Acheronta  - Revista de Psicoanálisis y Cultura
Lucha intercultura y ambivalencia en la "Fiesta de la Sangre"
Carlos Vidales

La Fiesta de Sangre (Yawar Fiesta en quechua poshispánico) es una vieja tradición cultural que se celebra, desde los tiempos coloniales, en muchas comarcas de la sierra central peruana. Aunque en el curso del presente siglo ha sufrido un proceso de decadencia, desapareciendo de numerosos pueblos y lugares, todavía se la conoce y su rito se cumple en diversas regiones donde las comunidades indígenas constituyen un elemento protagónico de la vida social, por su peso demográfico y por su presencia económica. Porque la Fiesta de Sangre es, ante todo, una tradición de los indios comuneros. No la practican los indígenas de hacienda, como tampoco lo hicieron en el pasado los indígenas reducidos en "pueblos de indios" durante el período colonial. La Fiesta de Sangre es un rito propio de las comunidades o ayllus.

La clásica variante de esta fiesta, que ha desaparecido prácticamente desde la década de 1960, consiste esencialmente en una corrida de toros en la cual participan tres protagonistas:

1. Un cóndor salvaje, capturado especialmente para la ocasión. Su captura constituye un rito de especial significación, en el cual participan las comunidades que habrán de competir en la Fiesta. En los altos riscos de la cordillera los peligros se acrecientan porque es una condición ineludible que el cóndor no sea herido ni lesionado, ya que se trata del más venerado de los animales que constituyen la sagrada trinidad incaica (Cóndor, Puma, Serpiente).

2. Un toro salvaje, que es casi siempre obsequio uno de los hacendados de la región, y al que se ha dejado crecer en libertad en las altas montañas. Era costumbre, hasta la década de los años cincuenta, que siempre hubiera toros jóvenes creciendo en libertad en las praderas de las alturas, a la espera de su turno para participar en la Fiesta. La captura de este animal suele ser muy sangrienta y no es raro que cueste la vida a uno o varios de los indios comuneros que participan en ella. Esta parte del ritual está muy exactamente descrita en la primera novela de José María Arguedas, Yawar Fiesta, y aquí solamente hay que subrayar que las comunidades compiten y rivalizan en demostraciones de valor temerario.

3. Los maktas u hombres jóvenes de las comunidades comarcanas, que participarán en la corrida sangrienta como protagonistas de una competencia que no ofrece premios materiales.

El cóndor es atado, mediante argollas especiales, al lomo o morro del toro, de manera que pueda arrancarle pedazos de carne con las garras y con el pico. Erguida y encadenada a su víctima, que se revuelve de un lado a otro, la enorme ave sagrada de los incas se ve obligada a mantener el equilibrio con ayuda de las alas, ofreciendo un espectáculo de majestuosa tragedia que es imposible de olvidar para quien lo haya presenciado.

La terrible tortura acrecienta la furia del toro y lo convierte en una demoledora fuerza telúrica. Es entonces cuando los jóvenes comuneros, uno por uno, van saliendo a la arena, sin trapo ni capote. Llevan solamente un pequeño taco de dinamita, con la mecha encendida, en la mano. Cada uno de estos toreros singulares, desnudo de la cintura para arriba y luciendo en la cabeza los colores de la comunidad a que pertenece, debe esperar la embestida del toro, calcular con exactitud el momento de hacer el quite con el cuerpo y dejar caer el taco con la mecha encendida para que explote lo más cerca posible de las patas de la bestia sin dañar de ninguna manera al cóndor. Un leve error de cálculo puede significar, sea la amputación de la mano por explosión de la dinamita, sea la pérdida de la vida en los cuernos del toro, sea una lesión del cóndor. Esto último constituiría una tragedia moral peor que la muerte, y este recurso de poner en riesgo a la divinidad misma da a la Fiesta una tensión dramática extraordinaria.

Fácil es de imaginar la tremenda presión sicológica en que actúan estos malabaristas de la muerte, cuyo único premio será el orgullo de haber demostrado el valor de su comunidad a los ojos de todo el pueblo, pero muy especialmente a los ojos de los hacendados, que suelen presenciar esta Fiesta desde un palco especialmente construido para ellos.

La corrida puede prolongarse una, dos o tres horas. Muerto el toro, sus despedazados despojos son enterrados con honores y manifestaciones de respeto, y el cóndor es puesto en libertad después de ser paseado en triunfo por el pueblo y de recibir las muestras de veneración de las comunidades.

La otra variante de Yawar Fiesta, en la que no se utiliza el cóndor, ha sido descrita por José María Arguedas en su ya mencionada novela. Arguedas eligió esta forma de la tradición, no solamente porque era la habitual en la región de Puquio —donde él la presenció— sino también porque quería poner el acento en la confrontación entre la comunidad indígena y la hacienda, entre la cultura del indio comunero y la del patrón o hacendado blanco, entre lo quechua y lo hispánico.

Para Arguedas, con quien conversé largamente sobre la Fiesta de Sangre, así como para los ancianos de las comunidades que pude entrevistar en 1969 y 1970, el toro simboliza y representa no solamente a España como poder colonial (pues como he dicho la Fiesta tiene su origen en la época de la dominación española), sino principalmente a la forma concreta y cotidiana del poder hispánico, que ha perdurado hasta bien entrado el siglo XX: el patrón de la hacienda, el misti poderoso y arrogante que con frecuencia decide sobre la vida y la muerte de los pobres indios sin tierra, los wakchas, los peones y siervos de hacienda. Las comunidades, empujadas por el despojo brutal y los escarmientos (masacres organizadas por los hacendados) hacia las altas cumbres donde no hay más que frío y soledad, siguen siendo sin embargo una esperanza de redención frente a la brutal arbitrariedad de los mistis. Porque las comunidades poseen tierra y ello tiene una doble significación: poseen la base económica de su reproducción y supervivencia y poseen también el contacto vivo con la Madre Suprema, la Pacha Mama, fuente de todo consuelo y de toda alegría para los hombres del mundo quechua. Por eso las comunidades toman a su cargo la Fiesta de Sangre, el arreglo de cuentas con lo hispánico.

No deja de haber cierta bondad profunda —o acaso cierta oculta ironía— en las expresiones de respeto y admiración que recibe el toro muerto. Aquí las apariencias pueden confundir, porque es antigua tradición cristiana honrar y enaltecer al enemigo vencido. El pueblo de los incas también realizaba ceremonias de homenaje al adversario derrotado, aunque los mecanismos sicológicos puestos en acción en esos rituales seguían caminos diferentes y obedecían a valoraciones distintas de las que gobernaban la conducta de los caballeros feudales europeos. El honor feudal es individual, el del ayllu incaico es colectivo. El culto de los muertos en la imaginería caballeresca tiene sus fundamentos en la religión cristiana que somete los actos humanos al Juicio de Dios; el culto de los muertos en el mundo incaico se basa en el animismo universal, en la coexistencia diaria de los vivos con los que viven más allá de la vida. Bastan estos dos datos para comprender que las manifestaciones de los comuneros en honor del toro muerto poco tienen en común, a pesar de las apariencias, con el rito caballeresco cristiano de homenaje al enemigo.

Según Arguedas, la Fiesta de Sangre es una de las más claras manifestaciones de la lucha intercultural entablada desde los primeros días de la Conquista, lucha en la cual la cultura quechua ha usado todas las formas de simulación y todos los recursos de mimetismo para defender su identidad frente a la cultura conquistadora. Dos dramas diferentes se representan allí, en un mismo acto: para los ojos del hacendado, lo que allí ocurre es una puesta en escena de la corrida hispánica, con los accesorios teatrales que le permiten reafirmar su poder de vida y muerte sobre el indio; el toro es, en cierto modo, una prolongación suya, una encarnación de su fuerza y de su poder, pero sobre todo lo es el conjunto del rito, la fiesta entera, ante la cual tiene la misma actitud sicológica de amo todopoderoso que se puede suponer a los nobles romanos ante el circo, o a los hacendados ganaderos de la costa norte colombiana ante el espectáculo bárbaro de las Corralejas. Para los ojos del indio la corrida es, en cambio, la representación del enfrentamiento entre las comunidades, base organizativa del antiguo imperio de los incas, por un lado, y la hacienda, fundamento del poder de los blancos, por el otro.

Y esta dualidad se produce en cada detalle de la corrida. Así por ejemplo, la sangre del toro vertida sobre la tierra tiene para el hacendado la clásica fascinación del drama de la muerte, pues eso y no otra cosa significa la sangre derramada en la cultura occidental cristiana. Para el hombre quechua hay, en cambio, un doble motivo de alegría: la Pacha Mama está bebiendo el más precioso líquido, la esencia de la fertilidad y de la vida, y lo está haciendo gracias al sacrificio de un enemigo fuerte, valiente y poderoso. La Pacha Mama está adquiriendo así las cualidades admirables del toro, está asimilando la fuerza de los blancos, de los dominadores.

La Fiesta de Sangre es, pues, un juego en que los contendientes están de acuerdo sobre las formas y reglas, pero se reservan el derecho de pensar y sentir lo que se les dé la gana acerca de lo que están haciendo. Y, acaso sin saberlo, cada contendiente concede al otro el derecho de construir en su mente las representaciones y significaciones que más le gusten acerca de las incidencias del juego. José Arcadio Buendía, que nunca pudo jugar al ajedrez porque no comprendía cómo dos rivales podían entablar una lucha frontal estando al mismo tiempo de acuerdo en los principios, habría sin duda gozado con esta Fiesta de Sangre en que los contendientes están de acuerdo en todo, menos en los principios.

 

Ambivalencia cultural y sicológica

Ahora bien: en cada uno de estos puntos de contacto —o de choque— entre dos culturas, los fenómenos de ambivalencia cultural que se originan dan lugar al desarrollo de fenómenos de ambivalencia sicológica. Atracción y repulsión, amor y odio se confunden en unidades de contrarios imposibles de desatar. En tanto la cultura quechua adopta formas de manifestación hispánicas como recurso de simulación, no puede evitar la transculturación, la hispanización de sus valores y sentimientos. El indio de comunidad no puede evitar amar lo que rechaza, la corrida de toros, la fiesta española y aun el toro mismo, del mismo modo que el hacendado no puede evitar admirar lo que desprecia, la "indiada" que vierte "bárbaramente" su propia sangre en un sacrificio de circo. En el acto del mimetismo la cultura mimetizada es, en algún grado, la cultura que simula ser. Al poner en funcionamiento sus valores y sus identificaciones ancestrales con accesorios teatrales tomados de otra cultura, el hombre quechua debe también adoptar, asimilar, integrar a su psiquis los valores e identificaciones que dan funcionalidad a tales accesorios teatrales. El toro, poderoso y viril; la danza de la muerte; la fascinación de la tragedia inminente; los gritos y jadeos de la muchedumbre, el color y la música, todo eso supone una forma de sentir y querer, de amar y de odiar, de percibir la significación de las cosas de un modo que ya no es quechua sino —al menos en parte— hispánico.

Que yo sepa, no se ha hecho hasta ahora un estudio sistemático de las ambivalencias sicológicas producidas por el choque intercultural. La cuestión tiene importancia, porque con cierta frecuencia se juzga la conducta social de individuos y grupos a la luz de ciertas leyes o principios "universales e intemporales" de la sicología, sin tener en cuenta que los fenómenos del ámbito síquico tienen en cada caso su propia historia cultural y que por esto mismo cada cultura tiene también su propia psiquis, sus propios modos de existencia síquica.

Tomemos el solo ejemplo de las imágenes de representación paternal y maternal. La cultura hispánica en tiempos de la conquista se caracterizaba en este punto por una muy poderosa, fuerte y centralizada imagen del Padre: el Padre-Dios, el Padre-Rey, afianzada y reforzada por todas las manifestaciones de la vida social (familia rígidamente patriarcal, autoridad severa y omnímoda del Soberano, etc.). La imagen maternal, mucho más idealizada y abstracta (la Virgen María, la Madre de Cristo) solía presentarse a veces en forma más concreta y terrible (la Santa Madre Iglesia, la Santa Inquisición), pero siempre por intermediación de figuras paternas: el Santo Padre, el Padre Párroco, el Padre Doctrinero, etc.

La cultura quechua, por el contrario, elevaba al más alto rango de fuerza y poder a la Madre: la Pacha Mama. La mujer tenía en la familia incaica derechos y prerrogativas muy fuertes. En la estructura familiar, el padre no significaba mucho más que la madre y su autoridad se restringía a ciertos aspectos de la guerra y del trabajo. Una pirámide de "padres" sucesivos, bastante autónomos en sus determinaciones, constituía el edificio estatal que culminaba con el Inca, "padre" supremo cuyos poderes estaban limitados por leyes y tradiciones que protegían los derechos de las comunidades. En fuerte contraste con el estado español, cuyos burócratas estaban absolutamente sometidos al Rey, única figura laica efectivamente paternal, el imperio incaico presentaba una multitud de jerarquías paternales. En resumen, si lo característico de la cultura hispánica era la centralización de la imagen paterna y la diversificación de la materna, lo característico del mundo quechua era la centralización de la imagen materna y la diversificación de la paterna.

En el curso del choque intercultural, las nuevas imágenes paternas de la comarca (el taita o "padrecito" Cura, el "padrecito" hacendado, el "padrecito" alcalde) asumen un poder y una fuerza que reúne, al mismo tiempo, su autoridad de conquistadores y el temor que inspiran como seres arbitrarios y casi siempre crueles, y la autoridad implícitamente aceptada y reconocida de que gozaban los curacas del incanato. Ello diversifica y fragmenta la imagen paternal hispánica. Pero simultáneamente la Pacha Mama, la Madre Tierra, se mimetiza bajo el culto fervoroso a la Virgen María —hecho que ha sido documentado por José María Arguedas y otros autores— y en el interior de las comunidades se desarrolla el proceso de construcción de mitos y leyendas, tradiciones y hábitos que reflejan el esfuerzo colectivo, consciente e inconsciente, por preservar la identidad cultural. En tanto la estructura de la comunidad continúe siendo lo que hasta ahora ha sido, una gran familia de familias que comparten las tierras y el trabajo, en la cual las mujeres participan de obligaciones y derechos y encarnan en la vida cotidiana la imagen de la suprema y venerada Pacha Mama, aquellos mecanismos sicológicos propios de esta cultura continuarán siendo funcionales y todo estudio sicológico de las conductas individuales y colectivas de estas gentes deberá tener en cuenta estas particularidades de su cultura.

La Fiesta de Sangre ejemplifica estos fenómenos de ambivalencia. El hombre de las comunidades quiere destruir a la hacienda, al toro, al hacendado; pero también quiere ser como ellos, adueñarse de su fuerza, asimilar sus potencias; también se identifica con ellos. Pero al identificarse intenta seguir las pautas de identificación que proceden principalmente de sus formas culturales ancestrales, no las pautas de identificación de la cultura dominadora. De ahí resulta que en ese juego de "la muerte del otro" que es Yawar Fiesta, el hacendado y las comunidades están viviendo en mundos de representación completamente distintos en el momento de participar en el mismo ritual. Y simultáneamente, la escenografía y los accesorios dramáticos del ritual que comparten los obliga a compartir pautas de identificación y a elaborar símbolos, signos, significaciones comunes, que permitan la con-vivencia emocional del drama.

En el fragor de la lucha intercultural se aprende, sin querer, a sentir lo mismo que el otro, a co-actuar en una zona de existencia compartida que no es "tierra de nadie" sino más bien "tierra de todos". Es en esta frontera difusa, ambivalente, en continuo proceso de creación, donde se forjan los ricos y cambiantes sistemas de señales que constituyen el fundamento sicológico del mestizaje.

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Revista de Psicoanálisis y Cultura
Número 6 - Diciembre 1997
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