Acheronta  - Revista de Psicoanálisis y Cultura
Anatomía de la subversión
Mito, rito y significante en el Carnaval
Manuel Torres

 

"Mientras siga habiendo
ramas del saber
ajenas al experimento,
estará justificada la esperanza"
Elias Canetti

Es de justicia advertir que estas líneas no pertenecen a la esfera de la etnología, la sociología o sus derivados, mucho menos pretenden ser una exégesis con propósitos concluyentes sobre el tema que nos ocupa; si bien, cierto corolario antropológico, como ciencia del hombre en sentido lato, nos veremos obligados a tomar en préstamo, cuando nos proponemos abordar algo tan recurrido -y probablemente manido- como el Carnaval. Nuestra perspectiva no tiene entonces vocación alguna de someter este trabajo al tamiz empírico o contrastarlo con el trabajo de campo, pues creemos que no sólo hay móviles que escapan a la disciplina de la ciencia ilustrada, sino que también hay móviles refractarios al propio entramado experimental de la Ilustración.

Admitamos que todavía retumban en nuestros oídos, aunque débilmente, ciertos vestigios de un pasado mítico, transmutados en festejos de un discutido origen, de una incierta representación y de un más enmascarado significado. Pero ese sonido, casi mudo, sin embargo evoca y nos conecta a una ancestral fibra vital y vacilante ante lo cosmogónico que alguna vez estuvo entre nosotros. El Carnaval, como señala Caro Baroja en su obligado libro referencial, para el que guste adentrarse por estos terrenos, es un hijo -aunque sea pródigo- del Cristianismo, pues bien es cierto que sin la idea de la Cuaresma (Quinquagésima) no existiría como tal, aún habiendo absorbido por su cuenta y riesgo ciertas fiestas, muy anteriores, de raigambre pagana, cuyo origen alumbró probablemente ritos de iniciación en torno a la pubertad, como apertura a la plenitud sexual adulta; y a la muerte, como cesación absoluta de toda existencia; en definitiva, los dos indispensables ingredientes que rebosan la marmita de la dieta humana, las mayúsculas freudianas por excelencia, Eros y Tanatos.

La tesis más pertinente sobre el origen del nombre ya nos señala un sendero un tanto agreste, y es que el Carnaval, toda vez han naufragado los carrus novalis, provenientes del Isidis Navigium, de Apuleyo; los espíritus puros de la vegetación, de corte frazeriano; así como otras tentativas hoy a la baja, seguramente emana del ayuno y de la posterior entrada de la Cuaresma. Desde el siglo IX, los autores eclesiásticos creen reconocer, gracias a su huella etimológica, el nombre propio de la fiesta: carnestollendas (< tollere), carnevale (< carne levare, carne levagium), el adiós a la carne, al adiós marcado lógicamente por los abusos que preceden a la Cuaresma. Por estos lares euskaldunes (País Vasco), Ihaute, Igaute, Iñaute, Iote y otros nombres de idéntica raíz, a los que se añade el sufijo "eri", parecen definir una época de grandes bromas y chanzas; por el contrario, Aratuste (aragi-utzi) expresa una privación concreta, la de la carne.

Añadiremos también que bajo su intervallun mundi, el ciclo carnavalesco tiene una estructura propia, aunque no fija. El tiempo del Carnaval, como es sabido, se distinguía en primer término, porque se realizaban una serie de actos que, con frecuencia, tenían un aire de juegos de ritmo violento, con movimientos desacostumbrados a los que lo celebran y también a ciertos animales y objetos, imperando una violencia establecida, un desenfreno de hechos y de palabras que se ajustaban a formas específicas.

Es inevitable no mencionar el velado entreacto que sugiere el Carnaval dentro del gran teatro del mundo calderoniano; así, el rol normal y complaciente de las cosas tendrían un papel primordial ejecutado siempre por su reverso. La carnalidad englobaba entonces toda clase de placeres carnales que, como cabe esperar, rozaban peligrosamente el dique de contención que los aislaba de la buenas y arredradas costumbres. Pero ese aspecto puramente antropológico y folklórico del Carnaval, habrá sido tratado con toda seguridad en otros foros más propios al caso con mucha más profundidad que estas notas profanas. Ahora bien, si hay un par de vocablos que califiquen y sinteticen de manera más fiel a esta extraña parodia tragicómica, creemos que son los de transgresión subversiva. Ese sería nuestro particular punto de partida.

En esta multiplicidad de ritos representados, se ha llegado a un exceso inusitado por querer desvelar su ancestral significado, hasta caer muchas veces en el disparate más silvestre, incluyendo el de algunas renombradas firmas; así que, nos cuidaremos aquí de no escudriñar en el pozo artúrico que encierra el "supuesto" significado y detenernos por contra en sus Significantes; para ello, aproximémonos a su puntal más ignorado, aunque hoy día buena parte de la savia carnavalesca haya quedado diluida en la débil estela del festejo colorista, turístico-bullanguero, cuando no etílico-festivo.

Admitamos sin cortapisa -como sentencia Caro Baroja bajo cierta deuda nietzscheana- que el Carnaval ha muerto, y no para resucitar, como sugería su tradición cíclica en otro tiempo, sino que la turbina cultural heredada de la Razón terminó por triturarlo. Cuando la incertidumbre humana, generadora de angustia, indagaba entre las entrañas de la mitología su posible respuesta, el carnaval gozaba todavía de buena salud; pero cuando la Ilustración, amparada en su lógica jacobina, persiguió el objetivo de liberar a los hombres del miedo oscurantista y constituirlos en Señores, como señala sardónicamente la dialéctica de Horkheimer y Adorno, la tierra enteramente ilustrada resplandece bajo el signo de una triunfal calamidad.

Hagamos un breve recorrido ontológico-paisajístico por el mapa de la humanidad. El programa de la Ilustración pretendía disolver los mitos y derrocar la imaginación popular mediante la Ciencia. Pero, hasta la hendidura revolucionaria de 1789, el pensamiento mágico y sus ritos, con los que el hombre intentaba domesticar desde sus albores las furias de los dioses arcaicos; eran, en pocas palabras, los primeros pasos en el afán de procurarse un orden estable hasta lograr una cosmovisión original validante.

Al hablar del Mito en general, se hace referencia asimismo, a una peculiar cosmovisión del hombre. La cosmovisión mítica, aunque deviene de la anterior cosmovisión mágica, la pone definitivamente en crisis, como en cualquier transición de estadios. De modo que, cuando una sociedad pasa de lo mágico a lo mítico, adquiere siempre, aunque sea implícitamente, un nuevo modo de pensar, de sentir y de hacer, acordes con esa peculiar percepción del mundo.

El hombre dispondrá entonces de una nueva estructuración axiológica. Así como para el pensamiento mágico el mundo era un todo animado que podía ser domesticado; en el salto al pensamiento mítico el hombre -si bien sigue apuntando a lo sagrado- transformará ahora lo desconocido en conocido. Es la manera en que el hombre, de aquí en más, enfrentará lo arcano, lo amenazador y sus misterios a partir de ese cambio de visión en la razón mítica. Ya no le alcanza con domesticarla, necesita comprenderla.

La tercera torsión, continuadora directa de los anteriores estadios, mágico y mítico, precipita, diríamos a vuela pluma, el advenimiento de las primeras representaciones religiosas complejas, junto con el más importante inventario psíquico de una civilización, el sustantivo "Ideal" y a su correlato "Ilusión", ofreciendo un nutrido elenco de credos, poli o monoteísta. Y para poder llevar su dogma a efecto, no dudará en derogar con vehemencia el anterior estadio mítico, sino que se anexionará su calendario lúdico -por no poder destituirlo-, introyectándolo en su santoral como propio. Ahora bien, la indefensión de los hombres no acaba ahí, y con ella perdura su necesidad de una protección paternal, y perduran los dioses, a los cuales se sigue atribuyendo una doble función: espantar los terrores de la naturaleza y conciliar al hombre contra la crueldad del destino, especialmente tal y como se manifiesta en la muerte.

Con la aurora de la nueva ideología roussoniana, el quimérico progreso de la gaya ciencia y el gran poder transformador de la Revolución Industrial, aparece la cuarta torsión sobre el horizonte de una fantasmagórica universalidad. La Ciencia, particularmente la que se nos avecina en estas actuales efemérides milenarias sobre nuestra encogida aldea global, enredada en enmarañadas webs digitales, teodiceicas clonaciones y en fulgurantes incursiones interplanetarias, se presenta como el nuevo prestidigitador del orden mundial y refrendador exclusivo del cogito cartesiano. Pero su espejismo totalizador crea de forma ineluctable la alienación del sujeto, empujándolo sin remisión a la frustrada exploración interior de su propio nombre. He aquí nuestra era, -señala Nietzsche-, volcada al exterminio del Mito. El hombre de hoy, despojado del Mito, se yergue famélico sobre su propio pasado y debe escarbar frenéticamente buscando sus raíces entre las más remotas antigüedades.

Pero volviendo a nuestro modesto reducto carnavalesco, nos podríamos preguntar, sobre todo en estos días de porvenir virtual, algo acerca de su propio núcleo, y tratar así de dilucidar para qué sirve (o ha servido) el denostado Mito. Recurriendo en este lance a Lacan, diremos que no hay ningún ejemplo de ocupación humana que pueda prescindir de un registro donde englobar toda actividad del sujeto y donde ubicar lo que podemos llamar sus funciones afectivas. Clasificamos a este conjunto de acciones o actividades bajo una ejecución no sólo ceremonial sino de culto, incluso las civilizaciones de tendencia marcadamente utilitaria y funcional ven desarrollarse estas actividades en los reductos más insólitos. Alguna explicación debe haber para que ésto ocurra.

Lo que llamamos un Mito, ya sea religioso o folklórico, se presenta como un relato, atemporal y estructurado en relación como los lugares que define. El carácter de ficción que el mito muestra, implica una singular relación con algo que siempre se encuentra detrás, se trata de la verdad. He aquí algo que no se puede separar del mito, pues la verdad tiene una estructura de ficción. Los mitos, tal como se presentan en su ficción, siempre apuntan, no al origen individual de los hombres, sino a su origen específico, la creación del hombre, la génesis de sus relaciones nutricias fundamentales, la invención de grandes recursos humanos, el fuego, la agricultura, la domesticación de animales.

Esta potencia sagrada, diversamente designada en los relatos míticos que explican cómo entran en relación con ella, podemos situarla como manifiestamente idéntica al poder de la significación y muy especialmente de su instrumento Significante. Se trata de la potencia que hace al hombre capaz de introducir en la naturaleza la conjunción de lo próximo y lo lejano, como el hombre y el universo, capaz de introducir en el orden natural, no sólo sus propias necesidades y los factores de transformación que de ellos dependen, sino más allá de esto, la noción de una identidad profunda, siempre inaprensible entre, por una parte su poder de manejar el significante o de ser manejado por él; el poder en definitiva de realizar la pura y simple introducción del instrumento significante en la cadena de las cosas naturales.

Pero el discurso científico, que es paradigma de la Modernidad y que va a constituir su eje central, ha acabado por obturar el aliviadero del Mito como función práctica. Absorbido por la scientia universallis, que diría Bacon, el sujeto clama por expresar su singularidad respecto al objeto (mítico) de deseo. Por consiguiente, el Carnaval y su pertrecho mitológico, volviendo al aforismo de Caro Baroja, ha muerto y bien muerto bajo la incontenible presión del homo aeconomicus. De él queda, en el mejor de los casos, un armazón estético-folklórico de representación confusa e ignota, un vestigio agónico, otrora con aspiración reparadora del alma humana.

Malinowski venía a sugerir que estudiándolo in vivo, el Mito no se alcanzará nunca una explicación que satisfaga el interés científico, sino la resurrección narrativa de una "necesidad primitiva", contada para satisfacer profundas necesidades religiosas y ansias morales. Despejar la clave de esas "necesidades primitivas", abogaría por la franca resolución de casi todo arcano terreno, incluyendo el que sobrevuela la desvencijada trastienda del Carnaval. Nuestra modesta aportación al respecto, tan solo pretende dejar hilvanada alguna sugerencia dentro del dilatado campo de lo factible.

Hagamos para ello una incursión a través de la Weltinneraum romántica, al interior del interior. El Carnaval se ha re-creado, se ha constituido o, al menos, se ha nutrido de la rienda suelta de una sustancia determinante e indeterminada -la primera acepción, por cuanto es esencia estructural del homúnculo humano, la segunda, Real -a falta de significantes- por su imprecisa nosología a la hora de domesticarlo dentro del reducto de los saberes-. A esa dinámica subversiva que transgredía de manera festiva, el orden establecido, Caro Baroja la denominó instintos dionisíacos; Freud la situaría seguramente más-allá-del-principio-del-placer; Lacan, en un alarde de concisión, la llamaría Goce.

La turbina del Carnaval es esencialmente callejera y plebeya a lo largo de todo el universo indoeuropeo, y su manifestación recrea la dicotomía entre pueblo llano vs. opulencia; la inversión de los oficios jerárquicos; la espita de la inicua e irreprimible sexualidad, puesta en solfa con la inversión de roles domésticos mediante disfraces femeninos; mascaradas de mitos zoomórficos en relación a necesidades vitales; la invasión de lo sagrado por lo profano; los desaforos escatológicos; el retorno a la infancia (cabe recordar nuestro infante Rey de la faba, o el Obispillo), etc.

Elocuente es la circular que Ruiz Cabal, obispo de Pamplona, fecha en 1892 y publica en el Boletín Oficial Eclesiástico del Obispado de la capital del viejo reino: "Sólo el espíritu del mal ha logrado, no sin supremos esfuerzos, su restablecimiento, inspirando… el libertinaje, el deseo ardiente de los placeres y de la participación en el festín de inmundas bacanales, donde se apura hasta las heces la copa de la Babilonia prostituida. El Carnaval, lo sabéis perfectamente, es el teatro a donde muchos corren desalados, para representar las escenas más groseras y repugnantes; es el horno en que se enciende el fuego de las pasiones más bajas e inmundas…"

El Carnaval es una fiesta que trasciende la mera superposición o adaptación de una sola creencia pagana. Es, haciéndonos de nuevo eco de Caro Baroja, la representación propia del Paganismo frente al Cristianismo, pensada, hecha y ejecutada en una época acaso más pagana que la nuestra, pero también más religiosa. El asociar el acto de enmascararse con la violencia, con bromas domésticas, aun borracheras, con actos cómicos y con actos trágicos, el deseo de cambiar de personalidad, y de pasar de la risa al llanto y viceversa, de nociones de vida, movimientos y lubricidad, a nociones de muerte y finitud, están por encima de toda limitación histórico-cultural, es algo consustancial a nuestra especie hallándose sus inequívocas huellas entre pueblos distintos y distantes; desde Adonis hasta Osiris, de Baco a Don Carnal, desde las Kalendae de Jano hasta las Saturnales romanas, desde Zamalzain hasta Mile Otxin.

Sintetizando lo escrito, poco importa por dónde empecemos pues, como dice Parménides, siempre volveremos al mismo sitio, ya que el recorrido es en sí circular. Inscribamos entonces al Carnaval en el ciclo de las estaciones, desde Navidad, desde el momento en que el mundo comienza a salir de la Gran Noche que es la del solsticio de invierno, donde un brío renovado anuncia el advenimiento de otra estación. Se inicia entonces un período de alborozos representado por danzas, colectas y disfraces, con júbilo violento, cuyos principales actores se reclutaban entre los jóvenes solteros.

El Carnaval, bajo una visión panorámica, abarca de esta forma un largo período preparatorio marcado por estos ritos, antes del paroxismo final que cierra el conjunto del ciclo: el Martes de Carnaval, Miércoles de Ceniza y, frecuentemente, el primer Domingo de Cuaresma. Lo esencial del rito consiste en invertir, de manera jocosa, todo el ceremonial habitual, situándose en un tiempo fuera del tiempo, una supresión de la monotonía cotidiana, por el retorno al caos primigenio.

Ese retorno al "caos primigenio", articulado confusamente por medio del discurso mítico al amparo del orden simbólico, precipita la transgresión bufa que vuelca el Carnaval. Pensamos que ese afán inusitado en imponer la Ley o subvertirla por su reverso, el secular pasaje a "el mundo al revés", aunque hablemos de una representación elaborada y sustanciada en el rito, es un afán generalizado de toda una especie inmersa en las redes del lenguaje; luego, las inclinaciones humanas por semejantes manifestaciones, creemos que habría que buscarlas -o compartir su búsqueda- con otras latitudes disciplinarias además de las tópicas al uso.

Es obvio que el "plan de la Creación" no incluye el propósito de que el hombre sea "feliz" –dirá Freud-. Lo que en sentido estricto llamamos felicidad, surge de la satisfacción, casi siempre instintiva, de necesidades acumuladas que han alcanzado una elevada tensión, ya que toda persistencia de una situación anhelada sólo procuraría un tibio bienestar, pues nuestra disposición no nos permite gozar intensamente sino del contraste.

La libertad individual no es un bien cultural, pues era una máxima antes de toda cultura, aunque entonces careciera de valor porque el individuo apenas era capaz de diferenciarla. El desarrollo cultural impone restricciones, y la justicia exige que nadie escape a ella. Cuando en una comunidad humana se agita el ímpetu libertario puede tratarse de una rebelión contra alguna injusticia; pero también puede surgir del resto de la personalidad primitiva que aún no ha sido dominada por la cultura.

La manifestación popular que nos viene ocupando en estas líneas, trasmitida oralmente, o por el frágil conducto heredado de una representación calendar, al margen de las innumerables lecturas etnológica, folklórica o hermeneútica que se puedan hacer, arrastra ante todo una señal de difícil asidero, un signo elemental de la humanidad alojado en la personalidad primitiva, como señalaba Freud, o, en aquellas necesidades primitivas a las que aludía anteriormente Malinowski.

Desde el plano psicoanalítico, el Mito y el orden simbólico tienen una unidad constitutiva, el Significante. Este elemento significante sólo adquiere valor en virtud de su relación con los otros elementos significantes de un sistema simbólico. El Significante, en sí, no significa nada, es mudo. La eficacia constitutiva del lenguaje, mediante el Significante dentro de la cadena significante, liga el cosmos -como totalidad de las cosas- dando al Sujeto su propia posición, lo localiza más allá de su condición de ser, lo que habla y muestra que algo habla a través de él. El código permite la comunicación, y la experiencia común de los sujetos queda unificada a través del código lingüístico, pero a eso subyace el sentido de que más allá de lo que el Sujeto quiere decir, hay algo que se comunica al margen de su propia liberación en el contexto asociativo, lo que Freud llamara asociación libre.

Decíamos antes que, desde una toma de postura lacaniana, el mito es un relato (aquí escenificado) que implica una singular relación con algo inmutable detrás de su ejecución, pero enunciado mediante un discurso significante que no sabe lo que dice y no dice lo que sabe, pues forma parte de esa muda realidad lacaniana. Ese algo inmutable hace alusión a la propia inercia del ser humano por subvertir el orden establecido en la búsqueda del objeto que colme su deseo. El Sujeto desea la Cosa freudiana bajo un discurso incoherente que le invista con el manto de los dioses, el privilegio de lo Absoluto, pero cuidándose de no colmarla.

El deseo del mundo debe conducir necesariamente a la lógica de la insaciabilidad. A la búsqueda de la plenitud le sigue la desdicha de la insatisfacción, es un juego de simulacros y mascaradas, como dijera Bataille; una insatisfacción que, sin embargo, exige de nuevo su ansia de plenitud. Los distintos caminos del hombre entrañan siempre la misma encrucijada. Ese ansia de plenitud, el goce absoluto, hay que buscarlo en el reverso de la humanidad, pues de su faz cívica (ciencia, política, religión, sociedad) tendente a la uniformidad del mundo, no cabe esperar más que la aniquilación del sujeto.

La Revolución, las revoluciones políticas, culturales, religiosas, científicas, paradigmas de los grandes logros de la Civilización -los cuales no devaluamos lo más mínimo como valor de mejora social- suscita un significado preciso de movimiento concéntrico de rotación que vuelve una y otra vez al mismo lugar, el retorno del Amo, pues ningún logro de los que disfrutamos a desterrado la alienación del sujeto. El reverso de la Revolución tiene necesariamente que ubicarse en la subversión, porque ésta constituye un des-centramiento que mina los fundamentos identificatorios que el Amo profiere; por eso, como señala Lacan, la Historia nunca ha destituido al Amo.

En toda esta serie de mitos y ritos que venimos nombrando, transmitidos con cierta precariedad pero que rebosan el ámbito histórico, hay un rasgo primigenio, invariable y permanente que arrastra con vehemencia su arenga confusa, desde lo cómico hasta lo trágico, desde su muerte hasta su resurrección, desde lo agradable hasta lo repelente, desde lo místico hasta lo más procaz, desde lo próximo y querido hasta lo extranjero y odiado; siempre tomado por su reverso. En cualquier caso y como quiera que se represente, el Carnaval abre una fisura, festiva, jocosa, cíclica y eternamente precaria, por donde escapar del contundente armazón que mantiene los intereses dominantes de toda estructura social. Decía Buñuel, refiriéndose a la risa subversiva, que un día sin reír era un día perdido, la única manera de sobrevivir al poder era reír.

Pensamos que esos rasgos invariables, a veces de turbado discurso, han corrido parejos el mismo circuito de la Historia, exigiendo las grandes metáforas del Sujeto, una emergencia al margen de la "necesidad". La subversión del sujeto, dentro de estos vestigios humanos enquistados en la tradición popular, ha dado muestra de un incontenible afán primigenio de nuestra especie por alcanzar lo que le ha sido por estructura arrebatado, ni más ni menos que lo que aquel cabal y decimonónico obispo de Pamplona juraba y perjuraba en proscribir… el horno en el que se enciende el fuego de las pasiones más bajas e inmundas.

Bibliografía:

Caro Baroja, J. El Carnaval. Taurus, Madrid, 1985

Freud, S. El malestar en la cultura. Biblioteca Nueva, Madrid, 1988

Freud, S. Más allá del principio del placer. Biblioteca Nueva, Madrid, 1988

Gaignebet, C. El Carnaval. Alta Fulla, Barcelona, 1984

Horkheimer, M. y Adorno, T.W. Dialéctica de la Ilustración. Circulo de Lectores, 1999

Jimeno Jurío, J.M. Calendario festivo de Invierno. Panorama nº 10, Pamplona, 1988

Lacan, J. Seminario IV "La relación de objeto". Paidos, Barcelona, 1994

Lacan, J. Seminario XVII "El reverso del Psicoanálisis" . Paidos, Barcelona, 1992

Nietzsche, F. El origen de la tragedia. Alianza Editorial, Madrid, 1975

Torres, M. Tras el velo de la letra. (Tesis doctoral) inédita, U.P.V., 1999

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Revista de Psicoanálisis y Cultura
Número 11 - Julio 2000
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