Acheronta  - Revista de Psicoanálisis y Cultura
El discurso psicoanalítico y su implicación en la era posmoderna
C. Gibrán Larrauri Olguín

Imprimir página

Vino a mirar y se ha quedado quieto.
No se mueve, no puede levantarse.
Sobre su espalda tiene un ángel negro.
Y se queda postrado días y días
con su risa tostada y su silencio.
Aunque quisiera, aunque llorara
por correr, no puede. Su cuerpo
ya enemigo lo detiene.
¡Qué sollozo callar y qué lamento!
Enraizado, sembrado como un árbol,
con el tronco agitado y en el viento,
le salen ojos por la piel,
tiene otros cuerpos
en el aire vecino, y se está quieto.
Un plomo obscuro en las piernas,
un hongo de plomo le crece lento.
Porque está atado, amarrado,
tiene el corazón suelto.

Jaime Sabines 2

Preambulo

Desde muchas disciplinas se reflexiona en torno a esta era en la que nos encontramos y que se ha atinado en llamar "posmodernidad". Muchas son las discusiones y las posiciones argumentativas que se vierten a propósito de tal temática, evidentemente, porque se trata de un tópico que si bien presenta constantes, es ante todo de corte variopinto. En afinidad a la complejidad que presenta el análisis de la posmodernidad, es común que entre las posiciones que se retoman para su abordaje, abunden las visiones maniqueas y simplistas, lo cual, pienso, pierde el foco de reflexión y desgasta la profundidad de la importancia del análisis de esta nuestra era.

Empero, desde la perspectiva psicoanalítica, la cual se ha distinguido por su amplio abanico de implicación en los más variados temas, debido, entre otras cosas, a que en su corazón epistémico cuenta con la precaución de caer en posiciones radicales o sectarias que por lo común tienden a conservar una ideología partidaria del anhelo de dar sentido pleno, y en ese movimiento, liberar de la angustia que reitera la puntuación precisamente del sin sentido en los fondos de la argumentación, me parece que no se le ha dado a la posmodernidad la relevancia que sin duda tiene (más allá de que existen trabajos notables), lo cual, a todas luces es de llamar la atención, pues el psicoanálisis, como sabemos, es un discurso que sólo pudo establecerse en base a la modernidad. Surge entonces una pregunta válida: ¿qué pasa con el discurso psicoanalítico en el rebasamiento precisamente de su matriz, es decir, de la modernidad?

El hecho de que no se le de el papel protagónico en la reflexión a la posmodernidad desde el psicoanálisis, como ocurre en otras disciplinas, de acuerdo a mi experiencia, radica principalmente en que muchos de sus practicantes y divulgadores no ven una razón de peso, epistemológicamente hablando, que haría voltear el interés hacia su estudio, las más de las veces bajo el argumento de que si el psicoanálisis se ocupa ante todo de la estructura de la subjetividad, y ésta se entiende como la posición en esencia invariable ante la falta que imprime el orden simbólico sin que el contexto histórico sea enteramente decisivo; en otros términos, si reconocemos que en todo tiempo y lugar desde que el humano es tal sólo existe la posibilidad de ser neurótico, perverso o psicótico (con la dificultad y los peligros que representa este esquematismo), en realidad el contexto histórico en que se produzca dicha estructura pierde prevalencia, pues dicho contexto no es más que el ornamento que impide ver lo de fondo, que vendría a ser precisamente esa posición particular que ocupa un determinado sujeto ante el Otro, o sea, la pregunta por el deseo, o en su caso, la ausencia de esta pregunta.

Si bien entre lo políticamente correcto dentro del sector psicoanalítico se reconoce que los cambios que se dan en la Cultura permean en la construcción del síntoma haciendo de éste una manifestación variable y que nunca remite a parámetros inmóviles, no se deja de poner el énfasis en la causa que produce dicho síntoma, una causa siempre de orden estructural en relación directa con el lenguaje, con lo cual estaría totalmente de acuerdo. Sin embargo, el Otro ante el cual nos encontramos en la posmodernidad es un Otro inédito, que cuenta con particularidades que lo hacen muy diferente de sus antecesores quienes de alguna u otra forma conservaban similitudes en lo esencial. Este Otro de la posmodernidad se distingue de sus antecesores básicamente porque cada vez con mayor agudeza se presenta como un Otro que no promete ya más nada, que se vació de ideales y los ha sustituido por un mandato de goce, es un Otro en esencia anónimo que determina el accionar de los sujetos sin que éstos, en su mayoría, sepan a ciencia cierta los mecanismos de donde viene tal determinación, en suma, se trata de un Otro que cuenta con una casi total sumisión a su discurso, pues cumple con lo que más ha anhelado la humanidad a lo largo de los años, esto es, el fin de la discontinuidad, la realización plena del deseo como derecho legitimado que halla su sustento en el producto de lo que para las masas representa el esfuerzo racional más elevado de la humanidad: la ciencia moderna y la técnica que hace posible.

En este sentido, y tomando en cuenta que el Otro siempre cuenta como condición de estructuración, sostengo que la posmodernidad adquiere un valor que no se puede pasar por alto pues su discurso tiene consecuencias directas ya no sólo sobre el síntoma sino sobre la estructura misma. Lo digo de manera franca no sin saber lo que implica: la posmodernidad no se trata de otra época más de la Historia sino de la posibilidad del fin del Otro, el congelamiento de la Historia en su acepción de progreso, y la transformación de la estructura subjetiva como un lugar insostenible, no poca cosa.

Así pues, una vez que he tenido la oportunidad de revisar gran parte de lo que se dice desde otras disciplinas a propósito de la posmodernidad (sociología, filosofía, lingüística, historia, etc.), descubro que el psicoanálisis no sólo tiene mucho que argumentar y complementar sino que tiene la obligación de ocuparse del tema, sí, la obligación ética, pues su perspectiva se ocupa de aquello que pienso se sigue dejando de lado en la discusión, al menos de manera latente, siendo precisamente aquello de lo que en el fondo se trata y que hoy en día se vislumbra bajo el peligro de su erradicación, es decir, el deseo, esa insistencia inefable que otorga todo su relieve al mundo, un mundo que actualmente sufre de una violencia sin antecedentes llevada a la categoría de la cotidianeidad y del cual se evapora todo optimismo.

En este sentido, ofrezco las siguientes líneas que si duda, estarán como toda escritura, habitadas por la ausencia de complementariedad, habitadas por la falta y las contradicciones que ésta engendra, pero que al mismo tiempo, pretendo se acerquen a ofrecer un panorama psicoanalítico de la que ha venido pasando, de lo que pasa y posiblemente pasará alrededor de esta, repito, nuestra era: la posmodernidad.

Esto es un escrito en el que más que exponer tesis, expongo un testimonio ayudado del pensamiento psicoanalítico y de un diálogo con vecindades.

 

1 - La caída deL Ideal del yo como contexto de nacimiento de la Posmodernidad

En el segundo apartado del Malestar en la Cultura Freud escribe:

¿Qué es lo que los seres humanos mismos dejan discernir por su conducta, como fin y propósito de su vida? ¿Qué es lo que exigen de ella, lo que en ella quieren alcanzar? No es difícil acertar con la respuesta: quieren alcanzar la dicha, conseguir la felicidad y mantenerla. (2004: 76)

Difícilmente se podría refutar tan aguda y a la vez sencilla reflexión de Freud que de golpe da con aquello de lo que en el fondo se trata para todo humano, el fondo de sus búsquedas más altas y de sus quejas más persistentes. Si se analiza con cuidado el devenir de la Historia de la humanidad o la de un sujeto en particular, se encontrará que dicho devenir, con sus violencias y bonhomías, en gran medida tiene un eje que lo comanda, tiene una causa y ésta al final del día es la posibilidad de hacerse de una vida resguardada en la mayor medida posible del sufrimiento que se opone a la satisfacción. En este sentido, si la conducta del humano deja discernir que éste busca la felicidad por diversas vías, muchas veces antagónicas, se colige que es porque no la tiene ¿no es cierto?, movimiento lógico pero que no explica la razón que origina que la vida del humano no sea propensa a la felicidad por naturaleza, que exista un malestar de fondo que impide la plena realización. Cualquiera podría entonces preguntarse: ¿de dónde viene, pues, dicha infelicidad, dicho malestar?

Retomando el bagaje psicoanalítico, y retomado lo que recién he dicho, puedo afirmar que si la vida humana no es estable por naturaleza es precisamente porque no es natural. Profundizando en afirmación tan cruda y llena de una seguridad que roza con la soberbia, puedo decir que lo humano no es propenso a la dicha ya que su constitución es la presencia en la tierra de una fractura del orden establecido naturalmente. El humano, lejos de una concepción romántica que lo ubicaría como una copia fiel de lo divino y lo elevaría por encima del reino natural, es más bien una entidad imperfecta que se ha despegado del resto de la naturaleza mediante la violencia de la facultad simbólica, pues lo simbólico, y siendo más preciso, el lenguaje, es aquello que marca una diferencia radical con el resto del mundo natural, esto es algo que fácilmente se puede reconocer, sin embargo, lo que no se reconoce con igual medida es que la adquisición de dicha facultad simbólica no indica una ganancia sino una pérdida radical y que su concreción suministra una deuda impagable y una culpa imborrable.

Dicha pérdida, dicha culpa y deuda concomitantes se refieren en su conjunto a la pérdida del ser. En otras palabras, la capacidad que el humano tiene de designar mediante el lenguaje al mundo que lo rodea y a él mismo, implica la incapacidad de poder dar una razón verdadera al hecho mismo de existir, de dar una significación exacta del fin de esa existencia. La encarnación de lo simbólico separa del guión preestablecido por lo biológico y a la vez abre una serie de preguntas sin respuestas que sólo el hombre se puede plantear y que en su base se dirigen evidentemente a dos asuntos: a la vida y a la muerte, asideros del ser.

El lenguaje saca de la continuidad e instala la discontuidad como lo enseña Bataille (2005), introduce el registro del tiempo y el registro de la falta en ser, es decir, introduce la ex –sistencia, y con ello, concurrentemente introduce la institucionalización del organismo para transformarlo en cuerpo, lo cual implica ser partícipe de prohibiciones que con su reproducción dan consistencia a la continuidad de la Cultura. Tratando de esclarecer esto, desde el psicoanálisis se reconoce que para devenir humano de civilidad hay que estar castrado. La castración la entendemos como la pérdida del goce del ser para hacer posible un goce semiótico que responde al lazo social. El goce del ser, pues, se nos presenta como un sinónimo del ser a secas, aquello a lo que se tendrá que renunciar con la ayuda de la Ley simbólica sustentada en el lenguaje para adquirir la posibilidad de ganarse un lugar entre los nombres, para devenir parte precisamente de ese lenguaje que tacha la posibilidad de permanecer simbiotizado con la Madre (naturaleza). Así pues, el malestar constante que motiva la búsqueda de un más allá del principio del placer, que Freud supo leer muy agudamente, proviene de la implantación de los límites necesarios para humanizar el cuerpo, límites que siempre están relacionados con la prohibición del incesto, o en otras palabras, con responder a la demanda de ser el falo de la Madre. Retomando la palabra de Gérard Pommier:

Rechazar el uno de lo Unario constituye el eterno presente de la deuda respecto del Otro materno. El rechazo es necesario, ya que identificarse con el falo que la madre no tiene equivaldría a la muerte y anima a la pulsión de muerte. Y sin embargo esa nada se impone en el seno mismo del ser como una condición de la existencia. El rechazo se produce teniendo como fondo un eterno retorno del ser con el que habría sido necesario identificarse. (Pommier, 2005: 17)

Si existe la constancia de una felicidad inaccesible, la constancia de un malestar en la subjetividad, es en correlación a que se es depositario de una falta, esa falta señala el abandono de la unidad, de lo que se autodertemina a sí mismo. En contrapartida, lo que se obtiene mediante el paso del deseo de la Madre a ser partícipe de la Ley del Padre es una identidad que se cimienta siempre de manera frágil, esto es así dado que el lenguaje, herramienta princeps de la Ley o la Ley misma, si bien reglamenta y estructura, es decir, impone una filiación: un sexo, una nacionalidad, uno valores culturales, una lengua, etc., impone a la vez una sustancialidad volátil pues la esencia humana sufre por una herida sin reparo que tiene que ver con el anhelo de regresar a ese lugar mítico de la Cosa, de lo absoluto. La Ley deja un resto que es la pulsión de muerte como esa instancia que en su manifestación insinúa la inestabilidad del yo y un afán de constante búsqueda de un algo inasible. Hay un hueco en la subjetividad por donde el ser persiste y se manifiesta y en donde se originan las preguntas por el ex–sistir. La identidad de la que el sujeto al lenguaje se vuelve partidario es una identidad siempre en duda, en ausencia de parámetros que le indiquen por dónde habría qué conducir su vida para hacerla estable. No hay respuesta que valga ante el enigma que representa el resultado del goce del ser resignado en el terreno de la castración aplicada por el Otro, ese gran Otro que es la Cultura y que nos espera al nacer con su arsenal de simbolismos y reglamentaciones para sujetarnos a un mundo de lo escrito y hablado que, paradójicamente, se ve incapacitado de escribir y hablar precisamente sobre aquello que constituye su propio fundamento estructural. Siendo así, el mundo que nos antecede es un mundo deseante, castrado, de aquí que más que una ganancia o superación, entrar en la Cultura implica una pérdida y una ausencia de respuestas.

Por ser el universo significante un conjunto en el que solamente es posible la representación, su característica fundamental es la de constituir un universo en falta. Falta allí un significante, aquél que pueda decir lo que el sujeto es, aquél que me pueda decir lo que soy para el Otro. (Gerber, 2005: 57)

Es de esta manera como podemos entender que el sujeto sufra por la falta de seguridades, sufra por la polisemia del significante y por lo inasequible de un saber que lo guíe y le asegure un andar sin tropiezos. La felicidad que le falta al sujeto no es producto de una inadecuación a su medio propensa a la complementación sino de un desajuste irremediable dentro de los marcos del lenguaje que funciona como evacuación del goce del ser. Como lo menciona Lacan: "El sujeto no sabe lo que dice, y por las mejores razones, porque no sabe lo que es." (1983: 367) Aquí encontramos uno de los puntos más álgidos en la lectura psicoanalítica de la subjetividad: la certitud de que es imposible saber lo que se es una vez que se sabe que algo se es: un ser viviente consciente de su muerte, ante el cielo abierto y despojado de respuestas, un ser que se pregunta por su ser y que en cuanto lo hace el mismo ser se le escapa en el viento de las palabras. Retomando de nuevo a Lacan:

El ser consciente de sí, transparente a sí mismo, que la teoría clásica coloca en el centro de la experiencia humana, aparece desde esta perspectiva como una forma de situar, en el mundo de los objetos, ese ser de deseo que no puede verse como tal, salvo en su falta. En esa falta de ser se percata de que el ser le falta, y de que el ser está ahí, en todas las cosas que no se saben ser. Y se imagina como un objeto más, porque no ve otra diferencia. Dice: yo soy aquel que sabe que soy. Por desdicha, si bien sabe quizá que es, no sabe absolutamente nada de lo que es. Esto es lo que falta en todo ser. (Lacan, 1983: 335)

En suma, la subjetividad es el lugar una abierta, y el deseo inconsciente la manifestación de esa carencia estructural. El inconsciente es entonces el lugar de la falta, el lugar que la puntúa. Ese hueco en la estructura es testimonio del vaciamiento del goce del ser, y en este sentido, es la evidencia de la deuda que todo hombre, si se reconoce como sujeto de discurso, está llamado a admitir como condición de creación y en algunos casos –no pocos- está llamado a pagar incluso con la vida misma, a rellenar el hueco de la fuga del ser con su halo vital mismo.

Se trata de una deuda que se halla en la base de toda la condición moral y creativa y que impulsa al humano a buscar los parámetros y las construcciones que vendrían a saldarla y a ocupar ese lugar de la Cosa reprimida que, también ya se dijo, tiene que ver con la demanda materna, con el amor infinito que se rechazó en beneficio de la Cultura. Es de esta culpa de donde surge la edificación del ideal del yo el cual es una armazón entre lo imaginario y lo simbólico que otorga cierta estabilidad a la subjetividad al representar la posibilidad de finiquitar esa deuda y esa culpa (schuld) 3, siempre en contrapartida al yo ideal con el se habría tenido que llevar a cabo la identificación y que es la obtención abrupta de una satisfacción, satisfacción de la que se huye después de todo, pues representa un verdadero lugar sin límites y con ello, el reinado del goce corriendo por el cuerpo al punto de obturar toda racionalidad, toda diferenciación.

En otras palabras, para el sujeto "La tensión entre el yo ideal (el goce que habría sido necesario) y el ideal del yo (el goce que se espera) instaura una temporalidad subjetiva entre ese pasado y ese futuro". (Pommier, 2000: 25) Por esto siempre entre líneas se encuentra la subjetividad gracias a la castración. Siempre a futuro, gracias al ideal del yo, se espera poder adquirir de nuevo ese goce que se re chazó. Esta es en sí la división del sujeto de la que tanto se habla en psicoanálisis: rechazo del ser (yo ideal), pues tenerlo impide la vida como la conocemos, y búsqueda de ese ser en la vida que ganamos en base a soñar con un tiempo de redención en las coordenadas del ideal del yo; anhelo de regreso a la indiferencia una vez que se está del lado de la diferencia. Es Pommier quien de nuevo puede venir en mi auxilio para explicar de manera más atinada este punto:

Por una parte, está el "yo ideal", que impulsa al sujeto hacia adelante: es el cuerpo perfecto que habría tenido que ser por amor, con el que el sujeto tendría que identificarse por la demanda materna. Y, por otra, está "el ideal del yo" que lo impulsa hacia atrás: es el ideal paterno al que busca satisfacer en el futuro. Se identifica con el padre para escapar de la demanda materna. Pero esta segunda identificación, consiste en ponerse en el lugar del padre y, por lo tanto, representa un asesinato simbólico. Desde el fondo de la tumba, el padre salva de lo infinito del amor materno y convierte la pulsión de muerte en asesinato del padre: a partir de esta deuda el sujeto sueña con una redención futura de su error. (Pommier, 2000: 24)

El "error" tiene que ver con aceptar y propiciar la pérdida del ser, la renuncia dirigida al yo ideal. Desde entonces, el humano, cada humano, cada Cultura, cada era a tenido la necesidad de crearse un Otro del Otro en el que se visualice la salvación, o en otras palabras, la redención de la mácula. Llámenlo politeísmo o monoteísmo, llámenlo progreso o erradicación de un supuesto mal que no se acopla a una cierta ideología, llámenlo Dios en general. Ahora, y básicamente desde los siglos XVII y XVIII, ese Otro lo llamamos "ciencia".

La ciencia moderna, como lo explica de manera fascinante Michel Foucault (2005) en Las palabras y las cosas, nace como el esfuerzo por ordenar y clasificar el mundo después de sufrir el tajante despojo de un Dios garante del orden y que representaba el núcleo que permitía una concepción del entorno tanto natural como humano precisamente como una representación casi asimétrica con la estabilidad divina, y por ende, producía la posibilidad de un conocimiento basado en el comentario de la palabra divina y no en el análisis que permite la formalización. En los siglos XVII y XVIII, y ya desde el siglo XVI, el mundo sufre una explosión, una dispersión de sus cosas, una crisis que respondía a la ausencia de un entorno comandado desde las alturas por ese gran Otro, quien en última instancia respondía al nombre de Dios, su muerte, o al menos, el descubrimiento de que la tierra no era el centro del Universo y en este sentido que Dios mismo no estaba para responder y ordenar como lo venía haciendo, es lo que propicia el surgimiento del discurso científico y con ello, nace la modernidad. En el lugar vacante del ideal del yo comandado hasta entonces por la salvación que prometía la imagen divina se instala un nuevo ideal esta vez guiado por el discurso científico. Como lo refiere Daniel Gerber:

Surgimiento de la modernidad, nacimiento de la ciencia moderna e imperio de la razón son fenómenos íntimamente vinculados. El punto de origen puede situarse en Descartes, específicamente en su cogito: "pienso, luego soy". Con él se establece el predominio de la razón, que se basa en una transferencia de responsabilidades: de Dios al hombre. Porque si bien Descartes nunca dejó de reconocer en Dios la garantía última, dio lugar al pensamiento moderno al plantear el conocimiento como producto de la razón argumentativa. (Gerber, 2005: 93)

Surgimiento del Otro de la ciencia que difiere de su antecesor más cercano y más constante. No obstante, la función de este nuevo Otro en su esencia está encargada de lo mismo: ordenar el mundo, aprehenderlo y con ello, poner calma a la viscosidad incomprensible que surge del hoyo negro que muerde en el alma de la subjetividad y en los hoyos negros de un Universo sin centro. En suma, y como lo mencionaba en otra parte "La modernidad representaba así el sepulcro del anciano oscurantista y el nacimiento del niño de las luces, quien, tenía todo por descubrir y todo por inventar." (Larrauri, 2006) Lo cual, en síntesis, no representa más que una misma ideología con estructura diferente, se pasa en el pensamiento occidental, como lo explica Foucault, del comentario a la crítica, del poder divino al poder clasificatorio de la razón.

Por esto se puede decir que el mundo moderno, el mundo que se inicia en el siglo XVIII, es un efecto del discurso de la ciencia. Es un mundo que se organiza con base en el saber y la razón y se sustenta en el dogma del progreso. Este último se define como la evolución hacia estados de cada vez mayor dominio sobre la naturaleza y armonía entre los hombres que pueden alcanzarse por medio del saber. (Gerber, 2005: 94-95)

La implantación de la ciencia como manera primordial de conocimiento establece la posibilidad, al menos ideológicamente, de redimir la ausencia del ser, se postula como una posibilidad de sustancializar al mundo reduciendo la incertidumbre. Podemos así constatar el talante notable de religiosidad que convive con el discurso científico, contrariamente a lo que comúnmente se piensa de él pues las más de las veces se nos presenta como un discurso despojado de creencia. Después de todo la creencia es necesaria, pues implica creer en un Padre simbólico que limite la perversión del Padre real que apedrea toda demarcación del goce del ser.

Entre el siglo XVIII y el siglo XX, la gente se entusiasmaba con la cercana emancipación de la humanidad. La idea de un progreso continuo securalizaba el relato cristiano de la redención del error de Adán. Ya sea gracias a la ciencia, que triunfaba sobre la ignorancia, que rompía las cadenas del feudalismo, que ponía fin a la explotación capitalista o, por el contrario, que apostaba al capitalismo para vencer la pobreza, siempre se trataba de llevar a cabo una historia que culminaría en la felicidad y la libertad. (Pommier, 2000: 9)

Vemos cómo el néctar del discurso científico, desde su nacimiento, se gesta en la afirmación de calcularlo y clasificarlo todo, lo cual, ha sido posible sólo parcialmente, pues de la subjetividad que la comanda, de la causa del impulso epistémico que posibilita la formalización del mundo, la ciencia, sobretodo, la ciencia dura, poco o en realidad nada quiere saber aunque en el fondo sus descubrimientos develan esa carencia constitutiva en el vientre mismo de sus objetos de estudio. De aquí que el psicoanálisis sea tildado de "irracional", "superfluo" o incluso "delirante", pues éste no se rige positi vamente sino que más bien, halla sus alcances en afirmar que la verdad, lo cierto, está del lado de lo negativo: de una imposibilidad radical de determinar al residuo de la operación que ejerce el lenguaje y que la ciencia apunta a dominar, o sea, el deseo, aquello que señala el lugar de una carencia que no se satisface con álgebra ni con ningún tipo de saber, pues el deseo es del orden de lo inefable e inasible para quien habla, es decir, se trata del ser, siendo más precisos, se trata del goce del ser.

Hoy en día, lo que determina el nacimiento de la posmodernidad, es la constatación del fracaso de tal intento de aprehensión del ser por parte de la ciencia. Fracaso sin precedentes pues implica provisoriamente, y sin un pronóstico positivo de restitución, la caída de los ideales del yo que hacen contrapeso al regreso del yo ideal. Se cae el velo que sostiene el Otro y se muestra la faz obscena que indica la obligación de realizarse, de buscar el ser en el imperativo de goce. Ya no hay ideales de redención que posibiliten la espera de un futuro prometedor. Hemos llegado a ese supuesto futuro y lejos de acceder a una Cultura en la que reinaría la estabilidad, el progreso y la empatía del sujeto con su mundo y con él mismo, lo que hay es segregación, violencia, desamor absoluto ante un mundo que se desgasta en sus recursos y unas sociedades melancólicas con sujetos que no hayan más la fábrica de sus sueños, que no hayan más que la carretera libre hacia su satisfacción absoluta y con ello, su difuminación como sujetos. "El posmodernismo es la época en la que el hombre ya no se entusiasma por un futuro que canta, prometido para antes o para después de la muerte. La esperanza de una realización del ser humano se difumina. Nadie piensa más en esto." (Pommier, 2000: 9)

La ciencia si bien ha llevado cabo la realización de algunos de los sueños más elevados de la humanidad, no pudo cumplir el sueño de hacer felices a los hombres, no pudo con la falta inherente a la simbolización. Lo peculiar de este fracaso se halla en la ruptura de los ideales que mal que bien mantenían la promesa de realización de la humanidad. Al demostrar la inexistencia de un Dios todopoderoso, al desmantelar la autoridad del Padre en las diversas esferas del lazo social, la ciencia se proclamaba como el sustituto perfecto, aquel Padre que no fallaría en dar a sus hijos la estabilidad que apagaría lo acuciante de su falta en ser, y ahora, no sólo deja a la Cultura despojada de sus viejos Padres sino que ella misma, la ciencia, se demuestra impotente para restituirles la esperanza que les quitó, su total simbolismo llega a un impasse que precisamente demuestra la imposibilidad de simbolizar lo real de manera terminante y con ello, abre las puertas al Padre real del que se huye debido a que representa el reinado del lugar sin límites. El ideal más elevado, también se derrumba. "La ciencia recorrió la inmensidad de los cielos: están vacíos. De golpe, nadie se dio cuenta del corte de la amarra del Ideal, porque la fuerza que la rompió –la ciencia- formaba parte de los Ideales." (Pommier, 2000: 28)

En suma:

en la posmodernidad, la caída de los ideales concierne solamente a los que se relacionan con el futuro (. . .) (el ideal que cae hoy, es el Ideal del yo). De manera que si los ideales progresistas se derrumban, no queda nada que haga contrapeso a la regresión hacia el pasado: el yo Ideal triunfa y con él su sueño autárquico e incestuoso. (Pommier, 2000: 25)

Es decir, el ideal del yo constituye el punto de anclaje de la subjetividad en la medida en que su establecimiento permite devenir como sujeto en falta que gracias a ella puede avanzar hacia el futuro. El ideal del yo es un sueño que dicta que algún día se podrá arribar a ese punto de satisfacción, prometer para mañana una continuidad, y es eso, conservar la falta, lo que permite ex-sistir, estar por fuera del goce del ser que es mortífero por satisfactorio y que se ubica del lado del yo ideal. Por su parte, este yo ideal da goce, y este goce intrínseco es lo que termina con la subjetividad, lo que hace que la falta falte.

Podemos ver entonces que cuando la Cultura sufre de la imputación, o al menos, el rebajamiento de un ideal compartido que organice avanzar hacia el futuro nace la necesidad de crear un ideal Otro, pero ¿qué pasa cuando el máximo ideal, en este caso la ciencia, fracasa también en su pretensión, y no sólo eso, sino que con sus demostraciones desintegra los ideales que la precedieron, meollo de nuestras horas? Lo que pasa es que la subjetividad posmoderna sufre hoy como nunca una lucha encarnizada, lucha que siempre estuvo latente pero los sueños y los velos mantenían reprimida. Hoy gracias a la ciencia y a su ideología dichos velos se caen y entonces se deja ver con toda su potencia y sin tapujos tal lucha subjetiva. La subjetividad posmoderna es el terreno de una lucha frontal entre mantener la falta y colmarla, de aquí que se muestre sumamente complicado dar un panorama sólido y unívoco de la posmodernidad, pues vemos cómo esa lucha se materializa en contrastes muy marcados. Lo que se puede notar es que la balanza parece cargarse cada vez mas hacia el lado del yo ideal y es por eso que afirmo que esta era ya no sólo implica cambios de síntomas sino atentado contra la estructura misma. Hoy más que nunca se está a merced de volver al estado del organismo, un regreso al origen paradójicamente cuando de lo que se trataba era ir más allá de ese origen. Regreso a la horda primitiva como efecto de la tecnociencia y la ciega creencia en ella.

Cuando el cuerpo deja de ser impulsado hacia delante por los Ideales, regresa al campo incestuoso de la demanda materna que lo llama: "¡Ven, mi caracolito fálico!" y esta regresión seguirá el camino que tomo esa demanda, es decir, el de las pulsiones parciales: ver, comer, oler, etc. El objetivo de las pulsiones es identificar el cuerpo con una totalidad autoerótica que se explicaría por sí misma y se bastaría a sí misma (el sueño de las neurociencias). (Pommier, 2000: 26)

Diversos son los efectos fenomenológicos que se generan a partir de lo que vengo de explicar. Fenómenos que dada la confrontación entre el yo ideal (el deseo de la Madre) y el ideal del yo (la Ley del Padre), como ya lo adelantaba, son escenario de contrastes muy marcados y por ello, es común que la posmodernidad sea etiquetada por diversos pensadores con el adjetivo de "barroca". En lo sucesivo pretendo ahondar en la complejidad de algunos de esos fenómenos y explicar que más allá de su disparidad o su representación polifónica, proceden en lo estructural del careo entre ambos ideales.

2 - Tendencia a la homogeneidad

Uno de las constantes de la posmodernidad es la tendencia dentro de su textualidad a la homogenización, la cual se aplica a los más diversos componentes de la Cultura.

Se trata de una homogenización que en su esencia procede del discurso de la ciencia. Esto es así, dado que como hemos revisado, la pretensión fundamental de la ciencia es la de poder clasificar la totalidad del mundo, poder darle un lugar a todo cuanto puebla la realidad natural y cultural para poder así evitar la aparición de lo inesperado e incalculable pues esto implicaría un desorden y este desorden remite en su extremo al desamparo. La globalización, hoy tan en boca de todos, producto cien por cien posmoderno, no quiere decir otra cosa que la integración de las diferencias en un mismo sistema que la contendría a todas. Dicha tendencia a la homogeneidad se plasma en lo fáctico en la búsqueda de establecer los mismos gustos, la misma moneda, las mismas leyes, el mismo entretenimiento, la misma lengua, incluso las mismas "patologías" a todo el complejo humano. Como lo dice uno de los pensadores más notables en torno a la posmodernidad:

La grandeza de la organización social en las sociedades modernas se llevó a cabo a partir de reducir todo a la Unidad. Evacuar desigualdades, diferencias. Homogeneizar las maneras de ser, de hablar, de vivir, de producir, de amar. La definición-programa de Augusto Comte es, desde este punto de vista, paradigmática: reductio ad unum. (Maffesoli, 2007a: 41-42)

Movimiento lógico este de reducir las diferencias a la mismidad, sobretodo si se toma en cuenta que el objetivo primordial de la ciencia es el de sistematizar con la pretensión de librar en ese movimiento de la angustia que genera lo que por sí mismo no tiene un lugar (el mundo) o que al menos se nos presenta como una parte del universo que en su extrañeza conmueve nuestra subjetividad misma, y en ese camino, nos topamos con su propia extrañeza e inefabilidad. La ciencia nace como el impulso por unificar lo que aparece desmembrado, desunido, es decir, la totalidad de las cosas del universo, incluido allí el sujeto. Esto, hablando desde el psicoanálisis acarrea el peligro de erradicar lo que da su singularidad al sujeto mismo: el deseo. La tendencia a la homogenización implica la desaparición de los sueños e impone el acatamiento a lo establecido. Por esto en el fondo la utilización de la ciencia como engrudo de la Cultura acarrea en sus venas una violencia extrema como tal vez nunca se había visto, pues se trata de una violencia legitimada desde el saber, y el saber se supone como bueno en contrapartida a la ignorancia que se supone maligna.

Eliminación radical de lo Otro para imponer el dominio de lo mismo como dimensión universal: tal sería el programa del discurso de la ciencia. Por esto el propósito de lograr la uniformidad, para lo cual la ciencia homogeiniza el mundo, disuelve las familias amplias, las colectividades, tiende a borrar las particularidades y las diferencias. En el horizonte se encuentra la desaparición de la alteridad, ante todo la del sujeto consigo mismo. El sujeto debe volverse enteramente calculable, previsible, situación que no puede conducir más que a la anulación de la subjetividad que no es sino pregunta por el enigma de esa alteridad incalculable que la constituye. (Gerber, 2005: 87-88)

Pero no sólo la ciencia contribuye a la estandarización de la subjetividad (si bien es su propulsor principal), su materialización se ve beneficiada gracias a su hija la técnica.

La técnica, entendida como nos la enseña Marx, es después de todo, la que hace posible que existan los mismos objetos de consumo a escala mundial que anticipan el encantamiento de la diversidad. El hipnotismo que produce el avance tecnológico produce a su turno que los sujetos recurran cada vez más a él ya que se presenta como la posibilidad de acceso a una vida más práctica y liberada del peso de la dificultad; presenta la instantaneidad de los resultados y supuestamente abre caminos inéditos de alegría y realización. La técnica nos enseña sus logros bajo el sello de la perfección, como sabemos, la perfección implica la ausencia de fallas. En cuanto esta perfección, por otro lado, siempre caduca, se nos vende como el objeto causa del deseo (a) podemos postular el paulatino fin del deseo como deseo de deseo. En otras palabras, la técnica dice haber encontrado el objeto a y lo presenta con el deslumbramiento de lo que funciona sin alteraciones, presenta el cuerpo de un fantasma que vive a través de lo que se autorregula y está allí para complementar la ausencia de la relación sexual, ofrece amantes perfectos y en ese ofrecimiento halla su poder de saturación.

En este sentido, la tecnociencia es la herramienta que genera una reducción paradójicamente cuando lo que proponen es lo inédito. La explotación de lo novedoso a la usanza de un ciclo sin alto que en cuanto se termina se recicla, contiene el efecto de producir la pulverización de su objetivo principal pues estandariza precisamente lo que por definición no podría serlo, o sea, lo novedoso mismo.

Podría pensarse que dicha tendencia a la homogeneidad proviene de un lugar sin intereses, pero si se observa con cuidado, se puede constatar que es algo que conviene al discurso de los mercados, al capitalismo que, evidentemente, basa su éxito y difusión cada vez más amplia precisamente gracias a las virtudes que otorgan la ciencia y la técnica.

El capitalismo tiene necesidad de un habla homogénea, apropiada para vehiculizar los valores de productividad, una lengua puramente funcional. El hombre moderno, además de no hablar, entonces sería hablado por ese código transparente y sin profundidad. Eso significa que estamos sumergidos en lo indiferenciado." (Maier, 2005: 35-36)

Por otro lado, como sucede con lo fundamental de los hechos humanos en la Historia de toda la Cultura, el punto axial que organiza la proliferación de la tendencia a la unidad y la erradicación de la diferencia, se halla en gran medida sujetada al lenguaje.

Es a partir de la estandarización del lenguaje que se vuelve viable la implantación de un discurso de masas. Es también aquí, analizando las implicaciones de éste fenómeno, que podemos avanzar en exponer los peligros reales que se vislumbran en la posmodernidad, enmarcados dentro de una violencia de la que todos participamos tanto como agentes activos como pasivos. Si de lo que se trata básicamente es de la erradicación de las diferencias del lenguaje y su clausura en un código de perfecto sentido, y entendemos, al menos desde el psicoanálisis, que es desde lo inacabado del lenguaje desde donde se efectúa la subjetividad y nace el deseo, podemos afirmar sin tapujos que la homogenización del mismo como fundamento del establecimiento de los mismos parámetros para la satisfacción de lo que por definición carece de los mismos, y la pululación de la mercancía dentro de todo espacio y tiempo mundial, lleva consigo el signo de la muerte del sujeto, el fin de las decisiones y de la responsabilidad, es decir, y en el extremo, el fin del motor de la Historia. Chartier afirma: "El retorno a la unidad lingüística significa, así, la pérdida de la historia, el desvanecimiento de las identidades y, finalmente, la destrucción aceptada." (Chartier, 2005: 198) La unificación en pro de la libre circulación de los mismos productos para diferentes sujetos más que un supuesto beneficio que llevaría a un parcial cumplimiento del deseo, trae consigo el maleficio de ser absorbidos por ese Otro de la tecnociencia y el capitalismo y con ello, lo que se espera parcialmente puede desembocar en que se vuelva literal, que el sujeto se convierta en objeto de los objetos (sobjeto como lo llama Verdú) y objeto de la demanda absoluta de consumir(se) en el mercado.

Constatamos así una inversión sutil de los papeles de consumidor y consumado que se encubre detrás de la integración de los gustos efectuada desde el lenguaje literal que reduce las palabras a órdenes precisas. "Como en la utopía aterrorizante imaginada por Borges, semejante imposición de una lengua única y del modelo cultural que conlleva conduce necesariamente a la destrucción mutiladora de las diversidades." (Chartier, 2005: 199)

A modo de digresión, es obvio, que en la actualidad dicho predominio de estandarización lo tiene los Estados Unidos de Norteamérica. Curiosamente, se trata de un país sin un verdadero nombre que desde su política sustentada en su poder bélico (el cual a su vez procede de su desarrollo científico y tecnológico) impone su lengua y con ello olvida, o más bien, trata de reprimir la diferenciación de los nombres, de las palabras. Es de suma importancia subrayar el hecho de que no se trata de satanizar a aquel país -pues no está sólo después de todo, sino subrayar que dicha violencia homogenizante es en sí una voluntad meramente humana. En el fondo del deseo está la pulsión de muerte como esa avidez que intenta el regreso al Uno, a la vida incluso más allá de su finitud, esa pulsión es patrimonio de todo sujeto del discurso. "Deseamos aquello que, de ir hasta el extremo de su impulso, anularía al deseo mismo."(Pommier, 2004: 43) Así pues, el problema que hoy se nos plantea no procede de una matriz en la que existen los buenos y los malos, sino que se trata de un problema humano que encuentra en ese país, y en quienes se colocan económicamente a un lado (en la actualidad prácticamente todos, esto es la globalización) su formalización más visible.

Regresando de lleno al fondo del tema que aquí me ocupa, Verdú menciona que "Lo peculiar de nuestro mundo no es su diversidad. La diversidad ha existido siempre. Lo característico de nuestro mundo es la tendencia a la homologación." (Verdú, 2003: 15) Empero, Maffesoli por su parte nos menciona lo siguiente: "Empíricamente la heterogeneidad se afirma con fuerza: reafirmación de la diferencia, localismos diversos, especificidades ideológicas y del lenguaje." (Maffesoli, 2007a: 42) Ambas afirmaciones en un primer momento podrían pasar como antagónicas, no obstante, son perfectamente compatibles, al menos a partir de la perspectiva psicoanalítica, pues ambas son el efecto de lo mismo que he venido trabajando a propósito de la posmodernidad lo cual se refiere a la estandarización del deseo y la caída de los ideales del yo. Se imponen entonces unas preguntas: ¿Cómo puede afirmarse que la homogeneidad y la heterogeneidad sean ambas, componentes de la posmodernidad?, es decir, ¿cómo puede darse su convivencia?

Me parece que dicha convivencia o mezcolanza extraña entre la creciente tendencia a la homogeneidad posmoderna y su no menos constante y llamativa proliferación de grupos que se dan a partir de compartir algo en común, así sea lo más mínimo e incluso risorio, se topa con su razón de ser en el choque que se produce entre la caída de los grandes ideales del yo compartidos en la Cultura (progreso, religión, familia, etc.), el mandato de adaptarse a un discurso que todo lo pretende determinar (discurso de la ciencia y el capital), y el surgimiento abrupto de lo que Freud llamó en El Malestar en la Cultura "narcisismo de las pequeñas diferencias", el cual remite a ese fenómeno que se origina entre los sujetos impulsados a resaltar su singularidad sobretodo cuando la ven amenazada frente a otros grupos con quienes comparten similitudes que rozan con lo que hoy conocemos con el célebre mote de "clonación".

Se podría postular como normal que ante el imperativo discursivo de devenir predecible, de devenir dentro de los parámetros de la media que posibilita la reproducción de las mercancías, y por ende, su consumo masivo; que ante la obligación de ser absoluto y por ello indiferenciado; ante la difuminación de una promesa para un mañana mejor en el que trabajaríamos como un grupo que más allá de sus diferencias tendría un objetivo a futuro, surja como respuesta la necesidad de mantener una identidad más o menos singular, un distintivo que funcione como constancia del deseo en la era de su caza. "Por un lado, hay algo del orden de la mundialización y al mismo tiempo hay una reafirmación muy fuerte, hasta forzosa, de los particularismos". (Maffesoli, 2007a: 82)

Si no hay más Historia que esto que hoy vivimos, y tenemos la necesidad de historizarnos, de ex –sistir en base a una falta que tal vez mañana se pueda colmar y entre tanto me doy un lugar como un sujeto que responde a una identidad con su singularidad, es de esperase que recurra a una historia del pasado, que regrese a identificarme con lo que fue, que busque en la ideología sectaria de un gusto aquello que ya no tengo más en el Otro, que busque aunque sea forjarme un Otro pequeño, sin la grandiosidad de aquellos que una vez fueron, pero que al menos, me da la posibilidad de sentir que tengo un ideal, que en verdad comparto algo con alguien. Así pues, y dado que "El mundo posmoderno escapa no sólo al relato, sino también a la nostalgia del relato." Lo que ocurre es entonces que "Respetuosamente marginalizados, los ideales de ayer se vuelven una disciplina exótica del turismo intelectual". (Pommier, 2000: 10)

A este efecto posmoderno a gran escala de colectividad sobre la base del narcisismo de las pequeñas diferencias, y en clara correlación con este concepto freudiano, Maffesoli acuña el término "narcisismo colectivo" y éste se define como:

el hecho de producir y de vivir una mitología específica. Este narcisismo colectivo, que es nada menos que individual, hace destacar lo estético, ya que lo que promueve es este estilo particular, aquel de vida, esta ideología, aquel uniforme vestimentario, este valor sexual, en suma, lo que se encuentra en el orden de la pasión compartida. (Maffesoli, 2007b: 31)

Si bien el narcisismo de las pequeñas diferencias siempre ha existido como resultado de la castración y la fragilidad de la identidad que se gana en base a aquella, lo peculiar es que hoy en día, ese narcisismo no solamente se vuelve un fenómeno de cada vez mayor constancia sino que su materialización en las múltiples colectividades toma el lugar del ideal del yo, y en este sentido, suple la carencia de los ideales compartidos erradicados por la ciencia. Aquí halla su fundamento la creación de grupos que se aglutinan gracias a significantes que antes era impensable que otorgaran tal fuerza de cohesión, es decir, que tomaran el lugar del significante amo. Ahora el futbol, la música, el ejercicio, la ropa, el peinado, la sexualidad, la comida, las marcas, las drogas, etc., toman un lugar protagónico y no complementario de la identidad, dan persistencia a la subjetividad, otorgan el ideal del yo que la tecnociencia y el capital amputaron sin darse cuenta.

Más allá de esta pobreza de ideales del yo no por eso se deja de aprovechar tal fenómeno en pro del consumismo, es más, es algo que se busca. El capitalismo subsiste muy bien en este clima que diversifica los consumidores en lo mínimo y en lo esencial los unifica. "¡Ten un celular y revístelo con las ropas de tu pequeño nuevo padre, ponle el color de tu equipo o el tono de tu banda predilecta!" En el mismo estilo irónico Pommier dice:

Puedes dedicarte a las terapias New Age que te proponen ordenar ese cuerpo un tanto flotante; hay que lastrarlo con el ideal de imitación, en realidad, con cualquiera. Todo es bueno: sabiduría antigua, el Oriente, la psicología, la ecología, las nuevas religiones. (Pommier, 2000: 29)

De esta manera, basándose en estos narcisismos surgidos como respuesta a la eliminación de las diferencias, también podríamos explicar los constantes fenómenos posmodernos marcados por el talante de la segregación, el racismo, el sexismo, etc., en suma, marcados por la violencia a ultranza que es el signo de un reclamo al Padre simbólico ante la desesperanza.

En el centro de la posmodernidad, este agujero negro se vuelve más profundo: el vértigo del pasado a falta de futuro. La xenofobia, el racismo, el nacionalismo, el regreso al clan o la secta, son sus formas más patentes. (Pommier, 2000: 27)

Hoy más que nunca para que la falta exista es necesario mantenerla a costa de los de enfrente, fenómeno no de total actualidad pues siempre ha existido, empero, hoy los antagonismos funcionan como última posibilidad de hacerse de una singularidad dentro de la masa, la posibilidad última de que la estructura se mantenga aunque sea para transgredir de manera burda la colectividad vecina, es eso o la total apatía ante un mundo explicado que no deja más espacio al deseo. Si "Lo programado escapa de la libertad" (Pommier, 2000: 32) y parece no haber escapatoria alguna a la red de tal programación, la salida será cada vez más una libertad salvaje que escupe en la cara de este Otro dictador del discurso científico y de los mercados. No hay más que demostrar mi dolor, mi vacío de sueños, disparando a los que no son más mis compañeros, y en realidad de nadie, en el aula, y así restituir mi deuda.

De aquí también podemos servirnos para darnos cuenta de por qué las figuras de autoridad cada vez con mayor fuerza se instalan en la sociedad bajo programas de una total dureza. Ante el desorden se perfila un poder absoluto del lado de la ley civil. Tolerancia cero. El padre severo resurge desde los escombros de la tumba del Padre simbólico para castigar y dictar con voz grave. Este poder total del Padre parece ser la única vereda en donde puede transitar la vigencia de la ley jurídica ante el llamado que representa la violencia.

Si los jóvenes, muchachos o muchachas se sienten inseguros en cuanto a su futuro profesional, temen desempleo, la soledad y el abandono; si todo proyecto está destinado a la falta de esperanza, entonces, surge la demanda apremiante de que se erija un jefe que hable fuerte y claro para ordenar lo que es preciso hacer. (. . .) Para recurrir a él, el único lenguaje del que dispone la juventud es el de la violencia contra un mundo que se percibe como "podrido": violencia que es el signo de un llamado a la intervención de una autoridad indiscutible, a manera de un Padre ideal. (Julien, 2002: 61)

Sin embargo, en sus extremos, dicho poder del Padre posmoderno lejos de aplicarse mediante límites simbólicos, es un poder que homogeneiza y mide con la misma vara radical todas las transgresiones sin importar mucho el origen de las mismas, así, el Padre que se reclama no aparece más que en su faceta feroz y vengativa imprimiendo límites con el sello de la vendetta. Ante los grupos que representan la supuesta encarnación del cáncer social ya no existen más las reparaciones simbólicas sino los escuadrones de la muerte que eliminan del mapa la imperfección "de unos cuantos desadaptados". La violencia es un llamado y ante ese llamado ya no hay más escucha sino la búsqueda de su eliminación, es decir, la violencia se vuelve legítima y oficialmente incomprendida.

3 - Búsqueda de la eficiencia

La eficiencia, entendida literalmente, al lado de la ya mencionada tendencia a la homogeneidad, se postula como otra de las componentes centrales de la posmodernidad, incluso podría decirse que su búsqueda constante es el encadenamiento de la misma homogeneización, incluso tal vez su fundamento.

Si entendemos que la eficacia es hacer de la mejor manera posible lo que se busca, y que, evidentemente, dicho concepto contiene el espíritu positivista que busca lo exento de máculas, pienso que queda claro que el papel que juega dicha eficacia en la construcción del discurso científico es de vital importancia. Lo que busca el discurso de la ciencia, como ya hice notar, es la reducción de la alteridad hasta el punto de su eliminación total. La alteridad, hecho fáctico de la constancia del deseo, se presenta como lo no sano, lo no calculable, lo no adaptado, lo no comprensible, lo no sumiso, lo insabido, lo inconsciente en suma. Siendo así, la eficacia y toda su connotación de prosperidad y de ser miembro honorario del campo de las buenas palabras que se traducen en buenos valores, se contrapone sin miramientos a la negatividad de la alteridad. Su propósito es claro: positivizar esa misma negatividad, volverla clara. Por tal motivo, la eficacia, ejerce un dictado, es un e-dicto, por eso es e-ficaz. Y si lo bueno nos hace buenos, al menos en el imaginario, es de esperarse que se acepte el plan de acciones que propone su seguimiento, aun cuando se desconozca o se pase por alto su objetivo último que es, de nueva cuenta, la saturación de la falta. Por ende, lo que se presenta como algo saludable en su materialización no puede más que conducir a su contrario.

La tentación del mal, no es nada. La tentación del bien es la más peligrosa, porque a nombre del bien podemos cometer un mal mucho mayor. Eso sucede mucho en nuestros días. El gran peligro de nuestros días es considerarse la encarnación del bien. (Todorov, citado en Zúñiga Chávez, 2006: 51)

A ese efecto de hacer el bien a partir de lo eficaz y encontrar en su culminación el mal, en la lengua francesa se le conoce como hétérotélie. Para ser más explícito, la eficacia conduce a una paradoja:

De tanto querer esterilizar la existencia social hemos desembocado en su exacto contrario. El buen sentido dice: "el infierno está empedrado de buenas intenciones". En lenguaje más académico se llama hétérotélie: el resultado inverso de lo que se esperaba. (Maffesoli, 2007a: 38)

¿Pero cómo es que afirmo de manera tan enfática que la búsqueda de la eficacia se instala como engranaje determinante en la posmodernidad? y lo que es más, ¿cómo puedo mostrar que su efectos son devastadores y que están más apegados a la dictadura que a la realización de la libertad?

Propongo tres lugares vitales para tratar de responder, sin duda, no son los únicos pero creo que son de los más notorios dentro de la Cultura. Estos tres lugares son la comunicación, el trabajo y el amor.

La comunicación, el establecimiento de lo común, evidentemente se correlaciona con la instancia del lenguaje. Como hemos visto, el lenguaje es defectuoso pues sólo designa y no define. Hacen falta las palabras que puedan sustancializar el ser y acaparar el deseo. Hay una brecha abierta e imposible de suturar en el orden simbólico. La polisemia del significante denota la incapacidad de las palabras para comunicar de manera unívoca lo que designa. Como lo menciona Bataille "la comunicación exige un defecto, una « falla »" (1986: 39. Por lo tanto, se establece como imposible la posibilidad de una comunicación del perfecto sentido, y con ello, la viabilidad de evitar los equívocos dentro del lazo social. La eficacia en el terreno de la comunicación pretende precisamente eliminar ese dejo de equivocidad siempre presente en el lenguaje, se pretende tener las palabras precisas para todo y en este trayecto ofrecer un panorama literal en el intercambio discursivo en el que el deseo implícito en lo que se dice sea por fin formalizado.

La tecnología se instala aquí como la probabilidad de deshacerse de la molestia de hablar, la posibilidad de desembarazarse de la dificultad de la expresión que saturada está de desviaciones, de equívocos, de represión. El auge de la cultura de transmisión visual y escrita propia del mundo moderno y que en la posmodernidad encuentra su solidificación, se suma al esfuerzo de acabar con la molestia que implica la palabra propia y otorga la posibilidad de hablar desde lejos, de pasar por alto la presencia corporal que tantos problemas trae a la transmisión de los mensajes, que tanto más dice de lo que deseamos y de lo que decimos a pesar de nosotros mismos. Pues:

¿Qué es hablar? A pesar de uno, eso se produce en presencia de otro cuerpo, de su acontecimiento. Uno ni siquiera estaba pensando en eso, no sabíamos que íbamos a decirle y entonces, las palabras empezaron a encadenarse. La presencia del otro al lado mío provocó una ruptura en el espacio-tiempo, un aire gracias al cual me llegaron las palabras. A los ángeles no les pasa esto. Cuando se hablan en ciberlengua están tranquilos, protegidos por la distancia y el espesor de sus computadores. (Pommier, 2000: 32)

La búsqueda de la eficacia en el terreno de la comunicación basa su fundamento en deshacerse de lo imprevisto, anestesiar el deseo que corre bajo el discurso, la planeación de un mensaje de "sentido perfecto" en el que la responsabilidad por lo que se enuncia y lo que no se enuncia queda de lado. La frivolidad de una comunicación a distancia sin la molestia de un cuerpo que traiciona el esquema de las representaciones calculadas es el ideal de una comunicación sin defecto.

Así pues, podría decirse que hoy en día, al menos en el sentido común, el humano se perfila ante posibilidades inéditas de establecer nuevos lazos con otros seres alrededor el mundo. La opción de acrecentar la amistad y el amor es uno de los patrimonios más publicitados de esta supuesta era de la información que haría del mundo una comunidad global, que acercaría las diferencias de cada uno para hacerlas compatibles y con ello pavimentar carreteras de comunicación. Empero, creo que la proliferación desmedida de las palabras vacías despojadas de la presencia, sobre todo en la red y vía teléfono celular, la creación de vínculos alrededor del mundo desde la comodidad de la silla y la velocidad de internet, lejos de administrar la creación de relaciones perfectas saturadas de simpatía y buena vibra transcultural, ahogan a la palabra misma, la sumergen en una maraña en la que no tiene más peso, pues las más de las veces proviene no de un sujeto que no se compromete con la imposibilidad de controlar la enunciación sino de personas que hacen enunciados llenos de cálculo, de una facilidad que implica escribirle algo a alguien de donde me puedo abstraer en dado caso que la escritura no diga lo que quería decir, puedo evitarme la molestia de quedarme mudo ante lo imprevisto, puedo chatear con alguien más, conseguir el teléfono de alguien más, sin el dolor que causa ver en la presencia de ese otro, al otro lado del vínculo virtual, la falta de la relación sexual, que no nos encontramos a pesar de la compatibilidad de nuestros códigos electrónicos. De esta forma, no sólo se sutura al sujeto sino la relación imperfecta con el Otro. En realidad, hoy que supuestamente más podemos hablar más silenciados estamos. "World Wide Web. Un cuerpo grande como el mundo, tan grande que termina con el cuerpo, que se disuelve, desaparece en las incontables conexiones de la red, a resguardo de cualquier espejo." (Pommier, 2000: 31) La eficiencia de la comunicación en la posmodernidad forcluye la ineficiencia del significante para decir sin ausencia, en suma, apunta a forcluir la subjetividad.

Propongo, pues, que en la piel de la comunicación, la posmodernidad es la era del perenne palimpsesto, se escribe y se escribe sobre lo escrito y no hay más espacio para la palabra comprometida que siempre es decir a medias. Se borra la historia del sujeto al punto de hacerlo puro sujeto actual, un sujeto que reprime lo que ayer dijo, que se vuelve por eso mismo desechable, su palabra se vuelve un producto en serie en correlación a su estandarización. No es casualidad que a diario se hable hasta el hartazgo en los medios de comunicación de compromiso en la comunicación justo cuando lo que menos hay es compromiso sino convencionalismos lenguajeros, y lo que esos convencionalismos encubren siempre es la verdad, esa verdad que subyace en la falla de las palabras y aflora en el río del deseo. Se habla mucho, pocas veces se dice algo. "Monolingüista o políglota, el mundo de la comunicación electrónica es un mundo de sobreabundancia textual." (Chartier, 2005: 203) En síntesis, lo que se intenta hoy en día es domar el lenguaje, rebajar su infinita capacidad de producir equívocos a pesar de la racionalidad del yo que precisamente reprime lo irracional de la enunciación, oculta el hecho de que el lenguaje nos habita y nos determina, y oculta el hecho de que el lenguaje es un ser vivo alejado del funcionamiento mecánico perfecto.

Por otro lado, en cuanto al trabajo se refiere, la búsqueda de la eficacia se vuelve todavía más palpable. El trabajo se ha convertido en un escenario de mandatos que se sustentan en reducir al mínimo las pérdidas y multiplicar al máximo las ganancias. El trabajo cada vez tiene más las connotaciones de un castigo que las de un beneficio y retoma patrones militares para su plena instalación: reclutamiento y selección, capacitación y adiestramiento. La estandarización de los procesos de producción, el saneamiento de las relaciones dentro de su elaboración, la implantación de agentes directrices que hallan su labor en mantener a raya la voluntad para volverla dominación, son los signos de una actividad que se ha vuelto esclava de su propio juego, y que responde de manera franca al impulso capitalista del mundo.

Si bien es cierto que la palabra "trabajo" proviene del latín tripalium el cual era un instrumento de tortura de la Inquisición (Pommier, 2005: 65) no por ello dejan de ser notorios los excesos y las puniciones a las que cada vez más y de manera más aguda se ven impulsados los sujetos a soportar en correlación ya sea a mantener su trabajo o a buscarse uno que no lo deje fuera –literalmente- del mundo. El trabajo se convierte en la posmodernidad no sólo en un instrumento de dominación del tiempo de los sujetos sino de dominación de su capacidad de elección, dominación de su ideología, obviamente, estamos hablando de la dominación del deseo una vez más.

En esta época de las desilusiones mayúsculas, el trabajo se vuelve un refugio que otorga una identidad y libra del peso de la angustia que acarrea ver este planeta tierra humano tan propenso a la catástrofe y tan desolado de esperanzas que indiquen la existencia de la felicidad. Parece entonces que si se soportan las torturas del trabajo posmoderno es en la medida en que otorga una salida decorosa al dolor de existir. El trabajo parece ser una fuente muy apropiada de abstraerse y a la vez sustentarse como alguien productivo, es decir, el trabajo niega la negatividad basándose en una productividad a ultranza. Esto es así y siempre lo ha sido en el fondo, pues el trabajo es un intento por dominar plenamente lo natural. El trabajo es

un gasto de energía necesario para existencia del sujeto en su relación con lo real. Contrariamente a lo que ocurre con los animales, el ser humano siempre busca transformar un real que lo angustia. Necesita domesticarlo, medirlo, ponerlo al servicio de una Cultura nunca suficiente cultivada, puesto que la naturaleza salvaje de lo real, apenas transcurrido el tiempo de ser subjetivada, habrá de recaer de inmediato en el campo de lo real, junto con todo en cuanto Es. (Pommier, 2005: 66)

En este sentido, se puede comprender que cuando lo real más agobia, cuando se caen las prendas que lo mantenían a raya y se pierden los contrapesos contra el Deseo incestuoso de la Madre que reclama el ser, más se sea partícipe del desgaste de energías en el terreno del trabajo, más se busque allí la barrera que permite el mantenimiento de la subjetividad, y más se implementen allí encomiendas que normativicen lo imprevisto que hace hincapié en el talante imperfecto de la subjetividad. La actividad laboral hoy en día se vuelve como nunca un sustituto del ideal del yo y se ve potencializado en su capacidad de convocatoria por la imperiosidad del discurso del capital que rige la vida en sociedad. La búsqueda de los procesos limpios en la elaboración del trabajo y de los andamiajes sin falla en sus componentes (materiales y humanos) está determinada por una lado y por el otro, por lo real a secas, pues tanto la búsqueda de la eficiencia en los trabajadores como en los servicios y productos que se generan se dirigen a eliminar lo defectuoso que se ubica del lado de una subjetividad que cojea por definición y un mundo que no se deja significar de manera absoluta. Esta búsqueda se volverá tan imperativa como marque el compás del desvanecimiento de los ideales mayúsculos del yo, y se guiará por el ritmo frenético del amo capitalista que todavía cree en la realización y la señala en el estado de ánimo de las bolsas de valores.

Doy paso al último de los referentes que he escogido para puntuar los efectos de la búsqueda de la eficacia en la posmodernidad, el amor.

Se me ocurre que el amor, para decirlo a gosso modo, se ha convertido en un imperativo de encuentro absoluto. Las relaciones amorosas se han convertido en muy alto grado en una frenética caída en el aferramiento a su funcionamiento empático, y por ese camino, terminan revolcándose en la categoría de lo deshechable.

Siguiendo a Morales (1996) el amor ya no es más la construcción de la intimidad sino el terreno de la intimidación. La intimidad "Es el espacio donde los seres se relacionan sin romper, sin disolver su diferencia." (27) Por su parte, la intimidación que viene a suplir a esa intimidad y que sin dudad responde a un esfuerzo por negar la imposibilidad de la relación sexual que, como he enseñado, se potencializa en cuanto impera el mandato por hacer posible la simbolización total de lo real, se puede entender como el lugar "donde se disuelven las diferencias, es la fusión." (Morales, 1996: 27). Esto es así dado que la eficacia a la que se orienta la creación de instrumentos y parámetros en nuestros días funda la idea de que es posible la compatibilidad entre un sujeto y los objetos, y por deducción, entre un sujeto y otro sujeto. Si en la vida diaria se constata la facilidad de acceder a un indeterminado lago de productos y servicios que otorgan el confort, la rapidez y la sencillez en su utilización, es de esperarse que eso mismo se busque en la relación que se puede entablar con los sujetos. Esto es lo que dictan los talleres de amor(es) sin violencia (risas por favor...), superación personal, y escuela para padres.

Como mencioné, dado que la eficacia implica en su radicalidad la eliminación de la alteridad, el amor, siendo ante todo el lugar del desencuentro más que del encuentro, precisamente gracias a la diferencia que marca el deseo inconsciente del cada cual, está llamado a someterse a su limpieza, cosa en verdad trágica. En suma, y como cualquier tonto puede ver, hoy ya no se "gasta" más en las personas sino en las cosas, es decir, hoy la realización se busca en la posesión de objetos que obsequian un estatus anhelado y que en el imaginario darían consistencia a una realidad interior que si de algo carece es precisamente de consistencia.

Lo anterior viene a colación de que tradicionalmente, para amar a alguien había que admirarlo por sus altezas ante la vida, por la asunción de su finitud. Hoy que ya no se puede admirar a alguien por su singularidad sino por el número de productos y disposición de personas de las que haga mano, lo que según sirve para sentirse pleno y hasta perenne, no se puede más que esperar que en la relación amorosa o bien se caiga en la tremenda desesperación provocada por la imposibilidad de entenderse, de ser uno mismo, o se caiga en el deshecho desenfadado de las relaciones y su reciclaje a la usanza de cualquier producto que ofrece el mercado. Precisamente esto es lo que le esta pasando al amor: se ha convertido en un producto, en una competencia, y en sus costados sangrientos, no menos actuales, en sumisión total a lo que debería ser una relación con plena comunicación y seguridades de esas que ofrece cualquier aseguradora. A lo intangible y por lógica imperfecto del amor, se impone lo material y funcional de las mercancías. El amor en la posmodernidad es pues un fetiche más que, como una banda contra las cortadas que genera la navaja de la caída de los ideales del yo, se puede comprar y cambiar pero no sin consecuencias, pues de lo que se trata allí, trayendo a colación el título de una obra ya citada, es de las palabras y no de las cosas.

Hoy, las sociedades se han vuelto fetichistas, un tanto perversas en ese sentido. Recurro otra vez a mi interlocutor constante en este escrito:

Fetichismo de la mercancía" significa que el hombre busca su realización en las relaciones con sus objetos (en su apropiación y consumo, si queremos decirlo de este modo) y no en las relaciones con sus semejantes – a través de lazos sociales y político, por ejemplo-. Por un lado, la ciencia sutura al sujeto y, por otro, la fetichización lo cosifica. Sus efectos se conjugan. (Pommier, 2000: 45)

Esto ocurre no por mera casualidad sino como un efecto más de la mercantilización de los lazos sociales, es algo conveniente obviamente a los mercados que aprovechan el anzuelo del amor para promocionarse y sacar partido. "Entre más tengas, más te querrán", "entre más tengas, más te darán". A esto se reducen los eslóganes de la publicidad en su referencia directa al amor y en general a los afectos. El progreso del sujeto en el amor se vislumbra como algo concomitante a su adquisición de diferentes objetos de la eficacia. Aquí, como en todos partes, la ciencia y el capitalismo van de la mano.

La ideología de la ciencia entra en resonancia con el fetichismo de la mercancía porque si la primera tañe el fin de las ideologías del progreso, el segundo está interesado en promover la idea de que el estado actual no va a cambiar nunca, que el liberalismo está instalado para siempre: ¡los negocios andan mejor si no se anuncia una revolución! Mercancía entre las mercancías, lo somos, mucho más cuando el genetista nos dice que estamos programados así, y que no tenemos otra cosa que hacer que callarnos. (Pommier, 2000: 45)

Sí, callarnos y seguir la regla que en el amor pasa a ser de dar lo que no se tiene a quien no lo es, como lo enseña Lacan, a dar lo que se tiene a quien debe ser para que así, yo sea.

Muchas arterias se hacen polvo en la posmodernidad, tal vez otras nazcan pero no será sin el lazo amoroso y la asunción de los linderos a los que el amor mismo nos conduce. El punto está en si sabremos afrontar su verdad, su completud a medias. El amor, cosa que desde el psicoanálisis conocemos, es lo único que puede condescender del goce al deseo, y entre estos dos reinos se da hoy la lucha. Es al final de estas líneas donde profundizaré sobre este asunto capital. Por lo pronto, puedo cerrar este apartado recordando la escritura Lacan, recurro a una cita del mismo que claramente sintetiza lo que hasta aquí he desarrollado y toma de la mano lo que en seguida diré. En Función y campo de la palabra y del lenguaje en psicoanálisis, se nos dice:

El yo del hombre moderno ha tomado su forma, lo hemos indicado en otro lugar, en el callejón sin salida dialéctico del "alma bella" que no reconoce la razón misma de su ser en el desorden que denuncia en el mundo.

Pero una salida se ofrece al sujeto para la resolución de este callejón sin salida donde delira su discurso. La comunicación puede establecerse para él válidamente en la obra común de la ciencia y en los empleos que ella gobierna en la civilización universal; esta comunicación será efectiva en el interior de la enorme objetivación constituida por esa ciencia, y le permitirá olvidar su subjetividad. Colaborará eficazmente en la obra común en su trabajo cotidiano y llenará sus ocios con todos los atractivos de una cultura profusa que, desde la novela policiaca hasta las memorias históricas, desde las conferencias educativas hasta la ortopedia de las relaciones de grupo, le dará ocasión de olvidar su existencia y su muerte, al mismo tiempo que desconocer en su falsa comunicación el sentido particular de su vida. (Lacan, 2005: 270-271)

Esto lo decía Lacan en 1953.

4 - Narcosis generalizada

He señalado de manera exhaustiva algunas de las consecuencias más notables que acarrea consigo la posmodernidad, consecuencias tales como la homogenización y la búsqueda de la eficiencia a todo costo. Al mismo tiempo, he puntuado que desde las profundidades del psiquismo resurge la regresión hacia el yo ideal que debemos entender como regresión al goce sin tapujos. Evidentemente, este fenómeno es la fuente de un dolor del alma invisible que en la cotidianeidad se vuelve visible. El sujeto posmoderno sufre y ante ese sufrimiento que emana de la ruptura del lazo social se genera otro fenómeno de no menos relevancia que se puede titular como "narcosis generalizada", es decir, la proliferación del uso de las drogas como salida ante la imperiosidad de una Cultura sin ideales a futuro y un mandato de funcionamiento óptimo en el día a día.

La ausencia de un Padre simbólico que ponga un alto al acoso de lo real que se vuelve más imperioso mientras más se le intenta negar vía la formalización, produce el efecto de recurrir a bálsamos de la anestesia y la evasión, y el nacimiento concomitante de toda una ideología del bienestar y el escape de una realidad cruda. La presión por "superarse", por "adaptarse" y por ser "productivo" se vuelve una pesadilla que retoma los mejores ropajes de la dictadura. Desde las arenas espesas de la cosificación clama un sufrimiento subjetivo que a su vez procede de un deseo que agoniza en los márgenes de la mismidad y el ninguneo. Qué hacer ante esto sino acallarlo. Con lo que sea, mientras más rápido y sin aparentes efectos secundarios, mejor. Para eso están las drogas legales e ilegales. Su uso ha pasado de ser una experiencia de lo místico y de la revelación interior a una obturación y ocultación de ese mismo interior subjetivo y también de un exterior social putrefacto en muchos órganos.

Hoy en día, sobre todo en las grandes urbes de Occidente, ante el vacío de proyectos que apuesten a un futuro mejor, ante la dificultad lacerante de sobrellevar para muchas personas un presente ya no digno, sino más o menos soportable, ante el derrumbe de las ideologías del progreso o fraternidad fructífera, han resurgido propuestas religiosas de redención y consuelo. Lo singular es que los dioses a los que se apuesta en estas nuevas religiones se han transformado de guías místicos y suprahumanos en sustancias químicas de una farmacia industrial. (Martinelli & Morales, 1998: 122)

La narcosis generalizada se convierte así en un Otro de la calma y el desfogue a la vez. Del lado legal, los sujetos cada vez más son acarreados hacia los mantos del químico, ya sea para que se calme o hable apropiadamente. Mientras que del lado ilegal, los sujetos cada vez son más acarreados a liberar su presión, su inhibición y su reclamo al supuesto Padre todopoderoso del mercado y de la ciencia en las fronteras que demarcan lo aceptado de lo impropio, y que desde la psiquiatría actual –y también desde ciertas versiones groseras del psicoanálisis- se conoce como lo antisocial.

Como ocurre con todo en la constitución social, tanto el aspecto legal de la narcosis generalizada como su aspecto ilegal, son ambos componentes de todo un sistema que los produce como condición de existencia misma de su totalidad, es decir, lo anormal del uso de las drogas de la persecución, de la complicidad institucional y policiaca, como lo normal del uso de las drogas de la recomendación médica, ambos, proceden de una misma necesidad, de una misma encomienda en beneficio del sistema de producción para que funcione de manera óptima, sin pérdidas que generen una desestabilización irreparable. Todo depende de qué lado del sistema productor te encuentres: si eres desempleado y pobre para ti tenemos "el flexo", "la piedra barata", "el tiner", y si eres empleado y no tan pobre, para ti tenemos los ansiolíticos, los antidepresivos, los somníferos y la cocaína en una presentación no del arrabal. Y si no sabes ya qué eres y de todas formas sientes que te ahogas en ti mismo, tenemos alcohol y los cigarros, sólo por mencionarte un pequeño color del abanico amplio que en los laboratorios creamos. Estamos para hacerte feliz, aunque sea por un momento, después de todo, y como buen padre perverso y obsesivo que no quiere saber nada de su castración y mucho menos de su deceso. . .

Las drogas convocan a quienes ante el silencio de la risa cósmica o el ruido de la ciudad ingrata acuden a la necesidad de creer que sí hay algo que los salve, que los eleve, que los cure. ¿Que los cure de qué? Del desempleo, del maltrato, de la sumisión ante el estado o la empresa, la familia o la globalización económica. No es tanto una claridad terapéutica como una sed de fe. La droga aparece como algo tangible, visible, incluso obtenible, no sin problemas, no sin dolor, pero recompensable al final del esfuerzo. Un nuevo Dios surgido de las farmacias clandestinas se enfrenta al viejo Dios urgido de los templos bíblicos. Se perfila la necesidad de creer en un Dios, absoluto y generoso. Como ya dijimos, el adicto en el fondo es un hombre de fe; sea por desesperación o por necesidad, el sujeto se ve entregado a la pasión de la creencia en Otro que lo salve, lo divierta y lo eleve. (Martinelli & Morales, 1998: 122)

Entre lo ilegal y legal del uso de las drogas después de todo sólo se trata de ideología. No obstante, en las entrañas tanto de un lado como del otro, está el mismo propósito: idiotizar al sujeto que se resiste a aceptar que todo está dicho, y callar el llanto de los hijos que se niegan a aceptar que mataron al Padre y no saben más que hacer con eso, que resisten a afrontar su duelo y actúan como si el Padre estuviera vivo.

Cada religión ofrece drogas que permiten subirse a su sueño y el pasaje de la era moderna al posmodernismo está acompañado por un cambio de drogas. Decenas de tipos de medicamentos no hacen otra cosa que reemplazar las drogas tradicionales: " ¿Le sacaron su sentido místico a tu vino, del que cada gota era la sangre de Cristo? ¡Entonces, toma antidepresivos! ¡También te quiere sacar tu opio, a ti, que fuiste a buscar otro padre a Oriente! ¡Traga la metadona!" La droga ilegal es la de la otra cultura, la del otro dios. La droga legal es la del nuevo dios, el de la ciencia. (Pommier, 2000: 60)

Evidentemente, dicha proliferación del uso de las drogas, sobretodo en el ámbito institucional, está en sintonía con la homogeneización de la que ya hablé, en el sentido de que se intenta estandarizar el dolor singular del sujeto, y con ello, la historia de ese dolor. Por supuesto, dicho uso de las drogas también se relaciona, o más bien, es un efecto de la búsqueda de la eficacia, dado que ante el síntoma, el cual desde el psicoanálisis conocemos como "lo que no anda", la prueba de que no todo es posible acapararse, se dirige todo un arsenal de la supuesta salud orgánica y mental que intentan hacer que ande. No importa lo que duela, la impotencia y el sinsentido, para todo ello hay algo que se puede administrar y cuyos efectos se pueden observar a corto plazo, todo con la finalidad de que el sujeto funcione bien y no haga demasiado barullo.

Cuidado con el peligro: al primer problema hay que pasar por la cirugía o los medicamentos: la psiquiatría clásica fue desmantelada y neurofisiólogos o médicos del comportamiento acechan por todas partes. Con ellos, los programas de rehabilitación tienen que ser rápidamente rentables. El resultado es el embrutecimiento cotidiano de millones de personas con medicamentos. ¡Adelante, soldaditos! (Pommier, 2000: 68)

Lógicamente, el uso oficial del medicamento, entiéndase droga, está basado en diagnósticos que operan en lo visible, se trata de un abordaje médico en su más viejo estilo en el que la palabra queda reducida a puras respuestas ante el cuestionamiento. Dicho diagnóstico y su derivado abordaje se centran en los motivos del síntoma y no en su causa, es decir, se trata de diagnósticos que intentan restablecer lo operacional del yo, darle la consistencia que el síntoma muestra como imposible. Así pues, la narcosis generalizada que se gesta del lado del discurso oficial científico es una consecuencia de ubicar la verdad del sujeto del lado del órgano y de un profundo desconocimiento de la función del lenguaje que constituye la estructura de toda humanidad. "Si es posible encontrar los mediadores fisiológicos de un sufrimiento y se puede actuar sobre sus mediadores de manera exitosa, entonces éstos serán considerados como las causas del dolor" . (Pommier, 2000: 58)

Podría pensarse que los efectos de tal narcosis médica en realidad no representan mayor peligro, si después de todo curan y calman. A lo que podemos responder que siempre que algo se gana, algo se pierde. Y en este caso lo que se pierde es demasiado, pues se trata de la responsabilidad del sujeto para consigo mismo. Si la cura del síntoma no puede desprenderse nunca de su talante psíquico, e incluso allí se hallan gran parte de sus determinismos estructurales, podemos señalar que al pasar por alto la posición del sujeto ante su propio dolor, al soslayar lo que tendría que decir sobre lo que lo aqueja y en su lugar se implanta una razón genética o ambiental, es decir, una razón exterior a la materialidad del síntoma, lo que se transmite es: "Tú no tienes nada que ver con tus dolores, esto son ajenos a ti, estaban inscritos en tus genes, estaban flotando en el aire." Cualquier acción del sujeto, vista así, puede justificarse: desde el alcoholismo más burdo hasta el crimen más rojo. Se trata de una posición del "alma bella" que retomábamos en la escritura de Lacan al final del apartado anterior en la que el sujeto se abstrae de su realidad y la deja en manos de las circunstancias, y no obstante, se queja de ellas.

Haciendo un punto de capitonado, tenemos que el auge de las drogas como uso médico, tal y como lo señalaban los griegos, se traduce en la envergadura del pharmakon, pues por un lado posterga el dolor que pulula en la subjetividad y por el otro causa un mal tal vez peor que es la aceptación de la sumisión y el alza de la cobardía a la categoría de la estabilidad. En otros casos, en el caso de los olvidados: el residuo lógico de toda sociedad industrializada comandada por el mandato de éxito a diestra y siniestra, que vive en la mierda literalmente, en esos casos que imponen un mutismo lacrimógeno en los que en verdad no parece haber salida, la droga funciona como el único lecho que permite no reventarse las venas.

Este es, pues, otro signo de la posmodernidad: la drog(a)-dicción 4, el dopaje de la palabra, como uno de sus centros y no como una periferia.

5 - La era del superyó

En todo lo que he venido desarrollando hay una constante que he indicado de manera explícita en su momento y de manera implícita en todo momento. La constante versa alrededor de lo que podríamos llamar bipolaridad de componentes de la posmodernidad: reducción de las diferencias y la proliferación de grupos que se distinguen entre a partir de las pequeñas diferencias, la búsqueda de la felicidad total como motor de la ciencia y el desencanto ante la vida y su manifestación en violencia, adicción, apatía y demás. Es decir, he hablado del encontronazo del yo ideal sobre los pliegues de la caída del ideal del yo, lo que podría traducirse como el regreso del goce ante la debacle del deseo.

Si hablo del goce como aquello que apunta a barrer con el deseo (y para puntualizar que dicha bipolaridad posmoderna se gesta de facto ante todo subjetivamente), sin duda hablo de una célebre instancia psíquica que recibe el nombre de "superyó". Dejo ver entonces claramente mis cartas con relación a lo venidero: la era posmoderna es la era del superyó, tal cual.

La era posmoderna es la era del superyó dado que en su centro lo que comanda su textualidad no es otra cosa que el imperativo por satisfacerse una vez que el lugar del Padre simbólico se demuestra impotente para poner límites e itinerarios de la realización a futuro. Una vez que el ideal del yo cae en la bolsa de la ciencia es posible pensar en la liberación y en este sentido, es que se vislumbra el goce del ser como lo único que podría cumplir con dicho objetivo de plenitud, como única certeza que, aunque del orden de lo inefable, no deja de manifestarse diríamos, materialmente. Lo peculiar de esto es que incluso en lo referente a la primacía del superyó también existe una bifurcación que se refleja en manifestaciones que aparecen como contrarias y que se muestran en antagonismos marcados, quiero decir que en la posmodernidad el superyó se muestra como es: como censor e instigador. Tanto de un lado como del otro es el goce lo que da cuerpo a semejante aparente contradicción. Se corra por el lado que se corra, por la línea derecha o izquierda en relación con el superyó, ambas líneas se topan en el punto en el que se haya el goce. El superyó es pues una banda de Moebio que por un lado regula al máximo la voluntad y por el otro la alienta al abismo también al máximo. Esto signa el hoy posmoderno. Esto es lo que sigue.

Superyó censor

De manera clásica el superyó se nos presenta como una instancia del aparato psíquico que está allí para regular la voluntad a la usanza de un gendarme interno. Básicamente de lo que se ocupa el superyó, de acuerdo a una lectura apegada al discurso freudiano, es mantener a raya toda voluntad por transgredir lo prohibido, esto con la supuesta intención de mantener el bienestar del sujeto. Siendo así, lo que busca el "lado freudiano" del superyó es evitar el dolor que por lo común surge en el camino que se construye cuando se sigue el deseo hasta sus últimas consecuencias. El superyó censor o freudiano es una instancia de la amenaza y del castigo, de la culpa moral y de la deuda impagable del ser del pecador quien está ante la tentación constante de lo interdicto.

El superyó censor existe en coordinación al Bien supremo del sujeto, seguir su programa, por otro lado imposible, regula los niveles de excitación para que éstos no rebasen la estabilidad que se espera socialmente y no surja algo "loco" o que no quepa dentro de los márgenes de lo permitido. Evidentemente, si el superyó censor existe y se instala como un juez implacable ante toda tentativa por rebasar los marcos de lo moral es en relación directa a la presencia de una deuda con el goce. Es de la falta del goce y de la tentación por hacerse de él que el superyó freudiano toma todo su armazón para mantener reprimida dicha pretensión. Se trata pues, de este lado de la banda, de un superyó que busca la bonhomía y limpiar de toda culpa la subjetividad, sin embargo, en este mismo movimiento, el superyó censor vuelve a la culpa impagable y al deseo obturado. De acuerdo a Braunstein:

El superyó que hemos llamado freudiano, el que ordena someterse ante la amenaza de la castración y que queda como remanente o heredero del complejo de Edipo, es el fundamento de una forma particular del goce que es el goce del síntoma neurótico y de la culpabilidad, de un goce que surge del recular del sujeto ante la castración. (1999: 239)

En la posmodernidad son muy recurrentes las consignas y fenómenos que podemos poner en la cuenta del patrimonio de este superyó censor. Existen ciertos adjetivos que hoy toman un lugar protagónico en la marcha de la subjetividad. Adjetivos como "transparencia", "higienismo", "salud", "seguridad" y "vigilancia" constituyen los mandatos en pro del Bien al que nuestra cultura se dirige cada vez de manera más rápida. Parecería que ante la descomposición de los ideales del yo se intensifican los mandatos de hacer el Bien por sobre todas las cosas, y así, acercarse a una supuesta estabilidad u homeostasis que harían contrapeso a la maldad que impera en el discurso y en los actos del mundo globalizado. Además, si lo que supone el avance de la ciencia es el progreso y se cuenta con la técnica para sanar aquellas articulaciones que encarnan un mal, es decir, que encarnan la muerte, lo que se genera con toda lógica es la implantación de estos adjetivos del Bien a todo aquello propenso a la mejora. En este sentido, el superyó censor es un superyó del ideal de la vida limpia, de la conservación, la mejora, y en un punto más alto, de la eternidad.

Toda una política del samaritanismo se posiciona como la voz que ordena diferentes ámbitos de la vida pública y privada. Se busca la democracia en los procesos de elección; se habla de transparencia ante el manejo gubernamental de los bienes de las naciones, ante el manejo médico, y en realidad ante todo lo que implique el manejo de lo vital; se establecen normas de mejora de la calidad en la producción de cualquier producto; se busca no desperdiciar y reciclar todo lo que se pueda; en síntesis: se busca segregar el mal justo cuando dicho mal parece llevar la ventaja. Más claro, el esfuerzo desmedido por sanear el mundo procede de la reiteración del mal en el vientre del mismo en esta época del libre pensamiento y de la libre empresa. "A mi alrededor, quieren mi bien y el de la humanidad. Se preocupan por mi salud, me ayudan a seguir el camino recto de la pureza." (Pommier, 2000: 46) En palabras de Verdú se trata de hacer una "naturaleza desinfectada, la vida barrida de bazofias, filtrada, aromatizada y barnizada." (2003: 45)

Dicho mandato por el Bien con claros tintes de caer en una apatía marcada por lo pulcro y lo sin defectos encuentra en el cuerpo su manifestación más patente. Hoy para ser feliz no hay que enfermarse y a la vez esculpir un cuerpo perfecto, así, atractivo y limpieza se conjugan en la lucha contra la oxidación y la fealdad. Todo el despliegue de la salud a rajatabla esta allí para hacer posible la victoria del cuerpo del Bien: cirugías preventivas y estéticas, vacunas para la gripa, chequeos mensuales de la sangre, medicamentos que se deben usar de acuerdo a la edad, prevención alimentaria, yoga televisado, fitness erótico, máquinas de ejercicio para quemar las grasas y sacar las toxinas que acaban con la vida, agua y sólidos que contienen "nada", existe también la amenaza del SIDA como regulador de la sexualidad excesiva. Toda esta ética del Bien que recae en el cuerpo humano y en el cuerpo de la Cultura global procede de que:

Cuando los Ideales tradicionales se desmoronan, el propio cuerpo se vuelve el ideal, el cuerpo mezclado con todas las salsas –genética, neuronal, hormonal- se vuelve causa de él mismo, causa sui, en nombre de la religión neurofisiológica" (Pommier, 2000: 56)

Es decir, si no hay más ideal del yo que valga a la altura de la vida en sociedad, sólo quedo yo y lo que según me pertenece, es decir, mi cuerpo. La perfección todavía es posible aunque sea de manera individual. ¡Sálvese quien pueda! ¡Tú pedes hacerlo! El superyó que siempre dicta que algo te falta para eso está, para empujarte a una perfección que eclipse la imperfección, o sea la degradación que implica la muerte y la mala saña a la que resistimos hoy y que toma el papel central en la convivencia después del surgimiento de la "emancipación del hombre". Esto supone una total sumisión al Otro de la buena voluntad, empero, si se observa bien ese Otro en el fondo es un Otro perverso pues su discurso es el discurso de la negación de la falta, como hemos visto, dicha falta es estructural y no un mero defecto corregible, por lo tanto, nunca se halla dicha felicidad y mientras más se hace por conseguirla más se ensancha el monto de la culpa y de la deuda inconsciente, puesto que en el fondo se trata de una deuda con el deseo el cual carece de objeto para su satisfacción. "Una responsabilidad estresada por la máxima tensión, siempre demanda más y siempre queda por debajo de las exigencias que le son inherentes." (Morales, 2007: 11) El juego que dicta el superyó censor es un juego de antemano perdido pues no hay posibilidades de apagar la insistencia flamígera de la falta.

El autocastigo, la paronia de autopunición, los despojos, la recurrencia de los accidentes, las prisiones, las desgracias y las operaciones quirúrgicas no son las señas de haber actuado conforme al deseo sino en tanto que ese deseo está alienado en el fantasma del goce del Otro, ese Otro que supuestamente demandaría la castración. Culpa y remordimiento están así en la órbita del goce fálico, de la fantasmatización masoquista y edípica, del castigo impuesto por el retroceso ante el deseo inconsciente. (Braunstein, 1999: 239)

El superyó censor dado que se disfraza de hacer y buscar "lo bueno", lo que preserva la vida, aleja de la vida misma al reducir la excitación y la molestia a grados mínimos, y también, es el es factor determinante de toda una cultura del consumismo que vende ese mentado "bueno" en las más diversas presentaciones. La alegría y la estabilidad se han convertido así en un producto del mercado. Como lo puntúa Lipovetsky:

La sociedad cuyo valor cardinal es la felicidad de masa arrastrada ineluctablemente a producir y consumir a gran escala signos adaptados a ese nuevo ethos, es decir mensajes alegres, felices, aptos para proporcionar en cualquier momento y para la mayoría una prima de satisfacción directa. (2003: 156)

No obstante, el superyó censor a través de su encomienda por no darle lugar a la falta, como ya lo señalaba pero no está de más enfatizarlo, encierra un engaño, o mejor dicho, un desconocimiento que se traduce en sufrimiento, en siempre estar lejos de la meta. "De tanto querer sanar el mal que nos habita, "curar" los oprobios, desórdenes y otras disfunciones, nos vuelve depositarios de un mal más grande. Lo mejor, lo sabemos, es el enemigo del bien." (Maffesoli, 2007a: 41)

Superyó instigador

Si del lado de la banda del superyó censor o freudiano lo que se ejerce es un desconocimiento del deseo, aunque en su interior su actividad no está más que comandada por el mismo, del lado del superyó instigador, o lacaniano, pulula lo obsceno, es decir, el mandato por cumplir con el deseo hasta el punto en el que se encuentre el goce y con ello el fallecimiento de la subjetividad. "El superyó lacaniano no puede confundirse con el freudiano. Su imperativo no es de obedecer sino el de gozar y el goce es precisamente lo que superyó freudiano prohíbe." (Braunstein, 1999: 237)

Es decir, el superyó lacaniano es franco y es la faz verdadera que encubre el superyó freudiano como se demuestra en Kant con Sade, pues la orden que instala no es metafórica ni metonímica sino literal, ordena "un goce irrefrenado, ajeno al lenguaje y que no quiere saber nada del Nombre-del-Padre como función metafórica que lanza al deseo." (Braunstein, 1999: 237-238) El lado negro del superyó aquí se muestra en oposición al aparente lado blanco que representa el seguimiento de la bondad.

De este lado de la banda moebiana del superyó podemos formar otras tantas manifestaciones de la cultura posmoderna: satisfacción a ultranza, era del espectáculo, liberalismo sexual, exposición al desnudo, o sea el primado de lo obsceno y de la pornografía. El superyó se quita los velos y se muestra como dice Lacan: feroz e implacable dictando la búsqueda de la realización proveniente de la decadencia del Otro en su estatuto de limitante. En síntesis, la inestabilidad delante de la fuga de los límites que se busca reprimir del lado del superyó censor, de este lado franco retoma sus fueros, incluso podríamos decir que la preocupación contemporánea por mantener la estabilidad y el bien moral proviene de esta constante por desestabilizarse gracias a la devastación del ideal del yo. Por eso es que comparo al superyó con la mentada banda de Moebio, pues ambos lados buscan el éxtasis, de un lado con una pretensión de Nirvana y del otro con un rompimiento de toda limitación. Los lados contarios se encuentran de frente en la posmodernidad e indican que "El orgasmo se convirtió en un deber." (Pommier, 2000: 68)

Los esfuerzos de la ciencia por mostrar las entrañas de sus objetos de estudio ha tenido el efecto de llevar esa iniciativa al grueso de la Cultura. Con sólo prender la televisión es fácil advertir la obscenidad. Lo que se nos muestra es el interior antes oculto de los sujetos, se nos muestra su manera de gozar y se inventan dispositivos para que gocen en vivo y en directo. Repito, se nos muestra toda la escena privada, lo cual transmite la legitimidad del "todo se vale" en beneficio de una felicidad extasiada. Sin embargo, el punto cumbre de mostrarlo todo se topa con el hartazgo y el asco, pues una vida desmontada de todo velo no puede más que producir un sin sentido absoluto a la vez que una decepción mayúscula dado que lo que se pretende mostrar con el espectáculo de glotonería visual nunca logra mostrar precisamente eso que la determina: el objeto causa del deseo, el objeto a. Así, el mundo mediante el mandato superyoico de hacerse del goce borra las distancias y con ello se vacía de toda complejidad precisamente mostrando todos los cableados de su textualidad e imponiendo un entretenimiento virtual, y por eso mismo, se vuelve partidario del aburrimiento y de lo tautológico por excelencia.

Esa pérdida de la distancia que organiza lo obsceno es un exceso de proximidad donde algo está fuera de juego: la complejidad del cuerpo, el misterio del ser, la "hojarasca" de las cosas. Al despreciar el espesor de la duración, al rechazar el pasado, el consumidor es promovido a imagen final del ser, a la encarnación última de la especie. Convencido de poseer el derecho a la inmediata satisfacción, el hombre se persuade de que todo le será dispensado por instancias acogedoras, llamadas Progreso o Crecimiento. El goce y la felicidad, impuestos como referencias mayores, reemplazan a la salvación cristiana. El placer se ha vuelto obligatorio: exigencias de seducción, de euforia, de dinamismo, el cuerpo es exaltado pero, bajo una faz de permisividad, resulta sometido. En cuanto a la felicidad, se la define como la opulencia, como el ilimitado aumento de bienes, lo que se convierte en factor de asimilación para una cantidad cada vez mayor de individuos. (Maier, 2005: 34)

Básicamente, existen dos caminos a seguir del lado del superyó instigador: gozar de la sexualidad y gozar del consumismo. Como es obvio, lo que ambos corredores escanean es el litoral del goce como aquello que borra la inconsistencia. Es por esto que la pornografía convive con la obscenidad, e incluso tal vez sean lo mismo, pues en los dos términos hay una ausencia del toque del deseo, existe una objetivación del partenaire y una objetivación final del sujeto que en su desconocimiento supone que en las múltiples búsquedas en el mayor número de camas, en el mayor número de canales y en el mayor número de establecimientos podrá encontrase con su parte maldita para por fin dominarla. En otros términos, esa búsqueda de lo verdadero mediante la provocación de la caída del marco, reprime precisamente a lo verdadero, o sea: la verdad de la falta de un objeto pleno para la satisfacción total y la verdad que señala que no hay subjetividad que se pueda sostener sin la hiancia estructural. Pero, aún así, el superyó de la franqueza que está más para aventarnos a la oscuridad que a la iluminación insiste e insistirá una vez que el lugar del Otro se ha vuelto perverso y se guía por la consigna del éxito a través del consumismo, la maestría en la técnica y una "liberación sexual" que no por decirse "libre" se conoce mejor en sus imposibilidades.

La tecnología se ha vuelto porno: en efecto, el objeto y el sexo han entrado en el mismo ciclo ilimitado de la manipulación sofisticada, de la exhibición y la proeza, de los mandos a distancia, de las interconexiones y conmutaciones de circuitos, de las "teclas sensibles", de las combinaciones libres de programas, de la búsqueda visual absoluta. (Lipovetsky, 2003: 168)

De aquí, del desgaste de mostrarlo todo con la finalidad de ver si detrás de los "obstáculos" está lo que nos falta, ímpetu de lo porno y estructura de lo obsceno, nace un mundo de la tautología que sin importar lo que muestre se basa en una misma estrategia que poco a poco se va desgastando. De tanto querernos sorprender ya no nos sorprendemos y seguimos sintiendo una sensación de incompletud y el mandato concomitante del superyó instigador por rellenarla. ¿Qué más quisiéramos ver, con quién y con qué más quisiéramos gozar para asumir que hay algo del orden de lo inasible que nos determina?

El auge del porno sería, pues, un signo de la demanda de "verdad-verdad", el grado extremo de la ansiedad por lo auténtico (¿lo honesto?) puesto que, en el porno, ni la erección ni la eyaculación pueden fingirse. Son, por lo tanto, muestras de realidad estricta, una vez que la realidad ha desaparecido o se adultera en los media. La diferencia, sin embargo, respecto al cinéma vérité de los años sesenta es que entonces lo revelado era denuncia para provocar insurrección, mientras que el porno es hoy, ante todo, disolución masturbatoria, tautología genital. (Verdú, 2003: 175)

Esta voz del superyó, parafraseando a Marta Gérez-Ambertín 5, la voz que ordena: "¡Goza!", en la posmodernidad toma el estatuto de un derecho humano. Ahora la realización del goce no es algo que se permita parcialmente sino que se impone como algo legítimo, como patrimonio de la ciencia y primado de la democracia, incluso aquí está el verdadero fantasma de todo proyecto democrático: hacer que todos gocen. Y para tal efecto se abren diversas vías mediáticas que funcionan como los orificios del cuerpo en la cúpula, receptorios de una fuerza de seducción que cada vez se expanden más y no dejan de no inscribir lo real que los gatilla y que pretenden aprehender.

Ahora, la democratización de los medios no significa tan sólo la masiva difusión de los sucesos; esto es lo más trivial: la verdadera democratización radica en el vibrante derecho de los individuos a satisfacer sus deseos de ser sucesos, materia prima de los programas masivos que constituyen los reality shows. (Verdú, 2003: 120-121)

Me voy acercando al final de este apartado con una cita del inspirador princeps de este texto a nivel teórico que acentúa el efecto desubjetivador del mandato instigador del superyó, y su conjunción con la cultura visual-digital:

En cada momento siento que mi pensamiento me es sonsacado: los medios de comunicación piensas en mi lugar sin descanso. Si me dejo ir, mi vida puede volverse totalmente virtual. En todas partes me muestran lo que es la felicidad: le sucede ante mí a otros, es como si fuera yo. Es mi consumismo virtual, mi exterioridad en el mundo, yo, el último hombre o el primero –ya veremos-. (Pommier, 2000: 16)

Esta bipolaridad del superyó, que señalo en su talante de censor y en su talante de instigador, lo cual, por otro lado y como breviario cultural en Deleuze y Guattari podemos encontrar bajo los nombres de "polo paranoico" y "polo esquizofrénico" 6, acentúa el malestar en la cultura posmoderna y evidentemente, acentúa la división subjetiva al punto de llevarla a su explosión. Si bien presenté un poco de manera esquemática la división entre un lado y otro de la banda, no por ello podría decirse que existe el bando de sujetos apegados al superyó censor y el bando de los apegados al instigador, sino que ambos conviven en la subjetividad de las masas en nuestros días, de aquí la dificultad y el disparate que es hacer una tipología de los sujetos de nuestro tiempo como se intenta en muchos lados.

Para terminar este punto, resulta claro para quien se encuentra inmerso en una discusión psicoanalítica y dado que apareció en el párrafo anterior la alusión a la paranoia y la esquizofrenia, que lo que recién he dicho sobre el superyó se podría emparentar con la posición esquizo-paranoide formulada por Melanie Klein, pues dicha posición implica una división psíquica entre fuerzas contrarias pero la constante de sentirse perseguido por ambas. El sujeto posmoderno está dividido en un maniqueísmo entre lo bueno y lo malo pero perseguido por ambos lados por el Bien Supremo (la Cosa) que se ubica, él también, en ambos lados como consigna.

6 - El relieve del amor como vía de tránsito en el malestar posmoderno

Parece ser que esta posmodernidad que vivimos instala en nosotros un efecto de análisis pero sin análisis. Tal efecto al que hago alusión recae en el hecho de posarse enfrente de la castración del Otro, de constatar su incompletud. Lo que he venido desarrollando resalta el hecho de mostrar que ese gran Otro de la ciencia que origina la gesta del discurso capitalista de los mercados, se revela impotente ante la promesa de Progreso y la cura del dolor del alma. También, al mismo tiempo, he tratado de puntuar que la ciencia se desconoce a sí misma en el sentido que desconoce la causa de sus esfuerzos. Dicha causa no es más que el intento de atrapar lo real de la falta en ser que instala el lenguaje. Recorriendo este camino es que he ensayado explicar cómo ese ideal de la ciencia que suple a los ideales tradicionales del yo, se derrumba, lo cual, pienso, genera un duelo sin precedentes, duelo por lo demás no asumido.

He aquí pues la razón por la que digo que la posmodernidad instala un efecto de análisis sin análisis. Todo proceso que verdaderamente sea digno de llamarse psicoanalítico apunta a hacer caer la esperanza de un Otro completo con la finalidad de que por esa vía el sujeto asuma su castración misma, haga el duelo por la pérdida y se reencuentre con su deseo singular alejado de todo patrón preestablecido. Hoy, de manera abrupta, asistimos como masa a la comprobación de que el Otro es inconsistente. Lo que en un análisis se lleva a cabo caso por caso, hoy se vuelve generalizado. De golpe damos con la verdad paradójicamente cuando de lo que se trata del lado del discurso del Amo sostenido por la tecnociencia y el capitalismo es precisamente ocultar esa verdad, la verdad del inconsciente. Mientras más se intenta formalizar lo real éste más se demuestra como lo imposible de decir. La ciencia es sin duda el método más alto para poder dar un orden a la fragilidad de la subjetividad y hoy que llega a su cenit, confronta a los sujetos con la Verdad, una verdad que no se puede equiparar con el saber del yo sino más bien con un saber que no se sabe y desde donde fluye precisamente todo saber formal. El problema es que los sujetos no tienen el espacio para asumir esa gran muerte irrefutable del Otro. Toda esta problemática tiene que ver con el amor después de todo.

El hombre moderno si algo amaba era el cuerpo de la ciencia pues representaba la posibilidad de asegurase una emancipación anhelada a lo largo de su historia. A nosotros, los posmodernos, nos toca hacer el duelo por la pérdida de ese cuerpo. El día a día nos restrega en la cara que ni siquiera la ciencia, nuestra querida hija que parece mágica, puede con la persistencia de nuestra subjetividad que tiene por corazón un deseo que sangra desde un cordón umbilical cortado por la ley del lenguaje que mata nombrando para darnos un lugar en la tierra.

Observo mis días y observo un gran dolor, un dolor verdaderamente insoportable que nos hace correr a refugiarnos en cualquiera cosa. Ya no tenemos más la figura de un Padre que calme, nuestro ímpetu por abrazarnos con él en la eternidad nos demostró que ese Padre ya estaba muerto desde hacía mucho, abrazamos a un muerto y eso nos vuelve locos. Tanto querer saber y dominar el mundo nos llevó a encontrar algo de otro orden, del orden de la Verdad. El que busca encuentra.

¿Quién podría negar el dolor de la posmodernidad? Asómate a la ventana de tu gran ciudad, asómate a la televisión y a los periódicos, escucha los rezos mudos de la noche, escucha lo que dicen los jóvenes, lo que dicen lo viejos, observa este mundo caliente y granizado al mismo tiempo, intenta decir algo nuevo. Es la muerte que pensábamos dominar la estrella negra que alumbra estos días. Esa muerte que pensábamos domar y que todavía pensamos encubrir con químicos y productos de toda clase, culpando por sus estragos a los de enfrente, baila en nuestras calles y parece decirnos que la asumamos antes de que ella nos asuma por completo. Si "sólo hay dolor cuando hay un fondo de amor" (Nasio, 2007: 23) está claro que el amor que le teníamos al programa de la liberación en manos de la ciencia hoy se rompe y entonces lloramos desde nuestra impotencia, y en esa desesperación nos aventuramos por las vías de la violencia y del desenfado para ver si nuestro Padre se apiada del crimen de haberlo develado en su muerte. "Cuando más ama uno, más sufre." (Nasio, 2007: 34)

Hemos perdido el ritmo de nuestro deseo, ya no hay más ese lugar del Otro que permitía danzar con él en armonía. Ya no hay pareja, de hecho nunca la hubo pero su sola presencia imaginaria y simbólica nos ayudaba a huir de lo real. Habíamos pensado que satisfacer nuestro deseo nos haría más felices, pero olvidamos que sin deseo no hay vida. Hoy que hemos abierto las vías para una satisfacción que incluso se realza como una condición democrática y algo de pleno derecho, nos topamos ante nuestra pulverización. Sufrimos porque sabemos que nos arrojamos a un goce sin barreras pues nosotros mismo derrumbamos esas barreras sin darnos cuenta que lo hacíamos. Lo simbólico hoy se ahoga en su mismo simbolismo. De tanto querer erradicar lo real con lo simbólico éste último termina por sucumbir de manera natural demostrando sus alcances, esto no quiere decir más que el lugar del Otro simbólico se hace mierda.

Si "el otro simbólico es un ritmo, o más precisamente una medida o, mejor aún, el metrónomo psíquico que fija el tiempo de mi cadena deseante" (Nasio, 2007: 59) es evidente que nuestra pulsión está vuelta loca, le tiramos a todo y en nada encontramos la calma, rompemos la temporalidad y nos volvemos virtuales. Si lo simbólico es lo que nos aleja de la locura, en esta posmodernidad regida precisamente por una proliferación por buscar lo real para dominarlo, lo que existe es un tiempo loco, de disparates a ultranza, de transgresiones que se vuelven el pan nuestro de cada día, abanderados con los eslóganes de superación y éxito vamos a una guerra contra nosotros mismos, " la barbarie no es no ir al teatro, no leer un libro, sino la pérdida de la relación o el vínculo social, la norma social, y poner en su lugar la fuerza bruta." (Castañeda, citado en Zúñiga Chávez: 52)

Pero, más allá de que ha sido un amor desenfrenado lo que nos lleva a este velorio encubierto producto de una boda cancelada con la felicidad, es el amor y su brío la vereda que desde mi perspectiva se postula como la vía de tránsito en el malestar posmoderno. Sin embargo se trata de un amor no comandado por la ilusión de complemento y libre de decepciones, se trata de un amor acompasado por el deseo inconsciente, un amor al defecto. Retomo a Braunstein:

El amor, sólo él, decía Lacan el 13 de marzo de 1963, permite al goce condescender al deseo. Para que tal milagro de conciliación de opuestos sea posible el sujeto deberá mostrarse como deseante, habitado por una falta que cierra la vía al goce del ser y abre la de un acceso al goce del Otro, transcastracional (si se permite neologismar). Es menester que, para uno, el Otro se aíce, se haga a, sufra una aificaciòn, pase a representar la causa de ese deseo que instiga a desafiar los impedimentos externos, los diques de la presunta impotencia interna y por esta vía maldita verse conducido al (des)encuentro a-muroso, al a-mur, al muro de la inaccesibilidad de la Cosa. (Braunstein, 1999: 240)

El sujeto posmoderno es el sujeto de una prueba sin precedentes. De go lpe se ve llevado a asumir su finitud y por ende, su falta, cosa nada sencilla, pues implica hacer un duelo que en realidad son varios: duelo por la ausencia de objeto para su satisfacción, o sea, duelo por la imposibilidad de encontrar su media naranja, duelo por el hecho que indica que desde que nació no ha parado de morirse, duelo, en fin, por lo irrepresentable de la vida misma como ya lo hacía notar Derrida 7. Después de todo: "Los hombres son finitos. De acuerdo con su esencia, no son tan buenos como para desdeñar lo imperfecto, pues carecen de lo absolutamente perfecto, y si lo tuvieran no lo soportarían." (Marquard, 2006: 10)

Ante la supuesta libertad que se nos dicta desde todas parte hay que asumir que no hay libertad plena sin que allí quede comprometida toda decisión y por consecuencia, no se pueda más que hallar la total sumisión ante lo que deberíamos ser, o sea, ser uno más despojado de la singularidad. "La libertad no puede ser un ideal en sí misma. Libertad quiere decir que ciertas ataduras se suprimen, pero no existe un hombre que viva sin constricciones, sin relaciones." (Castañeda, citado en Zúñiga Chávez 54) En todo caso, las ataduras que hoy estamos llamados a suprimir son las ataduras de la ilusión redentora del capitalismo a ultranza. No se trata de caer en anarquismos y en negación de toda producción sino encarar el hecho de que allí no se encuentra nuestro objeto complementario pues dicho objeto no existe. Lo que puede existir es el renacimiento del deseo, uno por uno dando lo que no tiene, camino del amor. En este sentido, se necesita bastante valor para asumir un amor verdadero, ya que "El amor está consagrado a un "fatal destino" y frente a él sólo cabe la valentía de asumirlo." (Braunstein, 1999: 240)

Si "el fin de análisis tiene que ver con el amor descarnado, sin objeto, absoluto, sin límites, sin espejismos de armonía o completud, fuera de la ley, a partir del deseo, allí donde sólo él, el amor, puede hacer que el deseo condescienda al goce." (Braunstein, 1999: 244) Hoy que estamos en la posmodernidad ante ese efecto de análisis sin análisis que implica la caída del Otro, se abre una pregunta: ¿podremos afrontar tal hazaña, podremos cada uno de nosotros asumir nuestra incompletud? ...

La respuesta es inhallable, y para ser honestos, uno no puede ser demasiado optimista.

Terminamos, mis amigos y yo. Le dejo la palabra a uno de ellos:

lo humanamente posible no es la perfecta felicidad, sino –y en medio de grandes infortunios- la felicidad imperfecta, la "felicidad en la infelicidad". La razón humana no es la razón absoluta; es la razón no-absoluta: la razón "como reacción-límite". Cuando los hombres pretenden generar sus normas absolutamente ab ovo, mediante un supernosotros discursivo, la muerte es más rápida que esa generación. Por este motivo, los hombres no pueden prescindir de tradiciones y entonces existe "la inevitabilidad de los hábitos". La curiosidad como impulso de la ciencia nunca alcanza la verdad absoluta, sino la verdad no-absoluta: el apego de las ciencias a la verdad vive de su licencia para errar y de su incapacidad para la herejía. (Marquard, 2006: 9-10)

Ciudad de México, enero-mayo, 2008.

Notas

2 Ver Sabines, J. (2001) Yuria. Poemas sueltos. México, Joaquín Mortiz, p. 77.

3 Ver "Aforismos sobre deudas y culpas" en Braunstein, N. (2001) Por el camino de Freud. México, Siglo XXI. p.: 42.

4 Ver "Droga-a-dicción" en Braunstein, N. (1999) Goce. México, Siglo XXI. p.: 198.

5 Ver Gérez-Ambertín, M. (1993) Las voces del superyó, Buenos Aires, Manantial.

6 Ver García Hodgson, H. (2006) Deleuze, Foucault, Lacan. Una política del discurso. Buenos Aires, Quadrata.

7 Ver Derrida, J. (1967) Le théatre de la cruauté et la clôture de la représentation. Paris, Seuil.

 

REFERENCIAS DOCUMENTALES

Bataille, G. (1986) El culpable. Taurus, Madrid.

Bataille, G. (2005) El erotismo. Tusquets, México.

Braunstein, N. (1999) Goce. Siglo XXI, México.

Braunstein, N. (2001) Por el camino de Freud. Siglo XXI, México.

Chartier, R. (2005) El presente del pasado. Escritura de la historia, historia de lo escrito. Universidad Iberoamericana, México.

Derrida, J. (1967) Le théatre de la cruauté et la clôture de la représentation. Seuil, Paris.

Estébanez Calderón, D. (2006) Diccionario de términos literarios. Alianza Editorial, Madrid.

Foucault, M. (2005) Les mots et les choses. Gallimard, Paris.

Freud, S. (2004) El malestar en la cultura. En Obras Completas, t. XXI. Amorrortu, Buenos Aires.

García Hodgson, H. (2006) Deleuze, Foucault, Lacan. Una política del discurso. Quadrata, Buenos Aires.

Gerber, D. (2005) El psicoanálisis en el malestar en la cultura. Lazos, Buenos Aires.

Gérez-Ambertín, M. (1993) Las voces del superyó. Manantial, Buenos Aires.

Julien, P. (2002) Dejarás a tu padre y a tu madre. Siglo XXI, México.

Lacan, J. (1983) El Seminario de Jacques Lacan, Libro 2. El Yo en la teoría de Freud y en la técnica psicoanalítica 1954-1955. Paidós, Barcelona-Buenos Aires.

Lacan, J. (1984) "Kant con Sade". En Escritos II. Siglo XXI, México.

Lacan, J. (2005) "Función y campo de la palabra y del lenguaje en psicoanálisis". En Escritos I. Siglo XXI, México.

Larrauri, G. (2006). "Reflexiones psicoanalíticas en torno a la posmodernidad". Texto publicado en la Revista Comunicologí@: indicios y conjeturas, Publicación Electrónica del Departamento de Comunicación de la Universidad Iberoamericana Ciudad de México, Primera Época, Número 5, Primavera 2006, disponible en: http://revistacomunicologia.org/index.php?option=com_content&task=view&id=140&Itemid=115

Lipovetsky, G. (2003) La era del vacío: ensayos sobre el individualismo contemporáneo. Anagrama, Barcelona.

Maier, C. (2005) Lo obsceno. Nueva Visión, Buenos Aires.

Maffesoli, M. (2007a) Posmodernidad. Universidad de las Américas, Puebla, México.

Maffesoli, M (2007b) En el crisol de las apariencias. Siglo XXI, México.

Marquard, O. (2006) Felicidad en la infelicidad. Katz, Buenos Aires.

Martinelli, M. & H. Morales (1998) "Caleidoscopio de la ebriedad. Freud, la cocaína y el nacimiento del psicoanálisis." En Morales, Helí & Gerber, Daniel (comp.) Las suplencias del nombre del padre. Siglo XXI, México.

Morales, H. (1996) "El psicoanálisis en los tiempos modernos." En Braunstein, N. (comp.) Constancia del psicoanálisis. Siglo XXI, México.

Morales, C. (2007) Pensadores del acontecimiento. Siglo XXI, México.

Nasio, J.-D. (2007) El dolor de amar. Gedisa, Barcelona.

Pérez Cortés, S. (2004) Palabras de filósofos. Oralidad, escritura y memoria en la filosofía antigua. Siglo XXI, México.

Pommier, G. (2002) Los cuerpos angélicos de la posmodernidad. Nueva Visión, Buenos Aires.

Pommier, G. (2005) ¿Qué es lo "real"? Ensayo psicoanalítico. Nueva Visión, Buenos Aires.

Sabines, J. (2001) Yuria. Poemas sueltos. Joaquín Mortiz, México.

Verdú, V. (2003) El estilo de vida del mundo. La vida en el capitalismo de ficción. Anagrama, Barcelona.

Zúñiga Chávez, D. (Coord.) (2006) Sendas y signos del discurso literario. Universidad de Guadalajara, México.

Volver al sumario del Número 25
Revista de Psicoanálisis y Cultura
Número 25 - Diciembre 2008
www.acheronta.org