Acheronta  - Revista de Psicoanálisis y Cultura
La locura o los nombres de Dios
Esteban Espejo

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El Génesis

El Génesis no relata más que la creación –de la nada, en efecto– ¿de qué?: nada más que de significantes. (1)

“En un comienzo fue el Verbo”… ¿y en qué momento recibimos su diseminación, cuando Uno y Todo estallaron en la multiplicidad? En el mito de Babel Dios abolió el único lenguaje capaz de arañar la gloria y desparramó las lenguas sembrando el desconcierto. Aunque en la cronología cristiana este mito haya acontecido luego de la creación del mundo, el relato no pierde su potencia; pensar el tiempo genealógicamente implica buscar principios no cronológicos, y en este sentido, el Verbo acontece una vez que la multiplicidad del lenguaje humano puede significarlo como tal. En términos lacanianos, ¿podríamos formular un S1 sin suponer un S2, significando ese inicio de la letra? Esta formulación sería un ultraje para gran parte de la tradición cristiana que considera dos ámbitos ontológica y cognoscitivamente distintos: el trascendente (Unidad, infinito, eterno, supremo bien) y el inmanente, sujeto a los caprichos de la diversidad, el cambio y la finitud.

Todo mito del Uno se encuentra con una ramificación inexorable, por eso no podemos suponer un solo registro de Dios –y esto concediendo que haya Dios y no dioses. ¿Es posible pensar Un-padre sin hacer intervenir el delirio o el retorno de lo real (2)? Al final de su enseñanza, Lacan se sigue sorprendiendo: “Y eso es lo extraño, lo fascinante, cabe decirlo: esta exigencia de lo Uno, como ya ha podido hacérnoslo prever extrañamente el Parménides, sale del Otro. Allí donde está el ser, es exigencia de infinitud.” (3) Si hay Otro, no puede haber Uno, porque la alteridad fundamental siempre exige Otra palabra, Otro deseo, Otro goce (4) . Por eso la tentativa de Parménides fracasó para la filosofía griega –desde Heráclito con el Logos de lo múltiple, los sofistas con los ardides de la palabra, hasta Platón con el presupuesto de diversas ideas y, por otra parte, de indeterminados objetos del mundo sensible–, nadie podía admitir la posibilidad de que el ser y la existencia pudieran confundirse con el Uno: por más sombras que fueran, las cosas y las criaturas del mundo lo niegan una y otra vez. Lo que vale para la pregunta del sentido del ser, también vale para el ser sexual: la imposibilidad de establecer “el Uno de la relación proporción sexual.” (5)

Así como Lacan desarrolló diversas versiones del padre, vamos a ensayar diferentes versiones divinas que van sucediéndose en el relato de un paciente. No pretendemos trabajar la génesis y orientación del tratamiento, sino recortar algunos momentos en que el paciente (Lucas) expresa distintos registros de Dios. Y todo discurso, como insistió Foucault y luego desarrollaremos a partir del paciente, implica una práctica, que al mismo tiempo puede trastocar ese discurso y transformarlo en otro, y a veces, quizás, empujarlo a ese extremo en que toda palabra queda abolida. Tal vez haya un discurso de Dios hecho de silencio, o la terrible premonición de su muerte, pero será discurso.
Como las diferentes subjetividades de nuestra historia occidental, el paciente atraviesa diferentes pasajes de la historia del cristianismo, desde San Agustín, pasando por los fundamentos escolásticos, luego por el extravío en el magma divino y finalmente a la pregunta por la muerte de Dios. Ni siquiera los ateos mantenemos la misma relación con Dios durante nuestra vida, más aún los “creyentes”: tener diferentes versiones de Dios implica la posibilidad de cambiar de posición respecto de Él, así como para la lectura de los cuatro discursos que plantea Lacan es imprescindible suponer los posibles “cuartos de vuelta” para rotar de discurso. De otro modo, condenamos a cada subjetividad y a cada época a ser siempre la misma. Y la historia nos demuestra lo contrario: el hambre de subversión que puede transformar los discursos y prácticas vigentes en un horizonte no determinado por ninguna dialéctica. ¿No fue ésta la furiosa apuesta de Nietzsche: un devenir no predeterminado por ninguna sustancia y ningún idealismo?

Ensayar versiones equivale a constituir sentidos que no siempre se corresponden con la presunta objetividad de los textos comúnmente admitida; esta aclaración es fútil, pero la hacemos para recordar hasta qué punto los casos clínicos constituyen también un relato, una ficción. Esperemos que esta ficción sea “útil” (como lo exigía Nietzsche), que estén al servicio de la vida y no al problema de nuestra modernidad tardía: el nihilismo.

Los evangelios según Lucas

Demencia:/ el camino más alto y más desierto./ (…) ¿A quién llamar?/ ¿A quién llamar desde el camino/ tan alto y tan desierto? (6)

Jacobo Fijman

El término “evangelio”, además de designar la “Historia de la vida, doctrina y milagros de Jesucristo”, admite otra acepción: “Verdad indiscutible” (7). Desde la perspectiva de nuestra modernidad tardía, no parece haber verdades que tengan la categoría de “indiscutibles”, por más cánones religiosos en las que se justifiquen. Esto no implica que debamos renunciar a la verdad, de hecho, en todo discurso hay una verdad en juego, por la que se apuesta muchas veces la vida. La potencia de los 4 evangelios admitidos por la Iglesia Católica no perdió del todo su eficacia, sin embargo, en el último siglo –más que en otras épocas– se previeron otro puñado de relatos sobre Jesucristo que son considerados apócrifos y que también conllevan una verdad para apostar. La Otra historia también habla, de hecho, son los restos que hablan para configurar una realidad, así como a veces son las excepciones las que fundan la ley. Al igual que Bataille en La parte maldita formula una genealogía de la economía basada en el gasto y no en la producción, Lacan rescata la función del resto: “El resto siempre es, en el destino humano, fecundo”(8).

Si hay versiones del Padre es por la multiplicidad de los registros que plantea Lacan; si hay versiones de Cristo, y por ende, de Dios, es por la misma multiplicidad: los Evangelios “son textos que sólo se pueden apurar a la luz de las categorías [de] (…) lo simbólico, lo imaginario y lo real” (9) . En este sentido, si los Evangelios son el “mejor modo de poner en juego la dimensión de la verdad” (10), podríamos concluir que ésta tiene una relación con los 3 registros. Y si el lugar de la verdad está próximo al saber, podemos captar hasta qué punto el saber además de tener ese soporte simbólico (S2) con sus efectos de significación imaginarios, tiene relación con el goce (11). Es necesario insistir una y otra vez que cada versión de Dios conlleva determinado goce para el sujeto, a lo que volveremos en las diversas relaciones con Dios a las que alude el paciente.

Cada evangelio –en tanto distintas versiones de lo sagrado– tiene una relación con la creencia, a menos que el goce implicado en él no deje ninguna abertura para la formulación de un discurso. En el Seminario 3 Lacan sostuvo que a los psicóticos la respuesta les llega antes que la pregunta (12), aludiendo al retorno de lo real y a la forclusión del Nombre del Padre como mecanismos constitutivos de dicha estructura. En toda creencia está implícito algún atisbo de pregunta, por más embarrada que esté para que el sujeto pueda pensar desde una falta. En este sentido, nos encontramos con el gran problema clínico para trabajar y pensar la psicosis: ¿hasta qué punto las afirmaciones taxativas de Lacan a la altura del Seminario 3 nos sirven para considerar un tratamiento con la psicosis? ¿No es necesario reflexionar una y otra vez en cada caso acerca de los límites del estructuralismo que según la lectura que los analistas hagamos, podemos caer en un determinismo de la subjetividad o unos límites necesarios para considerar la orientación del tratamiento? Este problema clínico con que nos encontramos para pensar el tratamiento de Lucas es un problema análogo que tratamos de ensayar acerca de las distintas versiones de lo sagrado.

Podríamos determinar el caso de Lucas como paradigmático de una estructura esquizofrénica con signos paranoides: hay certeza, alucinaciones de diversos tipos, referencias sobre un goce no regulado por la significación fálica, pasajes al acto de auto y hétero agresión, delirios fragmentarios, articulación del habla que prescinde de “una carretera principal” que articule significantes y significados, pausas imprevistas del discurso, y todo un arsenal semiótico de la psiquiatría clásica. Si seguimos cierto estructuralismo podríamos concluir que el goce del paciente siempre será absoluto y que el Otro siempre tendrá una presencia real y no el lugar de mediación entre él y sus semejantes y los objetos del mundo. Pero a veces Lucas expresa otra cosa, con todas las dificultades que tiene cuando las construcciones imaginarias ya no le sirven para resistir esa irrupción de un goce mortífero, desanudado de una articulación simbólica.
La certeza parece ser la contracara de la creencia. ¿Hay creencia en la psicosis? O más bien, ¿Lucas puede ser un creyente, suponiendo que todo creyente está de algún modo castrado, porque hubo alguna pregunta sobre lo sagrado a la que no puede responderse sin tambalear –el gesto de Kierkegaard en este sentido es admirable– y que sigue sosteniendo la pregunta en esa creencia?
Nietzsche denunció a los filósofos en su enunciación insospechada: el problema no era que “creyeran” en sus sistemas y metafísicas, sino que no lo confesaran. En cada “verdad indiscutible” (definición de “evangelio”) Nietzsche encontraba el “impulso a la verdad”, una creencia; de este modo, la verdad se reduce a

Una hueste en movimiento de metáforas, metonimias, antropomorfismos, en resumidas cuentas, una suma de relaciones humanas que han sido realzadas, extrapoladas y adornadas poética y retóricamente y que, después de un prolongado uso, un pueblo considera firmes, canónicas y vinculantes; las verdades son ilusiones de las que se ha olvidado que lo son; metáforas que se han vuelto gastadas y sin fuerza sensible, monedas que han perdido su troquelado y no son ahora ya consideradas como monedas, sino como metal. (13)

¿Pero no habría verdades vitales cuya fuerza sensible mantienen su valor simbólico? Años más tarde, Nietzsche busca en esta dirección para no quedar como su maestro Schopenhauer en una zona de nihilismo y pesimismo. Por eso no todas las creencias son lo mismo, porque la verdad en juego cambia de acuerdo a la ligazón con las fuerzas vitales y la voluntad afirmativa y creadora.
Jean Pouillon, en su texto “¿Ustedes creen?”, nos alerta en esta dirección: no se trata de denunciar en la creencia ese impulso a la verdad y a cierta certeza en relación con el saber, sino a poder mantener la creencia en suspenso y sostenerla en la duda: “Enunciar una creencia es, pues, saber que la propia creencia no puede ser la única en su especie. No se trata de una simple cuestión de hecho, sino de algo inherente a la naturaleza de toda enunciación. La enunciación particulariza y en consecuencia, la duda es tanto su compañera como su enemiga.” (14) Nos fuerza a pensar en la enunciación de aquél que afirma en su enunciado: “yo creo”. A partir del grafo del deseo podríamos ubicar en el piso superior “yo dudo”: ésta es la estructura en la que se sostiene la creencia. En este texto Pouillon no se propone simplemente criticar la creencia de los religiosos, sino señalar las analogías con los ateos y escépticos: toda relación que tengamos con la creencia va a estar atravesada por la duda y viceversa: “La diferencia es que el creyente no quiere saber que duda – mientras que el no-creyente, quizá, que se opone a él con toda su energía, quiere ignorar que cree otra cosa – mientras que el escéptico sabe que nunca terminará de dudar, porque no deja de sacar a luz creencias en todo discurso, incluido el suyo.” (15)

Lacan piensa en esta dirección cuando en el Seminario 11 señala el fundamento de la creencia y lo separa del mecanismo de la paranoia del fenómeno de Unglauben que podríamos traducir como no-creencia o descreencia; Lacan lo aclara: “No el no creer, sino la ausencia de uno de los términos de la creencia, el término donde se designa la división del sujeto. En efecto, si no hay creencia que sea plena y entera es porque no hay creencia que no suponga en su raíz que la dimensión última que tiene que revelar es estrictamente correlativa al momento en que su sentido va a desvanecerse” (16). Si la creencia es plena, como ocurre en la paranoia, no es creencia, sino algo parecido a la certeza; toda creencia tiene el riesgo de que su sentido puede desvanecerse en cualquier momento –como tan bien lo intuyeron Pascal, Kierkegaard y Chestov, son apuestas sin garantías, pero es preciso apostar en la insensatez: ¿no es éste el sujeto del deseo, cuya fe lo aproxima al extravío y a la caída sin las cuales se le haría irrespirable la vida?

Lacan diferencia el mecanismo de la psicosis de esta creencia porque aquélla está presa de la “captación masiva de la cadena significante” que “impide la apertura dialéctica” (17). Es decir, asemeja el momento de la alienación (que es a lo que hace referencia en dicha clase) a este tiempo de la paranoia. La pregunta clínica que vuelve a presentársenos es: ¿acaso un psicótico no puede creer y sólo está condenado a tener una relación “plena” con el saber, porque así lo determina su estructura? Podríamos decir que en tanto ese saber en juego –y la verdad que subyace en él– esté atravesado por el delirio o por la alucinación, habrá certeza y una relación absoluta con el Otro, pero no creencia, donde se supone que el sujeto ya está barrado. Pero también podemos admitir que no todos sus saberes, experiencias y goces están adheridos a delirios y alucinaciones, y por lo tanto, tiene la posibilidad de una “apertura dialéctica”.

San Agustín pone en relación la creencia y la fe sin adjudicarle ninguna garantía sensible. La fe, o sea, la creencia en algo que nuestros ojos no pueden ver ni comprobar, es más difícil que cualquier percepción sensible. Esta dificultad a la que nos somete la fe la hace más digna y sagrada que cualquier comprobación empírica de la realidad. Sin embargo, San Agustín intenta trazar una analogía entre la fe y diversas creencias cotidianas de las que tampoco tenemos ninguna garantía pero que nos resultan indispensables para vivir: “es propio del espíritu humano creer en cosas que no se ven. (…) no sólo creen sino que saben una multitud de cosas  imperceptibles a esos ojos” (18). Pone como ejemplo la amistad y los sentimientos de nuestros amigos en los que es necesario creer sin que tengamos una comprobación sensible de los mismos. Pero lo que más nos concierne de su planteo es que ubica a la creencia antes del juicio y no al revés, como podría argumentar cualquiera, por eso, le saca a la creencia cualquier tipo de justificación lógica y la excusa de apoyarse en el mundo sensible. La creencia, como lugar de la enunciación, es lo que sostendría al juicio y a las posibles acciones que se deriven de él: “si no creyeras, no te basarías ni siquiera en las pruebas difíciles. Si fundas en éstas tu juicio, es porque antes de juzgar, crees.” (19) Este Padre de la Iglesia avanza más en la condición de la creencia, contrastándola a las comprobaciones del mundo sensible hasta hacer del momento de la ignorancia la causa de la fe: “la fe es tan fuerte que nos da el sentimiento justificado de ver con sus ojos (de la fe, por así decir) lo que creemos (…) Porque precisamente, lo que nos obliga a creer, es que no podemos ver.” (20) De este modo, la creencia y la fe quedan ligadas a un sujeto carente, aquel que se confunde con la ceguera y sólo puede apostar detrás de los objetos sensibles.

La fe apela a lo trascendente y las creencias que se apoyan en los sentidos apelan a lo inmanente, registros que en la mayoría de los autores cristianos se conservan –lo que llevará a Nietzsche a denunciar al cristianismo como “platonismo para el pueblo” por separar el ámbito sensible del ideal. Pero en los creyentes auténticos esa fe no queda sujetada a un mero idealismo, siempre hay espacios de “participación”: la creencia se sostiene con ritos e invocaciones, por eso tiene efectos en lo real. Además de la realidad y los objetos involucrados en el “mundo exterior”, la creencia se relaciona con lo real por el goce que implica en el cuerpo y sus apelaciones constantes al amor y al Espíritu Santo. Si Dios es trino en su unidad es porque el Espíritu Santo une el Ser-Principio (Padre) con el Verbo-Logos (hijo).

Hemos aludido de diversas formas a la multiplicidad, que el cristianismo siempre intentó reconducir a la unidad suprema (Trinidad Eterna que nunca pierde su condición infinita e inconmensurable para el entendimiento y la voluntad humanas). Si hay 3 registros para Lacan en los que se apoyan las diversas versiones de Dios; si el Otro es “Uno-en-menos”; si la creencia supone un sujeto dividido y una ignorancia, y también, como lo señala Pouillon, una duda, podemos afirmar que la Unidad es otra versión de Dios porque no hay nada que suponga en nosotros ese Uno, más que nuestra exigencia de encontrarlo. Creemos en ese Uno, y en esta creencia y consecuente búsqueda, quizás radique la evidencia de su inexistencia, o que al estar atravesado por el significante, ese Uno estará condicionado por el signo menos. Pero lo buscamos, y uno de los caminos que eligen los creyentes, como el paciente al que aludimos, es la oración y la plegaria. Giorgio Agamben retoma de Mauss que la oración “es un modo de actuar sobre los seres sagrados” (21); la oración tiene efectos en lo real. La dirección a la que apunta Agamben es considerar a la práctica religiosa como constitutiva de cualquier discurso o versión sobre Dios, en este caso, su gloria. “Los hombres, mediante el cumplimiento de una serie de rituales –más gestuales en el caso del sacrificio, más orales en el caso de la plegaria– actúan de manera más o menos eficaz sobre los dioses. (…) Quizá la glorificación no es lo que se sobreañade a la gloria de Dios, sino que es ella misma, como rito eficaz, la que produce la gloria; y si la gloria es la propia sustancia de la divinidad y el verdadero sentido de su economía, entonces ésta depende de la glorificación de manera esencial” (22). Si forzamos un poco los términos y afirmamos que toda práctica religiosa implica un goce que es puesto en acto, es decir, un plus de goce que se recupera de la insoslayable pérdida de ese goce absoluto, los ritos que sostienen la fe implican un tratamiento del goce y una posible transformación en la economía psíquica. Cada rito y cada goce varían según la versión de Dios; y sobre todo, el horizonte al que Agamben nos abre, es que según cómo esté articulado el goce en una determinada posición subjetiva, va a establecerse determinada relación con Dios y proyectarse determinada versión suya.

Hay goces, creencias, discursos. Hay versiones, Evangelios –distintas formas de sostener la verdad y el saber. Estos relatos que ensayaremos a veces parecen confundirse o asimilarse en algunos puntos; es el riesgo que corremos al diferenciar versiones que pueden darse al mismo tiempo, como resulta tan evidente en un análisis cuando intervienen “los nombres del padre”. Intentaremos exponer algunos de los Evangelios que pudimos escuchar, posiblemente haya Otros, restos, casi Unos.
           
Principio y causa

Lucas refiere que Dios creó todas las cosas hermosas del mundo, y comienza a enumerar las flores, el sol, la tierra, las casas, los animales y los hombres. A muchas de estas creaciones la acompaña con “¡Es muy hermoso!”; alaba las cosas creadas como signos de Dios, y a veces, como Dios mismo presente en las cosas que nos circundan. Estos objetos del mundo son dependientes y derivados del primer principio, conteniendo más ser según la distancia con el origen divino. Por ejemplo, cualquier construcción humana o utensilio tiene menos ser que cualquier ser vivo, y dentro de estos, el hombre es la criatura con más ser (perfección, bondad, etc.) porque es la que más puede aproximarse a Dios. Esta gradación ontológica tiene sus raíces en San Agustín y continúa en las “cuestiones” escolásticas, como por ejemplo, en la cuarta vía con la que Tomás de Aquino quiere “probar” a Dios. Lucas, con un lenguaje más sencillo, pero no por eso con menos precisión conceptual o menos entrega espiritual, refiere estas cuestiones al expresar la devoción por el Espíritu Santo que está en cada hombre y luego la admiración por las cosas creadas sin intermediación del accionar humano. Cuando teníamos el encuentro analítico dentro de los parques del Hospital Borda, quedaba maravillado por los objetos de la naturaleza que lo rodeaban y más por aquello que en el hombre nos devuelve a lo infinito, ¿acaso “la memoria de Dios”?

En esta versión, Dios lo cubre todo y garantiza un orden en el mundo. San Agustín afirma que “La voluntad de Dios es la causa primera y suprema de todas las formas, de todos los cuerpos y de todos los movimientos. En efecto, nada visible ni sensible adviene que no haya sido ordenado o permitido desde el soberano supremo” (23). Santo Tomás (24), desde una perspectiva aristotélica y no platónica, coincide en el planteo de Dios como causa primera no causada, es decir, el “motor inmóvil” que en Aristóteles es el supuesto fundamental para pensar la primera causa. A propósito de esto, Lacan afirma que “esa animación no es otra cosa que el objeto a”, cuya función sería el goce del Otro y “esa esfera inmóvil de donde proceden todos los movimientos” (25). Pero este Ser Supremo Lacan lo reconduce a una vía mítica en Aristóteles, o sea, a una ficción donde el Goce del Otro sería el de la mujer, si es que ésta existiese; pero como el universal de Mujer está tachado, también lo está ese goce –¿absoluto?– del Otro. Sin embargo, Lacan insiste sobre el goce del ser: “todo lo que es para bien de nuestro ser será, por ello, goce del Ser Supremo. (…) al amar a Dios nos amamos a nosotros mismos” (26).

En sus momentos de compensación subjetiva, el paciente sostiene esta versión: la creencia en el creador como causa, y el concomitante goce que obtiene a partir del goce del Ser Supremo. Este Dios permite organizar su goce –por amor– en función de determinadas prácticas religiosas, que además de rendirle culto y alcanzar una comunión con lo sagrado, le permite distinguir los dos lugares tan marcados en las Confesiones de Agustín: el Otro como supuesto saber y el sujeto como dividido. Estos lugares parecen ser momentos imaginarios que en alguna “crisis” la relación se vuelve terrible porque el Otro, sin los velos del enigma y el espejo, lo aplasta en lo real. Mientras el paciente soporta la creencia, obtiene la gratitud de un nombre: “bueno”, “pacífico”; este nombre es el velo necesario para tener una comunión con lo sagrado sin que esto se vuelva horroroso o diabólico.

El Dios oculto

Esta versión apareció en pocas oportunidades, cuando Lucas aludió a lo innombrable de Dios o cuando no podía expresar nada de la condición divina, pero cuyas interrupciones del discurso no se debían a alucinaciones ni otros síntomas psicóticos, sino a la certidumbre de que sobre eso no se podía hablar. Dios todavía estaba, no se había retirado del todo de su pecho ni de las cosas que lo rodeaban, solamente estaba oculto, jugando a las escondidas con su fe.
Si en la versión anterior Dios era afirmación sin contradicción (principio de no contradicción), en ésta podría ser el principio de “conciliación de opuestos”, como lo formulara Nicolás de Cusa, que puede integrar la Nada y el Ser, superándolos, sin que esas categorías definan ni determinen la condición divina. En esos momentos no parece estar involucrada la creencia, la no-creencia o la certeza, sino el encuentro con Él más allá incluso de la plegaria. Así como en la versión anterior, se encontraba con Él en las afirmaciones del dogma cristiano (plegaria, ritos, lectura de la Biblia), en esta versión lo encuentra, quizás, en el silencio, en la Nada afirmativa –¿acaso próxima a la desnudez que proponía Maister Eckhart? Parte de la tradición neoplatónica se encontraban con Dios en el no-saber: el silencio de Dios y la posibilidad de escucharlo a través de un medio decir.

“Este goce que se siente y del que nada se sabe ¿no es acaso lo que nos encamina hacia la exsistencia? ¿Y por qué no interpretar una faz del Otro, la faz de Dios, como lo que tiene de soporte al goce femenino?” (26) Lacan ubica en el lado femenino a este goce del cuerpo más allá del falo, y para ejemplificarlo nos recuerda el goce de algunos místicos (Santa Teresa, San Juan de la Cruz) que gozan de nada, de un agujero y no del órgano como lo hace el goce fálico. Este goce funciona articulado a Dios si suponemos el Dios de los místicos, que tiene sus raíces en el neoplatonismo de Plotino y Proclo, y luego en el neoplatonismo cristiano que encuentra en Pseudo Dionisio Aeropagita uno de sus mayores exponentes. Tanto como en “Epístola I, A Gayo, monje” como en la Teología Mística, Dionisio articula la teología afirmativa y la teología negativa; su esquema podría resumirse en: Dios no es ni no es, pero también: “Dios es en todo y en nada de todo”. El prefijo hyper que utiliza antes de cada atributo divino (bueno, esencia, etc.) y que se traduce como “super” o “sobre” indica nuestra impotencia para expresar a Dios, ya sea mediante alguna sustancia como mediante la negación de su sustancia. La forma de expresión que Dionisio propone incluye la negación y la afirmación, pero no parece implicar una dialéctica ya que no se trata de un espíritu pensante ni ideal, sino de una experiencia: “la misma perfectísima ignorancia es saber de Aquél por sobre todo lo conocido” (27). El encuentro con Dios sólo puede darse en la paradoja de su ocultamiento; esta lógica es solidaria del planteo de Lacan acerca del no-todo implicado en el lado femenino de las fórmulas de la sexuación: no-saber, sentir, ex-sistir (la existencia en el afuera de cualquier sustancia, como podríamos afirmarlo con Heidegger).
En esta versión volvemos a encontrarnos con el obstáculo clínico de diferenciar si un psicótico puede alcanzar de algún modo ese goce místico, o si es “estructuralmente” imposible. Esta posibilidad nos abriría a una pluralidad de goces en cada subjetividad, y por otra parte, ¿qué cuerpo podría resistirlo? La evidencia diacrónica que nos arroja el trabajo con este paciente es que fueron breves momentos donde él aludió a esta versión de Dios, y si seguimos las fórmulas de la sexuación, ellas implican una elección de posición, y difícilmente podamos ubicar a Lucas como “más allá” del falo, más bien parece estar “más acá”. El lado femenino involucra el falo, de hecho, el sujeto ubicado en La barrado se dirige a aquel significante; posición ajena a Lucas, para quien cualquier contenido edípico es arrasado por el relato de escenas extrañas y confusas, y más aún cualquier relación con el Otro sexo, que ni siquiera quedaría claro de qué Otro se trataría.
           
Plenitud divina

Estos momentos son lo más cercano a la imposibilidad de versionar cualquier rastro divino, no porque esté ausente, sino porque su extrema presencia no permite ni la mínima hendidura donde formular un discurso. Hay letras que rechazan la apertura significante y llevan al paciente a un goce sin restos, fuera del plus-de-goce, del goce fálico y del femenino, que suponen de algún modo la inscripción de una pérdida en el lenguaje. El goce esquizofrénico tiene todo para ganar y nada por perder, de allí el desamparo donde queda el paciente, abandonado a fuerzas insensatas –y no en el sentido de la represión. ¿Es posible un discurso hecho de órganos sin cuerpo, trastocando la fórmula de Delueze?
¿Y por qué insistimos en ubicarlo como otro Evangelio, otra verdad cuyo referente es Dios? Porque así lo expresa Lucas, desde su desesperación y su angustia más acá de la castración. Son los “demonios”, “pequeños diablos” que recorren su cuerpo y lo arrojan fuera de sí, de toda posibilidad de cernir un sujeto. Y si hasta el padre de la horda primitiva puede ser uno de los nombres del padre, Lucifer o los “pequeños diablos” pueden ser otra máscara de Dios. Admitimos la incongruencia de formular este instante como una “máscara”, porque esto supondría un real que hay que velar a través de ficciones e identificaciones imaginarias, pero sostenemos que por más que prime un goce de carácter absoluto, está implícita una versión en tanto Lucas indica con palabras el exceso real de la presencia divina. Hay una relación con la divinidad, aunque esté velado todo espacio sagrado desde la perspectiva de Georges Bataille, ya que éste necesitaría de un instante soberano y de la posibilidad de arriesgar la vida. La condición para establecer un espacio sagrado es la decisión –siempre desde el no-saber– de poner en peligro el ser (28). Y si Lucas está expuesto a un goce mortífero, no es por algún atisbo de decisión, que es lo que está implicado en el sacrificio, sino porque el Otro se volvió tan real que se le cayó encima del cuerpo y de los objetos imaginarios de su realidad.

No hay principios simbólicos ni imaginarios que garanticen un cuerpo, ya que él queda desposeído de yo y sólo puede entregarse a los órganos dispersos donde su ser se disemina. El fundamento real es la Cosa, el Otro sin un agujero real o una falta simbólica. El paciente queda como el objeto a previo a extraviarse en los desfiladeros del significante, siendo él mismo lo que asegura con su carne la plenitud de Dios sin el consuelo de la gracia. “El Espíritu Santo está en mis genitales”, afirma una y otra vez desde una remota desesperación, que vuelve vanos los intentos de que a través de la plegaria u otra intervención del cuerpo el Espíritu Santo vuelva a ubicarse en su pecho.

Lucas, la ira de Dios

Esta versión es ligeramente distinta de la anterior, aunque sus efectos de goce son los mismos. Lucas está angustiado afirmando que Dios lo odia y desprecia, y pocas veces encuentra consuelo cuando se le ofrece otra significación. Él encarna el objeto más degradado y desechable, sin llegar a confundirse con una posición masoquista como podríamos encontrar en San Juan de la Cruz y tantos cristianos que siguen la estirpe del Gólgota. La ira de Dios es cómplice de múltiples relaciones con demonios que el paciente refiere que lo habitan y hostigan, y aquí la similitud con la “plenitud divina” (en un lenguaje psiquiátrico, alucinaciones auditivas, corporales y visuales). Este momento del odio puro de Dios implica una terrible angustia automática (sin las contraseñas de cualquier castración, aunque sea imaginaria) y equivale al exceso divino porque el goce no admite articulaciones con ningún ideal o práctica religiosa como el rezo, la plegaria, dar alabanzas, seguir ritos o leer la Biblia, que conllevan una función estabilizadora del goce.

Este odio que Lucas siente de Dios hacia él está lejos del odio hacia Dios, momento subjetivamente más activo –como lo presentimos cuando leemos las injurias de Lot–, ya que hay un saber en juego, por el que vale la pena aborrecerlo: “Lo malo es que el Otro, el lugar, no sepa nada. Ya no se puede odiar a Dios si él mismo no sabe nada, en particular de lo que sucede. Cuando podía odiársele, podía creerse que nos amaba, puesto que no nos pagaba con la misma moneda.” (29) Lacan señala que en el odio hacia Dios hay una suposición de saber, y una creencia de que Él puede amarnos. En cambio, en estos momentos que Lucas refiere el odio que Dios siente por él y que lo lleva a lastimarse, hay una alteridad absoluta que ni siquiera le deja el margen de constituirse como un sujeto que odia. En el sujeto que odia se constituye la pulsión agresiva donde interviene la pulsión de muerte ligada a la vida por la pulsión de apoderamiento; en cambio, en el objeto que es odiado es pura recepción de pulsión de muerte.

Dios ha muerto

Tanto se habló de la muerte de Dios que sólo quisiéramos ubicar sus signos distintivos. Nietzsche lo indica claramente: “Si no hacemos de la muerte de Dios un gran renunciamiento y una perpetua victoria sobre nosotros mismos, tendremos que pagar esa pérdida” (30). Esta situación de nuestra era moderna no puede considerarse un mero triunfo ideológico porque ubica el acento en el hombre: bajo la perspectiva nietzscheana el humanismo es tan “bajo” y “esclavo” como el pensamiento cristiano, y para Heidegger el humanismo es el último refugio de la metafísica donde se produce el olvido del ser. Más que devolverle la sustancia al hombre –y por ende, ubicar su fundamento en algún esencialismo– Nietzsche se propuso pensar desde las ruinas del hombre, desde aquello que no podía ser determinable ni reducido a ninguna utilidad. La muerte de Dios es el crimen de los hombres superiores a los que Zaratustra termina abandonando porque no supieron alcanzar la dignidad de la afirmación. La alegría, la risa y la danza que Nietzsche persiguió fueron forjadas desde la orfandad. Para crear nuevos valores, tuvo que llegar a la transvaloración, es decir, a ir deshaciéndose de los sentidos y excusas que la modernidad le ofrecía. Nietzsche no mató a Dios, sólo fue testigo de su terrible pérdida y buscó una forma sagrada que excediera los principios divinos y los fundamentos del método y la razón modernos.
Lucas comienza una sesión confesando un temor que lo envolvía hacía algunos días: “¿Y si Dios no existe?”. Luego precisa que estuvo varias noches preocupado pensando en esto y sintiendo que Dios lo había abandonado. Lucas no sólo parece desamparado en el mundo, sino desamparado de mundo, pero esta “pobreza” no lo llevó a un pasaje al acto o a esa sucesión ininterrumpida de alucinaciones, de hecho, en esa sesión no manifestó ninguno de los fenómenos elementales que habitualmente lo acompañan. Por primera vez puede sostener una pregunta, que afirma arrastrar desde algunos días. Y no una cualquiera, sino la pregunta que lo arroja a una apertura donde puede admitir la separación con Dios; pensar y soportar la lejanía lo deja abierto a la ausencia de Dios. Esta separación ya no es la diferencia ontológica y espiritual entre el creador y la criatura, sino que implica que por más que ese Otro desaparezca y lo abandone él seguirá existiendo. Preguntarse por la muerte del Otro es anudar el goce al deseo, y a la posibilidad del amor, aún en el desierto.

Esta formulación fue bastante sorpresiva ya que nunca había llevado a sesión una preocupación, sino referencias fragmentarias de su malestar o recuerdos confusos de violencia. Luego de que continuara expresando las cosas cotidianas que perdían sentido en esa retirada divina, se le recordaron las palabras de Jesucristo en la cruz: “Padre, ¿por qué me has abandonado?”, diciéndole que hasta el hijo de Dios alguna vez había dudado. A partir de allí, quedó admirado y retornó a las posibles razones de que Dios exista: las cosas de la naturaleza, la fuerza del Espíritu Santo, el hecho de que hasta su hijo dudara. Dio un cuarto de vuelta (efímero, siempre sus vueltas, partidas y retornos fueron efímeros), cambió el relato y volvió sobre aquel Evangelio que nosotros denominamos “Principio y causa”.
“Cuando Schreber se ufana de poder mirar el Sol impunemente y sin enceguecer, ha reencontrado la expresión mitológica para su vínculo con el Sol como hijo de él, y así nos confirma que hemos de concebir su Sol como un símbolo del padre.” (31) Del mismo modo, Lucas abrió los ojos expectantes y volvió a reconocerse hijo de Dios, siguiendo el eterno retorno de lo mismo –ese errar entre diferentes versiones de verdad y de goce–, siempre con la diferencia inherente a toda repetición: pudo perder a Dios y volver a apostar en él.

El devenir de lo imposible

la muerte para los dioses
no es más que un prejuicio

Zaratustra

Si tuvimos que multiplicar a Dios fue porque en la modernidad la divinidad está más diseminada que nunca, que no es lo mismo que haya muerto. “A nivel de ese no-todo ya no queda sino el Otro en no saber. El Otro hace el no-todo (…) porque es la parte de nada-sabio en ese no-todo.” (32) La evidencia que Nietzsche y Freud exhibieron es el no-saber, esas coordenadas desde las que ahora pensamos y estamos en el mundo. Que el Otro acontezca marcado por el signo menos o por el resto no tiene por qué decidirnos por el Apocalipsis de nuestra época, en la que tantos pensadores se empeñan, enfermos de nihilismo.
“El Otro, el Otro como lugar de la verdad, es el único lugar, irreductible por demás, que podemos dar al término del ser divino (…). Dios es propiamente el lugar donde (…) se produce el dios –el dior– el decir. Por poco, el decir se hace Dios. Y en tanto se diga algo, allí estará la hipótesis de Dios.” (33) Si en Dios se produce el decir –la enunciación, la palabra inconsciente–, Dios nos expulsa a buscar los rastros del verbo en el desconcierto de las innumerables posibilidades del lenguaje. El inconsciente está atravesado por la “nada-sabio” (el saber de la nada, la nada del saber) y por la imposibilidad de clausurar la totalidad (no-todo). Esa evidencia que encontraron por distintas vías Freud y Nietzsche nos obliga a reflexionar sobre los límites de la formulación estructuralista de Lacan y a suponer la pluralidad en cuanto al goce, Padre, función, versión, Dios, o todo concepto que se autorice el derecho de instituir algún universal. De hecho, a lo largo de los “Evangelios” vimos hasta qué punto algunas reflexiones de Lacan sostienen la pluralidad, y no sólo en los últimos años de su enseñanza; ya en su escrito “Subversión del sujeto…” revela el secreto del psicoanálisis, que el Otro está muerto, pero que es más efectivo cuanto más muerto esté (34).
Por último, seguirá incierto, al menos para nosotros, si un sujeto psicótico puede tener la experiencia de un goce místico y si no hay momentos en que puede formularse una pregunta en relación a su deseo y, sobre todo, si puede soportar la respuesta. Dios está muerto… aunque Él no lo sepa.

Notas

(1) Lacan, J. (1989). El Seminario, Libro 20, Aun, (1972-1973). Buenos Aires: Editorial Paidós; pág. 54.

(2) Un-padre fue el modo en que Lacan llegó a formular el lugar del Padre (real) en la precipitación del desencadenamiento psicótico, en la que esta estructura hacía posible lo imposible mediante un delirio. Ver “De una cuestión preliminar a todo tratamiento posible de la psicosis” en Escritos 2, Bs. As., Ed. Siglo XXI, 2008; pág. 552.

(3) Aún; pág 18.

(4) ¿Podemos afirmar esto teniendo en cuenta la insistencia lacaniana de “Hay Uno” y que incluso le sirve lógicamente para elaborar las fórmulas de la sexuación? Habría que determinar a qué “Uno” nos referimos. Al final de Aun, Lacan afirma: “el Otro no se adiciona con el Uno. El Otro solamente se diferencia de él. Si por algo participa del Uno, no es por adicionársele. Pues el Otro (…) es el Uno-en-menos” (pág. 155).  Al escribir con guiones ese Uno está suponiendo que el Uno queda inexorablemente ligado al menos, es decir, a la diferencia y a la falta. Entonces, ¿cuál es el Uno que hay? ¿Podemos aproximarnos a una definición sin quedar capturados al misticismo? Que así sea: hay Uno que siempre está en menos, y sólo así se presenta como Otro: el Dios del que sólo tenemos experiencia en la Nada, una Nada que lejos de ser privativa, es la afirmación de estar afuera: éx-tasis.

(5) Aún, pág. 14.

(6) Fijman, J. (2005). Poesía completa. Bs. As.: Ediciones del Dock; pág. 45.

(7) Real Academia Española (2007). Diccionario de la Lengua Española (edición 22ª). Bs. As.: Espasa Calpe S. A., pág. 1022.

(8) Lacan, J. (2006). El Seminario, Libro 11. Los cuatro conceptos fundamentales del psicoanálisis. Bs. As.: Ed. Paidós, pág. 141.

(9) Aún, pág. 130

(10) Aún, pág. 131

(11) Ver clase IV: “Verdad, hermana de goce”, de El reverso del psicoanálisis.

(12) “Estamos seguros que los neuróticos se hicieron una pregunta. Los psicóticos, no es tan seguro. Quizá la respuesta les llegó antes que la pregunta; es una hipótesis. O bien la pregunta se formuló por sí sola, lo cual no es impensable”. Lacan, J. (2007). El Seminario, Libro 3. Las psicosis. Bs. As.: Ed. Paidós, pág. 288.

(13) Nietzsche, F.: Sobre verdad y mentira en sentido extramoral. Madrid: Tecnos. Citado de http://www.nietzscheana.com.ar/textos/sobre_verdad_y_mentita_en_sentido_extramoral.htm.

(!4) Jean Pouillon: “¿Ustedes creen?”. Nouvelle Revue de Psychanalyse, nº 18, 1978, dirigida por J.-B. Pontalis.

(15) Jean Pouillon: “¿Ustedes creen?”. Nouvelle Revue de Psychanalyse, nº 18, 1978, dirigida por J.-B. Pontalis.

(16) Los cuatro conceptos fundamentales del psicoanálisis, pág. 246.

(17) Los cuatro conceptos fundamentales del psicoanálisis, pág. 246.

(18) San Agustín: De la utilidad de creer: párrafo “De la fe en las cosas que no se ven”.

(19) Ibidem.

(20) Ibidem.

(21) Mauss, citado por Agamben en El poder y la gloria, Homo sacer II, Cap 8, Arqueología de la gloria, Pre-textos, Barcelona, 2008, p. 244.

(22) Mauss, citado por Agamben en El poder y la gloria, Homo sacer II, Cap 8, Arqueología de la gloria, Pre-textos, Barcelona, 2008, p. 246.

(23) San Agustín: De la trinidad; Libro III, 9.

(24) Ver la primera vía para probar la existencia de Dios a partir del movimiento de los cuerpos, en Aquino, Santo Tomás: Suma Teológica, 1, q2, a3.

(25) Aún, pág. 100

(26) Aún, pág. 87

(27) Aún, pág. 93

(28) D' Amico, C. (editora) (2008). Todo y nada de todo. Selección de textos del neoplatonismo latino medieval. Buenos Aires, Winograd; pág. 85.

(29) Ver el artículo de Georges Bataille “La guerra y la filosofía de lo sagrado” en La felicidad, el erotismo y la literatura. Ensayos 1944-1961; Ed. Adriana Hidalgo, Buenos Aires, 2008.

(30) Aún, pág. 119

(31) Nietzsche, F.: Fragmentos póstumos. KSA 9, otoño 1881, 12[9], 577.

(32) Freud, S. (2006): "Sobre un caso de paranoia descrito autobiográficamente" (1911). Obras Completas, Tomo XII. Bs. As.: Amorrortu Editores; pág. 75.

(33) Aún, pág. 119

(34) Aún, pág. 59

(35) Lacan, J. (2008). “Subversión del sujeto y dialéctica del deseo en el inconsciente freudiano”, en Escritos 2. Bs. As.: Ed. Siglo XXI; págs 798-807.

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Zambrano, M.: El hombre y lo divino. Madrid: FCE; 2007.

 

 

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