado: en esa excursión, los amigos tuvieron relaciones sexuales, y a él le fue imposible porque no logró una erección. Nadie se tomó la molestia de seguir indagando por esa vía. Un mes después, deambula por el hospital, no se ducha, no se cambia de ropa, no come, no se resiste a nada, lo electrocutan. Ya está psiquiatrizado hasta la médula. Con 16 años. Tristeza. Desesperación.

DOS. En el pabellón "antipsiquiátrico". Traen de Admisiones a un joven de 24 años. Está muy agitado. Es de Cuenca, y parece que ha querido matar a su padre sin motivo aparente. Gesticulación descontrolada, delirio verbal, etc. Lo primero que hace al acompañarle a su habitación es destrozar el colchón. A continuación se desnuda y baja corriendo las escaleras. Se le medica esa noche, el cóctel acostumbrado. Se niega en los días siguientes a cualquier interrelación, habla solo casi siempre, delirando, y va todo el día desnudo, aunque está algo menos violento. No se intenta nada para establecer con él algún tipo de comunicación, ni verbal ni de otro tipo, y tampoco él se relaciona para nada con ningún otro interno. Se dice que hay que respetar su intimidad (¡como si esa parodia de intimidad fuese elegida!). Actúa como si se sintiera amenazado de continuo, no sale del pabellón, recorre los pasillos en bolas y de vez en cuando pide -por gestos- algo de agua. Pasan los días, todo sigue igual, aunque está tranquilo si no se meten con él. No participa en lo poco que se hace, etc. Una noche de febrero, con mucho viento, le molesta el sonido del televisor en la sala común, le dice a un interno que la apague, este se niega, lo coge, lo zarandea, le da un empujón, y el otro cae y se golpea en la nuca con el borde de la repisa de la ventana. Creo que murió días después. Como es natural, el personal tratante está muy estresado, etc., y no siempre se encuentra en condiciones de cumplir con los horarios establecidos, etc. También esa noche sólo había un auxiliar de guardia. Un auxiliar, y un estudiante de último curso de Medicina que estaba encerrado en su cuarto preparando exámenes.

Para aliviar un poco, contaré una anécdota jocosa.

Mi primera noche en Admisiones fue muy divertida. Como es lógico, yo iba allí dispuesto a rescatar a los loquines de la barbarie, así que cuando, hacia las once de la noche, trajeron en ambulancia a un interno -corpulento, de un metro noventa de estatura, y con los ojos más brillantes que yo haya visto en mi vida- que estaba en fuga durante los dos últimos días, me acerqué a él como si no pasara nada y casi dándole palmaditas en la espalda. Uno de esos auxiliares-policía, que estaba allí casi toda la vida, me avisó de que tuviera cuidado. Apenas un segundo después de esa advertencia, el locazo me había agarrado del cuello por detrás con una sola mano mientras que con la otra se entretenía en arrancarme uno a uno los pelos de la barba. Fui rescatado más o menos indemne después de no poco estrépito, al locazo se le amarró a su cama y se le instaló un gotero (con el cóctel de rigor y algo de suero, supongo), y el auxiliar antiguo me miró con desprecio antes de decirme: "Te lo dije". Tres días después despertó el loco, sin acordarse de nada y con una expresión radiante, extraordinariamente feliz. Le serví la comida y me dijo: "Tu eres nuevo aquí, ¿no?".

 

BETERA (4)

(04.04.01)

Para no concluir. Todo es uno y lo mismo.

Mi hija, de dos años y dos meses (perdón por esta debilidad personal; pero todo lo es, quiero decir débil y personal), viene a casa desde la guardería, me invita a pintar alguna cosa en un papel, me dice "fenomenal" antes de que termine de dibujar la mano que me indicó, y añade, como si no se dirigiera a mi, que si no me porto bien, se enfadará. Portarse bien, portarse mal, portarse de alguna manera, portarse. Autoportarse. Suministrar el tiempo necesario para hacer las cosas. Lo traduzco sin dificultad, aunque con alguna inquietud -perdón- de padre. Va a un colegio de semielite, o de elite venida a menos por la presión de la demanda, en el que una joven maestra (cuidado), seguramente subcontratada, y una ayudante (más cuidado todavía, por más subcontratada) se las tienen que ver con 28 niñas y niños de entre dos y cuatro años. La hecatombe educacional, las prisas, el agobio, la deseducación minuciosa y bienintencionada. La incidencia de la presión del mercado sobre la educación temprana de los niños. O al revés. Es Bétera, en una dimensión más peligrosa. Los niños, en principio, no demandan ir al cole, porque ignoran lo que eso pueda ser, aunque a lo mejor después les contenta. De una manera muy precisa, quiero decir, se los interna, se los ingresa en un orden del que deberán descubrir las claves que no les pertenecen y acabarán haciendo suyas, sin que nunca sepamos qué podría haber ocurrido de otro modo, si lo hubiera.

Desconfío de los maestros, tanto de escuela como de instituto o de universidad. Y con mayor razón, de los maestros difusos, ainstitucionales.

El drama de Bétera, para seguir con la Cosa, es que nadie quería (deseaba: en las escuelas de guionistas de cine norteamericanas se distingue muy bien entre la querencia y el deseo, a la hora de abordar los rasgos de la construcción de los personajes, mira tu por dónde, desde el supuesto -tal vez conductista- de que alguien quiere algo que estaría subordinado a la estrategia de su deseo), el drama de Bétera, en fin, como supongo que de toda institución psiquiátrica, es que nadie quería estar allí, lo que muchas veces contrastaba de una manera notable con la voluntad de permanencia, bien fuera por los quinquenios del funcionariado, por el prestigio de una profesión por entonces tal vez equiparable a la de ingeniero (eso ha venido a quedar en nada), o por la voluntad difusa de contribuir a la solución de asuntos sin remedio, que masoquistas de postín merodean también en los asuntos del alma y de su conducta más visible. Pero los que menos querían de entre todos los que no querían estar allí eran los loquines, precisamente los únicos que permanecían encerrados sin otra expectativa que habituarse a un entorno de encierro que directamente los despreciaba. Los tradicionales los sedaban, los liberales hacían fingidos talleres "de animación", los antipsiquiatras los utilizaban para sus perversos ejercicios de retórica teórica, o al revés, da lo mismo.

Sostengo (y continuará) que nadie que no haya estado de guardia nocturna sabe lo que es la locura en sus curiosas manifestaciones de noche, y según haya sido la velocidad del viento durante la tarde.

Los médicos nunca estaban, claro. A veces, en lo que a mi respecta, cuando conseguía que casi todos los loquines se fueran a dormir más o menos a su hora, me acompañaban pese a todo tres o cuatro en el cuartito que hacía de despacho, hasta bien entrada la madrugada. El inolvidable señor Cuevas, loco de toda la vida, por ejemplo, y gran conversador estrafalario, que cuando El Chispas, pirómano homologado, aseguraba disponer de tres almas, y a veces hasta de cuatro, me decía "Julio, no les hagas caso, ¿no ves que no razonan". Etcétera.

 

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Revista de Psicoanálisis y Cultura
Número 13 - Julio 2001
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