Acheronta  - Revista de Psicoanálisis y Cultura
Literatura y literalidad en "El hombre de las ratas"
Julio Ortega Bobadilla

 

Para Andrea.

El caso de neurosis obsesiva tratado por Freud aproximadamente a principios de octubre de 1907 y publicado en 1909 (1), además de su trascendencia doctrinaria y peso esclarecedor en la evolución de las ideas del conjunto de la obra del profesor vienés, contiene el raro valor que nos proporciona esa oportunidad única de entrever el misterio del proceso creativo en un autor. Se trata del historial clínico en el que poseemos un registro de las notas originales del profesor. Caso extraño por partidoble, pues sabemos por sus comentarios en artículos sobre técnica analítica que Freud no era, en modo alguno, proclive a tomar notas.

Cierto es que podría pensarse con cierta lógica que la falta de notas fuese quizás una forma de proteger el material de miradas impertinentes (2) dado que compartía en muchos casos el medio social y amistades con sus pacientes (el caso de "Irma", consignado en la Traumdeutun NBVg (3) atestiguaría el valor de esta suposición, y por supuesto el pequeño Hans se encontraría sujeto a las mismas dificultades). Sin embargo, parece una hipótesis mucho más interesante el que Freud haya confiado a su propio proceso inconsciente la mayor parte del material que escuchaba y, por tanto, que la toma puntual de notas en sus casos no haya desempeñado un papel tan importante. Dicho de otra manera, el correlativo de la asociación libre, que es la atención flotante, definible como la no direccionalidad de la atención en la escucha (4), serviría de punto de anclaje para la reconstrucción de un caso en un momento dado. Según la Nota de la edición inglesa al Original Record (5). Freud basó su escrito en apuntes tomados "a la noche del día del tratamiento"(6), elemento que evidencia una elección de método.

Uno podría preguntarse el motivo de que no tomara las notas en presencia de su paciente. Quizás, desde un punto de vista "objetivo", sería ésta la forma idónea de dar cuenta del material de manera más fidedigna, pero no sucede así en el caso de Freud. Al contrario de esa imagen del analista que lleva a cabo un registro "textual" del material ofrecido por el paciente sin perder palabra, tan caricaturizada a través de los años, el genio vienés prefiere producir un "texto".

Si asumimos por un momento como cierta esta posibilidad —que no parece en absoluto descabellada—, estaríamos pisando un terreno curioso al leer los casos clínicos de Freud. Encontraríamos que hace la adaptación de un guión argumental de un material mucho más rico, y que escribe no menos que una viñeta literaria, cuento corto o libro cinematográfico. En pocas palabras, literatura. No queremos decir con ello que el material ofrecido por Freud a sus lectores deba en consecuencia perder validez dado su origen dramático; pero sí pensamos que tal vez, a pesar de las intenciones del propio creador del psicoanálisis, el producto clínico-literario que hoy tenemos en nuestras manos dista mucho de ser accesible a la descripción científica tradicional. Más aún, quizá debamos aceptar que el discurso psicoanalítico —¿perdería carta de legitimidad por esto?— no es una ciencia en absoluto, ni definitivamente tampoco una creencia —palabra de resonancias evangélicas—, sino tal vez un programa de solicitación (hacer temblar en su totalidad), para adoptar una feliz expresión de Derrida.

Al elaborar el caso para escribirlo, un psicoanalista trasciende no sólo el olvido sino la memoria misma. Es un movimiento que no puede considerarse segundo (ni siquiera en el orden cronológico, puesto que la escritura produce más que reproduce), sino constitutivo de un orden simbólico que funda una verdad basada en la marcación de un juego de repeticiones y huellas cuyo "origen" es no lleno, no simple, estructurado, por tanto, como casi un "no origen". A través de este orden damos cuenta del sujeto —por otro lado más bien puesto en lo Real— para nosotros mismos, para el escucha o lector, en un orden de significación que introduce una dimensión de comprensibilidad, perspectiva que no puede llevarse demasiado lejos más que a riesgo de empujar al sujeto en una progreso interpretativo de efectos indeterminables y riesgosos, como en el caso del "Hombre de los lobos"(7).

En el campo de la literatura, el caso de las biografías y, mejor aún, de las autobiografías, proporciona un hermoso ejemplo de nuestro aserto. Todo recuento vital se basa en verdades que no son absolutas sino subjetivas, e incluso podríamos ir más allá y afirmar que trasciende al mismo sujeto que produce tal recuento, haciendo del escritor una estación de tránsito. Aquel que escribe sobre el otro y sobre sí mismo está condenado al fracaso de su objetividad, a la imposibilidad de rastrear también una fuente primigenia. No se está, empero, en el campo de la falsedad; se trata de un problema que trasciende los esquemas lógicos: toda escritura como tal es verdadera.

De Rosseau a Henry Miller, lo que tenemos es una operación en la que se recrea una voluntad de decir frente al espejo que se topa con los bordes de lo expresable y que en los límites de la escri-tura deja entrever al sujeto. El escritor biográfico, cuando alude al otro, no hace sino evocar sus propios fantasmas, recrear el perfil de sí mismo. Uno de los casos más notables en el campo del arte lo constituye sin duda la legendaria película Citizen Kane. Orson Welles, además de reproducir un retrato despiadado de J. Randolph Hearst (ambicioso, depredador, omnipotente), desde el principio no ha hecho otra cosa que hablar de él mismo. Freud, al describir su clínica, indirectamente se describe también a sí mismo no sólo como observador o experimentador, sino como sujeto de la experiencia, como protagonista. Así pues, los casos de Sigmund Freud nos susurran más acerca de su propio ser de lo que quizás él planeó. No sería ocioso experimentar el método monotemático que Ronald Barthes ensaya en su lectura sobre Racine en los textos freudianos, aunque conviene aclarar que todo intento por reducir la obra de Freud exclusivamente a sus propios fantasmas nos parece fútil; justo la trascendencia de su obra apunta a lo que se destaca de universal dentro de lo heterogéneo del barro humano.

Pero volvamos un poco sobre nuestros pasos. Freud realiza el análisis del "hombre de las ratas", el rattenman, de una manera singular. En la sesión del 10 de octubre consignada en el Original Record (8) nos dice: "Él quiere hablar del comienzo de sus representaciones obsesivas...". Quiere hablar: se expresa una intención que no puede alcanzar su objetivo y que sólo queda en deseo —misterioso e innominado—, en tanto que el Otro, sujeto supesto saber, destinatario del mensaje, no vehiculice dicho impulso en pieza de discurso. La condición aquí del análisis ante el caso, a fin de de liberar al sujeto de su malestar, es llevar a puerto simbólico los afectos, angustias, impulsos y obsesiones.

El cuidado por la trascendencia del lenguaje, por la independencia del significante de las urgencias de la realidad y la conciencia resalta en una lectura cuidadosa de la letra freudiana. El analista, al presentarse como pantalla del lugar del código, articula, conjuga el deseo de su paciente. Este movimiento es de tal potencia que le arrastra a él mismo. En la sesión del 18 de noviembre, Freud se sobresalta ante la unheimlich, mención del nombre de Giselle Fluss (9). Después de todo, para el gran Otro titiritero del mundo, que es el lenguaje, él no es sino una pieza más.

Nos parecen tan miserables en este contexto las nociones que establecen como garante del tratamiento la oblatividad, el patético apoyo en el "principio de realidad", la cauda vivencial del terapeuta, el conocimiento "experto" de las relaciones humanas del mismo y otras formas de consagrar el sentido común tan propio de ciertas prácticas "psicoanalíticamente orientadas" que derivan, consecuentemente, en preservar la dialéctica del amo-esclavo; relación que, por otro lado, es muchas veces impulsada por el paciente mismo. La paradoja que subyace aquí es curiosa: no hay peor tiranía que la del esclavo. Complementariamente, nos vienen a la memoria las palabras de Lacan: " El analista que quiere el bien del sujeto repite aquello en lo que ha sido formado, e incluso ocasionalmente torcido. La más aberrante educación no ha tenido nunca otro motivo que el bien del sujeto" (10).NBV

El trabajo de dirección de la cura se realiza en este caso, según Manonni (11), en dos vertientes. La primera, que llama simbólica —y que al escritor es muchas veces cara—, trata de leer en ciertos significantes una simple representación de un contenido inconsciente más profundo, en un plano que no sería sólo verbal (ratas el pene, los niños, la escena sexual, sífilis, etc.); estaría muy presente aquí la influencia mística del ario-suizo Jung (12) para hablar de creyentes. Se trata de una lectura de contenidos.

La segunda, que considera como la más propiamente freudiana, supone que el inconsciente irrumpe solamente en forma verbal, o, dicho de otra manera, "el inconsciente está estructurado como un lenguaje"(13). Esa segunda vertiente implica también una concepción acerca de éste que trasciende las oposiciones: visible-invisible, exterior-interior; situando su lógica en una topología inconfundible que se corresponde con objetos tan particulares como la botella de Klein. En este caso, la palabra Ratte aparece tratada como significante y se ensaya su conexión con otros vocablos interrelacionados (14) siguiendo el fructífero camino recorrido ya en la Traumdeutung (1900), "La psicopatología de la vida cotidiana" (1919) y "El chiste y su relación con lo inconsciente" (1905). El ejemplo es jugoso (quizás demasiado), pues las semejanzas del orden fónico juegan aquí un papel destacado. Sería, por otro lado, más bien cómico reducir el trabajo de un analista a señalar al paciente estas pass-worten.

El análisis de la métafora, en este caso, es llevado a un punto extremo: allí en donde el significante está a punto de perder cualquier significación. Lo verdaderamente genial de Freud es concebir que nada natural predestina la sustitución de un significante por otro, como lo ha señalado Lacan en La metáfora del sujeto (15). Recordemos el episodio en que, cuando era pequeño, es castigado por su padre. Es elocuente: ha sucedido algo enojoso (¿?), por lo que el pilluelo es azotado; entonces, una ira terrible se apodera de él y procede, en tanto que no conoce malas palabras, a recurrir a nombres de objetos: "¡Eh, tú, lámpara, pañuelo, plato!". La dignidad del padre, sacudida, reconoce aquí una intención mortífera: se trata de la pulsión de muerte, salvaje, apenas prendida del significante. Las palabras son usadas como cosas que se arrojan; el significante llega a un límite en que sólo es comprensible por su dimensión de acto, y éste no es otro que el intento de asesinato del padre. El receptor del mensaje queda estupefacto, traspasado por la presentificación de su propio límite vital y expresa: "¡Este niño será un gran hombre o un asesino!". De ahí en adelante nunca más golpeará al chico.

Podría uno preguntarse sobre el fondo que revelan tanto la sentencia como los eventos subsecuentes. Se han subvertido los lugares de la norma y el sujeto de la interdicción es ahora quien se fija en una posición en que esgrime la muerte misma como defensa ante la castración. El gesto de retroceso del padre, que le sitúa virtualmente frente al hijo in partibus infidellum, tiene graves consecuencias en el plano subjetivo. El niño en cuestión se convierte en un hombre adulto arrojado en la rumia obsesiva de preguntarse sobre el carácter del Falo, la función paterna y los límites de la Ley.

Freud, avisado de la necesidad de establecer una ruptura de tal compulsión repetitiva, introduce un puente hacia la significación a través de una construcción (16) que involucra un previsible —desde la teoría— elemento sexual, amén de esclarecer al sujeto sobre el carácter de mandato superyoico de la respuesta paterna. Hay que insistir en que el abordaje analítico no procede estrictamente en la desconstrucción de una pass-wort determinada, como es el caso del significante Ratten.

Sin declinar la dimensión de andamiaje del Orden Simbólico, se introduce en lo Real el elemento transferencial a partir del cual el analista hace de más-uno de un discurso en principio cerrado, permitiendo el despliegue de la estructura fantasmática. No estamos, sin embargo, en el terreno de la sugestión como tal; entre ambos conceptos hay, por supuesto, una relación, pero en el caso de la transferencia se trata de vehiculizar la metonimia del deseo hacia una métafora que dé cuenta al propio sujeto de su imagen y sus automatismos. Muy por el contrario, entendemos que la sugestión induce modos de regresión e identificación de los cuales ya hemos entrevisto los peligros. La diferencia entre transferencia y sugestión es, si se me permite la imagen, similar a la existente entre un escrito que se afana por evocar la capacidad constructiva del lector y el inevitable libro de texto cuya lógica se basa, en múltiples ocasiones, en la difusión de esquemas basados en los mitos y prejuicios más ingenuos, esperando del receptor su repetición fiel.

Dice el dicho que en cada hombre se encuentra un libro no escrito. No hemos entrado a analizar la trama argumental de El hombre de las ratas en detalle. Atormentado por deseos en los que no se reconoce, Ernst Lanzer, abogado de 29 años, consulta a Freud aquejado de angustia e ideas delirantes. Estas ideas se refieren a preocupaciones que no serían en nada ajenas a Hamlet (17). Se halla en cuestión la legitimidad de un Padre, su elevación al trono del poder mediante un acto espurio. En el caso del padre del rattenman, éste se ha hecho de una posición de poder sacrificando a su amante fiel, pero pobre, y ha dejado impagadas sus deudas de juego, mostrando a su hijo que la sustancia del deseo es el caprichoso narcisismo y el despeñamiento del otro especular. Es, en cierto sentido, un padre más cercano al modelo espartano que al cristiano, de acuerdo con los cuidadosos estudios históricos de Paul Veyne. Por otra parte, si, como dice Lacan (18), para Hamlet el problema expresado en su to be or not to be es encontrar el lugar por lo que le dijo su padre en tanto fantasma, para el paciente de Freud también la invocación del fantasma paterno es central. La dificultad que en ambos pesa es la exégesis del falo idealizado (19) y hasta la paradoja de confundirse con el objeto causa del deseo. Hamlet y Lanzer se enfrentan a la deuda impagada del Otro: muerto en la flor de sus pecados (20). La forma en que Hamlet habla de su padre muerto —¡oh, rey tan bueno y noble!— no deja entrever, aparentemente, rivalidad, pero un oído más atento podría rastrear en sus raíces sentimientos de culpa inconscientes, tal y como los que experimenta Lanzer hacia su padre. Recordemos que la vida pulsional del pequeño Ernst, iniciada desde temprana edad, se encuentra ahogada por el presentimiento de terribles castigos (nada menos que la castración real), y que el primer coito de éste despierta una idea: "¡Pero esto es grandioso! A cambio de ello uno podría matar a su padre".

Se podrá objetar que Hamlet obra en nombre de una justicia superior a él mismo. Podrá decirse también que entre Claudio y su padre hay la diferencia inconciliable que opone a la víctima y al asesino. Pero, en principio, ¿qué pruebas tiene Hamlet de la culpa del nuevo rey?, ¿de la palabra de un fantasma? ¿Acaso no hay fantasmas chocarreros? Por otro lado, un futuro heredero al trono inmiscuido en la política del reino no tendría por qué desconocer que la intriga y el asesinato son parte connatural del juego del poder. ¿Importa entonces quién es el muerto?, ¿no se ha portado de una forma por demás despiadada con sus ex amigos y yoes auxiliares? Y en este tenor, ¿acaso la conveniencia o la justicia de una causa no es muchas veces motivo suficientemente fuerte o al menos esgrimible para darle la espalda a un padre?

Además, Claudio se ha portado generoso con él al ofrecerle andar por las tierras danesas como si fuese él mismo. Quizás debiese ocuparse de sus propios problemas y buscar su felicidad junto a Ofelia en vez de celar a su progenitora. Pero no es así. Hamlet desea la muerte de Claudio tanto como seguramente deseó la muerte de su propio padre, y si posterga su acto no es definitivamente en consideración a su madre sino porque implica su propia muerte.

La ejecución del rey significa la violencia de un orden simbólico establecido, independientemente de su justeza. Hamlet tiene presente en lo más hondo de su ser que su acto lo convierte en parricida. Por otra parte, como a todo buen neurótico, le falta la valentía de asumir su deseo plenamente y, tras del sacrificio —momento crucial que todo hijo encara en un momento dado—, incorporar los blasones de ese significante escencial llamado Padre. Porque Claudio, pese a que Hamlet lo rechace, es una variante de su propia imagen paterna, y el rencor hacia él tiene desde luego un trasfondo edípico (21) cuyos alcances ya había entrevisto Freud.

Por otro lado, el rechazo a Ofelia es un hecho con más de una torcedura. En la humillación de ella y en su evitación se encuentra una actitud fóbica que pone distancia respecto del objeto de su amor y que sólo puede permitir la aparición de su deseo cuando ya se ha producido su muerte. Tenemos así la paradoja de que la amada —hija de un apuñalado, es prácticamente empujada al suicidio por su mismísimo amante— sólo puede ser reconquistada al precio de una fusión imaginaria en otra vida (22), a su elevación al ideal fálico. El final de la historia es bien conocido, Hamlet prefiere ponerse en brazos de la muerte, tantas veces otro rostro materno, y se inclina por la insólita solución de entregar la ruinosa Dinamarca —mucho más de lo que de esa ruina le corresponde— a Fortimbrás, a alguien que sólo pasaba por ahí. Es más, no a cualquiera, sino precisamente al hijo del enemigo de su padre (23). El odio lo enceguece al punto que encarga a Horacio haga valer su voto por una sangre enemiga, que ante tal lotería exclama en el acto final:

Con pena a mi fortuna doy los brazos.

Tengo derechos a este reino antiguos,

Que mi provecho a reclamar invita.

De esta manera, su derecho no es otro que el afán de conquista del viejo Fortimbrás vencido por el padre de Hamlet. La solución a la tragedia se convierte así en un verdadero antecedente del teatro del absurdo.

Para quien esté interesado en ahondar en el misterio de la relación de un autor con su obra, convendrá aportar dos datos: Shakespeare escribe esta obra inmediatamente después de la muerte de su padre y da precisamente el nombre de su hijo muerto a su príncipe danés. La obra se encuentra así marcada por las más grandes tragedias que pueden acontecer en la vida de un hombre; la labor del duelo, doble en este caso, alcanza aquí una solución sublime.

Lanzer, parricida subterráneo, con su obsesión por las ratas mortifica una y otra vez a su padre como un asesino sádico. De esta manera, prolonga su sufrimiento al infinito (24), mientras a su rostro aflora la culpa mezclada con el júbilo del criminal. En cierto modo, se encuentra más cerca que Hamlet de su deseo inconsciente, y eso es lo que le horroriza más.

Con el personaje de Shakespeare comparte también una relación curiosa con su dama, en la que sorprende el grado de desconfianza y sadismo. No haré, empero, una interpretación feminista del tema. Se trata de que para ambos es importante guardar una distancia prudente con ese Otro femenino, como no sea un objeto incestuoso. Ellos prefieren, como se dice vulgarmente, "jugar al loco" (25). Es curioso cómo un detalle tan importante como éste no haya sido remarcado del todo en la bibliografía psicoanalítica anterior a Lacan.

Ahora bien, una de las omisiones que más llaman la atención entre el caso publicado en Viena y el Original Record es el importantísimo hecho de que es precisamente la madre quien se encarga de las finanzas y gastos de Ernst, llegando a discutir con él por el dispendio cometido para su tratamiento analítico. Este hecho, no consignado en la redacción final del caso, podría crear la falsa imagen de que no se contempla con adecuada propiedad la trascendencia de la figura de la madre en un discurso obsesivo; sin embargo, prefiero pensar que Freud ha deseado invitarnos a tomar partido por una perspectiva que privilegia en la historia del obsesivo la extraña pregunta: ¿qué quiere un padre? Es allí donde puede situarse el nacimiento de sus dudas e incertidumbres. La cadena metonímica apuntará en su lógica a otros temas inciertos para la humanidad, como la paternidad, la duración de la vida, la vida después de la muerte y la fidelidad, por poner algunos ejemplos.

Algunas relaciones más entre estos dos personajes. Se ha caracterizado al obsesivo en múltiples ocasiones con un término: procastinación, es decir, una cierta posposición para la acción. Lacan (26) ha demostrado con bastante ironía que Hamlet, para tratarse de un obsesivo —en el caso de que así fuese— no tiene mayores reparos en ejecutar a Polonio, Guilderstein y Rosencrantz. Lanz, por su parte, viaja excesivamente en tren para evitar encontrarse con su objeto de deseo. De lo anterior no puede sino extraerse por lo menos una reflexión clínica: la obsesión no necesariamente implica inhibición de la acción, como se había pensado desde Jones (27). Incluso la acción misma —acting out (pasaje al acto)— puede servir de barrera de protección contra el susodicho deseo. No es extraño encontrar en la clínica psicoanalítica a "falsos perversos", en realidad obsesivos, escapándose gracias al extraño subterfugio del erotismo, lo que nos convence aún más de la imposibilidad de establecer una clínica diferencial razonada a partir del síntoma (28).

Hamlet-Lanzer: eslabonamiento interpretativo que a más de uno parecerá arbitrario. Puede sonar más armoniosa la asociación Rodgers-Hammerstein, lo que ya es decir bastante. Sin embargo, se trata de explorar las posibilidades lúdicas de nuestra teoría, recorrer el delgado hilo que se tensa entre la ficción y la realidad. Pensamos que el abandonarse a reflexiones juguetonas como ésta es fructífero para el psicoanálisis. El problema no es sencillo; finalmente, la cuestión a la que nos enfrentamos es la del análisis de la función paterna, y ésta es una pinza que prende la carne de cualquiera que la toque. Por eso, nuestro decir sobre el tema será siempre cojo; cuando pensamos que hemos hallado cierta claridad, quizá debamos precisamente empezar a dudar de nueva cuenta. Es conveniente tener presente el proverbio chino que dice: "El lugar más sombrío se encuentra siempre debajo de una lámpara".

Notas

(1) Freud, S. (1909/1976). A propósito de un caso de neurosis obsesiva. En S. Freud: Obras Completas (Volumen 5). Buenos Aires: Amorrortu.

(2) Véase Zetzel R., Elizabeth (1979). Notas suplementarias a un caso de neurosis obsesiva. En Masotta y Jenkins (comps.): El hombre de las ratas. Buenos Aires: Nueva Visión.

(3) Freud, S. (1900/1976). La interpretación de los sueños. En S. Freud: Obras Completas (Volumen 4). Buenos Aires: Amorrortu. Es éste el caso princeps del método de desciframiento de sueños, donde Freud protegía además a la imagen idealizada de su Otro, sujeto supuesto saber. Fliess habría realizado una intervención iatrogénica en la nariz de la paciente en cuestión, dejando al cerrar ¡medio metro de gasa!

(4) Freud, S. (1912/1976). Consejos al médico durante el tratamiento analítico. En S. Freud: Obras Completas (Volumen 12). Buenos Aires: Amorrortu. Freud llega a indicar en "" (1912) que la técnica de la atención flotante desautoriza : "..todo recurso auxiliar, aún el de tomar apuntes..." (p. 111).

(5) Strachey, J. (1979). Nota introductoria. En J. Strachey: Los casos de Sigmund Freud (Volumen 3). Buenos Aires: Nueva Visión.

(6) Freud, S. (1909/1976). A propósito de un caso de neurosis obsesiva. En S. Freud: Obras Completas (Volumen 5). Buenos Aires: Amorrortu.

(7) Freud, S. (1918/1976). De la historia de una neurosis infantil. En S. Freud: Obras Completas (Volumen 17). Buenos Aires: Amorrortu. Conviene revisar también el célebre escrito: El hombre de los lobos por el hombre de los lobos, así como los suplementos de Gardiner y Brunswick, Buenos Aires: Nueva Visión, 1983.

(8) Freud, S. (1909/1976). Apuntes originales sobre el caso de neurosis obsesiva. Anexo a: A propósito de un caso de neurosis obsesiva. En S. Freud: Obras Completas (Volumen 5). Buenos Aires: Amorrortu.

(9) Aquí el significante alcanza efectos siniestros, pues justamente Freud, en sus días de estudiante, habría estado interesado en una mujer de ese nombre. ¿Hasta qué punto el análisis del acróstico Glegisamen se facilita merced al propio inconsciente de Freud? Pero quizás sea mejor decir que sólo hay en este caso un inconsciente en juego profundamente marcado por la dimensión simbólica del Otro que atraviesa al emisor y al escucha.

(10) Lacan, J. (1988). La dirección de la cura y los principios de su poder. Escritos 2 (14ª ed.). México: Siglo XXI .

(11) Mannoni, O. (1979). El hombre de las ratas. En O. Mannoni: La otra escena (Claves de lo imaginario). Buenos Aires: Amorrortu.

(12) Como anéccdota más que curiosa, Jung le escribe a Ferenczi que, si bien el estudio de Freud en este caso es maravilloso, también resultaba: "...muy difícil de comprender. Pronto tendré que leerlo por tercera vez. ¿Soy especialmente estúpido? ¿O es el estilo? Prudentemente me pronuncio por lo último". Jung a Ferenczi, 25 de diciembre de 1909. Brieffe I, 33.. Citado por Gay Peter (1989). México: Paidós.

(13) Lacan, J. (1964/1987). Los cuatro conceptos fundamentales del psicoanálisis. El Seminario (Libro XI). Buenos Aires: Paidós.

(14) El significante Ratten (rata) estaría en conexión con raten (cuotas), Spielratte (deudas de juego) y heiraten (casarse), haciendo un nudo que se ofrece a la interpretación.

(15) Lacan, J. (1961). La metáfora del sujeto. Escritos 2 (14ª ed.). México: Siglo XXI. Lacan, por cierto, irá un poco más allá al afirmar: "¿A dónde quiero llegar sino a convenceros de que lo inconsciente trae a nuestro examen es la ley por la cual la enunciación nunca se reducirá al enunciado de ningún discurso?".

(16) Según la definición de Laplanche y Pontalis (Laplanche y Pontalis, 1974, Diccionario de psicoanálisis. Madrid: Labor): "Término propuesto por Freud para designar una elaboración más extensa y más distante del material de la interpretación, y destinada esencialmente a reconstituir en sus aspectos tanto reales como fantaseados una parte de la historia infantil del sujeto". Pero, ¿en realidad no estaríamos aquí, en strictu sensu,, ante la introducción de una metáfora?

(17) Por supuesto, estoy muy conciente de que Hamlet, tal como lo ha señalado Lacan en su Seminario de 1958-1959, no es un caso clínico puesto que es un personaje literario. Pero, en tanto representante de la tragedia del deseo humano, su drama ofrece luces sobre la naturaleza de la pulsión, el fantasma y otros.

(18) Lacan, J. (1983). Hamlet oral. En J. Lacan : Seminario 1958-1959. Buenos Aires: Bóveda.

(19) Como hace notar Lacan y remarca Barrantes, pues el nombre de Ofelia es nada menos que un deslizamiento metonímico de "O phallos". Ver Barrantes, G. (1996). Duelo del Padre. Inscribir el Psicoanálisis (Costa Rica), 4, julio-diciembre.

(20)¡Y vaya que si es compromiso trágico el pagar la deuda simbólica dejada por el Otro! Es un axioma inevitable el que nunca se sacrificará uno lo suficiente por el Otro que, como los antiguos dioses aztecas, exige siempre una cuota de sangre.

(21) La película Hamlet (1948), protagonizada por Lawrence Olivier, tiene el acierto de presentarnos la escena entre Hamlet y su madre en la alcoba de ésta como un febril acceso de pasión amorosa (besos en la boca de por medio) que excede con mucho el cariño mostrado hacia la tierna Ofelia (interpretada por Jean Simmons).

(22) Véase Barrantes, G., Op. cit.

(23) Como nos lo hace saber el pícaro sepulturero de la Escena I, Acto V. Por cierto que Hamlet dirigirá más sus pensamientos hacia Yoric, el bufón, que al hecho de que a las puertas del reino se encuentre precisamente el hijo del enemigo de su padre, quien muy bien podría (la trama no se vería forzada) ser impulsado a la venganza por el fantasma de su propio padre, lo cual plantea varias interrogantes: ¿el triunfo del padre de Hamlet sobre el viejo Fortimbrás ha sido justo y legítimo? Si así fuese, ¿no sería lo lógico que Hamlet, in extremis, no diese su voto por Fortinmbrás hijo y que se inclinase por cualquiera otro en el reino? A menos que ese voto sea un intento de reestablecer un orden simbólico violentado tiempo atrás de la tragedia escenificada, lo que no plantaría tan bien al padre de Hamlet.

(24) Podrían aplicársele la palabras de Hamlet a punto de apuñalar a Claudio en el Acto III, Escena XXIII:

"Le mato ahora. Así se irá a la gloria..(...) Vuelve a tu vaina, espada, y coyuntura más espantosa aguarda".

(25) Por ejemplo, la complicada historia del préstamo de las 3.80 coronas y de quién debe recibirlas que Lanzer cuenta a Freud aparece sorprendentemente simple cuando se sabe que desde el principio el paciente estaba enterado de que el dinero debía entregarlo a la empleada de la estafeta postal.

(26) Lacan, J. Hamlet Oral, op. cit.

(27) Jones E. "El problema de Hamlet en relación con el complejo de Edipo". Publicado como apéndice en Lacan, J.: Hamlet Oral, op. cit.

(28) Ortega, J. (1995). Estructura y síntoma en la clínica psicoanalítica. Psicología y Salud, 6, julio-diciembre.

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