Acheronta  - Revista de Psicoanálisis y Cultura
Cómo sostener un encuadre musicoterapéutico y no transformarse en un profesor de música durante el intento
Carlos Butera

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1. El protagonista.

Raúl llegó a mi consultorio a partir de la derivación de su médico, quien lo atendía desde el doble enfoque de la psicoterapia psicoanalítica y el abordaje psicofarmacológico. Según el profesional, el espacio terapéutico estaba en una suerte de punto muerto. Raúl se había vuelto refractario al tratamiento. No se advertía ningún cambio desde hacía ya largo tiempo. En las sesiones, el discurso del paciente se centraba en comentarios acerca de sus padecimientos laborales y eternas quejas acerca de su condición y su falta de pareja. "Ya no sé qué más trabajar con él", me confesó su médico.

Raúl era contador, profesión que desempeñaba en una repartición pública. Su vida socio-afectiva se limitaba a su medio familiar integrado por sus padres (con quienes convivía) y un hermano pocos años menor, casado, con quien solía ir a pescar. Había mantenido una relación amorosa con una colega varios años mayor que él, que no iba más allá de una regular visita higiénica, es decir, sin afecto, centrada únicamente en el sexo. Y últimamente, a partir de su análisis había advertido en su partennaire ciertas conductas bizarras que le hacían pensar que se trataba de una persona esquizofrénica. Este descubrimiento, mas el deterioro producto de la edad que sufría esta señorita, habían determinado en Raúl una pérdida de su atracción hacia ella.

En gran parte, las limitaciones que refería Raúl se apoyaban en su discapacidad física: Raúl presenta microftalmia (atrofia congénita de ambos globos oculares). Había perdido un ojo luego de una infección, mientras que el otro sólo contaba con un resto visual de un 40 %.

El motivo de consulta al psiquiatra fue un intento de suicidio acontecido dos años atrás, acerca del cual, Raúl no podía efectuar una autocrítica, justificando los motivos que lo impulsaron a hacer lo que hizo. La causa que motivó la extrema decisión de Raúl fue su profunda sensación de hastío, simple y llano cansancio de vivir la vida vacía que vivía.

Dada la imposibilidad de traspasar la coraza de Raúl, su médico decidió que la musicoterapia ofrecía una opción válida para el tratamiento, como una forma de "ver qué pasaba": Raúl encontraba en la música el único espacio de placer, pero su contacto con ella era únicamente a través de las grabaciones que escuchaba en la soledad de su cuarto. Tocar la guitarra y cantar, representaban su asignatura pendiente.

Durante la primera entrevista, Raúl me puso al tanto de gran parte de los detalles que acabo de referir. Inició sus estudios primarios por propia iniciativa, dado que sus progenitores, fundamentalmente su padre, se habían resignado a su discapacidad y lo sobreprotegían. Ya era adolescente cuando logró dominar el sistema Braile (no sólo a través del tacto, sino de la vista gracias a su resto visual!). La elección de su carrera fue totalmente al azar, dado que tenía un par de amigos que iban a cursar ciencias económicas y le habían ofrecido ayudarlo en sus estudios. Pero Raúl no disfrutaba ser un profesional ejerciendo una profesión tan alejada de sus inclinaciones musicales.

Siendo adolescente realizó dos intentos frustrados de estudiar guitarra, con profesores a los que previamente había recurrido su hermano. Asistió a pocas clases antes de abandonar. "Pobres", comentó, "no sabían qué hacer conmigo". Su primer encuentro con la música había sido precisamente en la adolescencia, época en la que iba de la disquería a la casa de los amigos, con la última grabación de Sui Géneris o Pedro y Pablo a pasar la tarde alrededor del wincofón, tomando mate con facturas mientras los que sabían, "orejeaban" las canciones y después seducían a las chicas en las fiestas.

En esta primera entrevista también pude advertir la imagen que sobre sí mismo tenía a través de comentarios que hacían referencia a la "torpeza de los amblíopes", quienes según Raúl, nunca terminan de decidir si guiarse por la vista o los otros sentidos.

Le manifesté que el espacio de musicoterapia no era equivalente al de la enseñanza musical. Era no obstante todo un desafío iniciar un proceso musicoterapéutico con Raúl, poder "saber qué hacer con él", ya me lo había advertido él mismo desde el principio, procurarle un encuentro con la música, inalcanzable hasta ese momento. Por su disminución visual, por su edad un tanto avanzada para aprender el oficio de guitarrista. Por mi propia incapacidad, la cual le confesé, basada en mi ignorancia del sistema de notación musical Braile. También representaba una dificultad su solicitud de aprender música, porque estaba por fuera del encuadre musicoterapéutico tal como yo lo entiendo, lo cual, sumado a mi fuerte identificación con el rol de músico, podía derivar en una des-contextuación. Se daba la clave para una sólida relación aunque no precisamente terapéutica, porque había algo que yo sabía y él no, y esto iba más allá de la fantasía que todo paciente trae al consultorio. Él no pretendía que yo utilizara un supuesto saber para brindarle una prestación terapéutica; él quería ser como yo, ser músico. Sin embargo, Raúl aceptó sumisamente el contrato pactado sobre la base de trabajar a través de la música (música como medio y no como fin) sus dificultades, que en resumidas cuentas, tenían que ver con la imagen devaluada que de sí mismo tenía y la imposibilidad de disfrutar de su vida.

"Como a vos te parezca", fue el comentario a mi enunciación del contrato terapéutico, acompañado por una actitud corporal que subrayaba el sentido de su respuesta, "el doctor me derivó a vos y yo confío en él". Faltaba sólo agregar "ciegamente".

En cuanto a sus gustos musicales, refirió que le gustaba cualquier tipo de música. En su adolescencia cantaba temas de Sui Generis, y le gustaba el rock nacional en general. Pero en la actualidad, escuchaba tango, folklore, blues, candombe, "nada en especial".

 

2.1- El proceso. Los primeros sonidos.

Al comienzo intenté correr el foco de nuestros intercambios sonoro-musicales del esquema de profesor-alumno, evitando satisfacer su solicitud de aprender a tocar la guitarra. En las primeras sesiones, le propuse que seleccionara un instrumento del set y que lo explorara. Luego de probar algunos y solicitar mi opinión al respecto de su elección, se decidió por un xilofón que sólo contaba con las placas correspondientes a la escala de A pentatónica (la-do-re-mi-sol). Raúl se basaba fundamentalmente en su resto visual para ejecutar el instrumento, sobre el cual se las arregló para reproducir ciertas melodías sencillas. Se advertía cierta coherencia en su exploración, ya que una vez que encontraba una frase que al parecer le resultaba interesante la repetía. Se trataba de propuestas rítmico-melódicas irregulares, o mejor dicho, reproducía ideas que respondían a modelos culturales dominantes pero dejando un silencio bastante largo entre frase y frase (iguales entre sí, por otra parte, generalmente en compás binario), lo que le restaba continuidad a su producción. Era en algún punto arrítmico. Las exploraciones llevadas a cabo durante los primeros meses, fueron sistemáticamente grabadas y analizadas. No despertaron en él sin embargo evocaciones directas, es decir, en relación análoga con su forma fenoménica. La producción sonora de un paciente es una traducción analógica de su experiencia subjetiva, por lo tanto se intenta reforzar la emergencia del material traduciéndolo a imágenes narrativas y en algunos otros casos plásticas o incluso cinéticas. Pero Raúl, como me había adelantado su médico, estaba pertrechado con una coraza, no evocaba nada. Cuando le proponía que titulara alguna de esas producciones (las que contaban con mi acompañamiento con tumbadoras, o incluso intercambiando los instrumentos), Raúl se limitaba a nombrarlas mediante títulos como "improvisación N° 1", sin asociar imágenes. Dichas producciones recibían un juicio de valor negativo por parte de Raúl, quien no se mostraba conforme con la calidad de las mismas. Incluso, se compadecía de mí por el gran esfuerzo que a su parecer me significaba acompañarlo. Su actitud de sumisión frente a mi definición del espacio terapéutico sólo se trataba de una pantalla, hecho evidente en su resistencia a explorar los posibles sentidos latentes de su producción.

Tiempo más tarde, al comienzo de la sesión, le propuse escuchar cierta grabación. Sus comentarios acerca de la misma fueron que se trataba de música africana, interpretada por instrumentos similares a los que solíamos emplear en sesión. Le pregunté si le gustaba y me respondió afirmativamente. Cuando le confesé que se trataba de una grabación realizada en una de nuestras sesiones, algunos meses atrás, no sólo se mostró sorprendido, sino un poco molesto, a juzgar por sus signos corporales. Hay que señalar que contaba con una percepción del fenómeno musical bastante entrenada a través de sus audiciones, pero no se reconoció en su propia producción. Le estaba señalando que su actitud crítica hacia sus producciones no era objetiva, y algún siniestro personaje interno se contrarió al ser descubierto. Le comenté mi parecer al respecto.

Raúl presentaba un esquema corporal muy rígido. Acostumbraba vestir trajes que parecían ser de un par de números más pequeños que lo apropiado, oprimiéndole su cuello, cintura y muñecas, y obligándolo a moverse y ejecutar los instrumentos con suma dificultad. A consecuencia de ello, le propuse realizar actividades de flexibilización y relajación antes de cada exploración sonora.

Con el tiempo, sus propuestas rítmico-melódicas, un tanto amorfas, comenzaron a cobrar forma, a variar de cuatro por cuatro forzado a un seis por ocho un poco más relajado. Supongo que el cuatro por cuatro obedecía de su idea de cómo debían sonar los instrumentos de percusión, ya que sus asociaciones estilísticas, se referían al ritmo de candombe. El seis por ocho, cuando apareció, comenzó a perfilarse con mas balance, aunque ciertamente lánguido, e impuso la necesidad de probar con otros instrumentos, hasta que finalmente Raúl eligió el bombo.

Una vez afianzado el ritmo de zamba, le propuse que incluyera la voz. Surgió entonces la zamba La Pobrecita ("mi zamba no canta dichas, sólo de tristeza sabe el paisano"). Su voz me recordó a la de Leo Masliah, un cantante uruguayo que suele usar la inexpresividad como recurso estilístico. Aunque en el caso de Raúl, no era resultado de una estudiada impostación tendiente a crear un efecto estético, sino de la espontaneidad. Una voz lineal, inexpresiva que daba cuenta de la estética de Raúl. El término estética es tomado aquí en el sentido de designar el conjunto de características que presenta la expresión de un sujeto, las que pueden percibirse a través de los sentidos, es decir fenomenológicamente, y de las que se pueden deducir o confirmar aspectos de su carácter.

La falta de emoción en la voz, reafirmaba, como era lógico, su apatía, su falta de satisfacción. La languidez del ritmo, que parecía extinguirse al final de cada compás, sumada a la voz monocorde, transmitía algo así como una desesperanza fría, resignada. La producción sonora era un fiel reflejo de su estilo conductual y su posición frente a la vida y se mostraba de la forma más descarnada.

 

2.2- El proceso. Encuentro con la guitarra.

A los cinco meses de iniciado el proceso, le propuse que explorara la guitarra, instrumento que formó parte del set desde la primera sesión y no obstante su demanda inicial, Raúl había ignorado. Al principio, tuvo que trasladar el resultado de sus investigaciones rítmicas de la placa y el parche a las seis cuerdas. Luego comencé a transmitirle conocimientos acerca de los acordes. Es éste un tema muy controvertido en el ámbito de la clínica musicoterapéutica. Por lo general, se espera que el musicoterapeuta evite transmitir su saber musical al participante. Por el contrario, debería procurar que el mismo se conecte con sus formas espontáneas de expresión sonoro-musical. Sin embargo, en este caso, como en muchos otros, la transmisión de conocimientos musicales no sólo no obstaculizó el proceso sino que lo facilitó, dadas las características del participante.

Al poco tiempo, Raúl me pidió que lo acompañara a comprar una guitarra, ya que deseaba poder tocar en su casa entre sesión y sesión. Apenas la examinó en el comercio donde la adquirimos. Aceptó mi parecer acerca de la que finalmente eligió. Más durante las siguientes sesiones, manifestó su descontento acerca de la calidad de la misma, fundamentalmente por el hecho de que el instrumento trasteaba (es decir, producía sonidos parásitos resultantes de la vibración entre cuerdas y trastes). Le expliqué que era una guitarra nueva, que tenía que "asentarse", al igual que las cuerdas, y le sugerí que probara tocarla más suavemente. Pero Raúl seguía insistiendo que mi guitarra sonaba mucho mejor que la suya.

Bienvenido fue su descontento, si se tiene en cuenta su apatía inicial, su falta de interés por todo. Su siguiente contrariedad surgió del hecho que entre sesión y sesión la guitarra se desafinaba, por lo que el psiquiatra (músico, también) le sugirió que adquiriera un afinador, cosa que hizo sin demora. Otro tema de conflicto fue la cortadura de cuerdas. Cierta tarde de sábado, Raúl peregrinó por su barrio en busca de una casa de música con el objetivo de adquirir un encordado nuevo.

Finalmente aceptó a su guitarra. La mía, concluyó, era un poco "dura" (convengamos en que la misma tenía un tanto vencido el mástil), y le provocaba dolor en los dedos luego de que la tocara durante un rato.

Por otra parte, Raúl ya no aceptaba realizar trabajos corporales previos, manifestando hallarse relajado. Al principio se quejaba de dolor en diversas partes del cuerpo mientras tocaba, sensación que fue desapareciendo con el tiempo. Asimismo, solicitó no ser grabado durante sus exploraciones musicales con la guitarra, ya que se sentía inhibido. Se mostraba más resuelto a poner sus condiciones.

En este punto, surgió una cuestión fundamental, relativa a su paradigma vital: no podía soportar que le representara tantas dificultades la empresa de convertirse en guitarrista, que no le resultara más fácil adquirir las habilidades relacionadas al "oficio". Todo en la vida le había representado terribles esfuerzos: leer los apuntes de la facultad, luchar con su falta de memoria, responder a las exigencias de su trabajo y aunque no lo manifestara, establecer relaciones sentimentales y sociales. Deseaba que su relación con la música fuera más relajada y natural. En este punto le manifesté que mi opinión era que no sólo puede disfrutarse el destino, sino también el viaje, que no valía la pena emprender una actividad que no fuera placentera en sí misma, cuyo valor sólo dependiera de los resultados, y utilicé como ejemplo, el caso de seducir a una señorita, proceso que encierra un encanto en sí mismo, y aunque obviamente, siempre será preferible obtener el amor de la chica en cuestión que recibir su rechazo. La serie de pasos que implica el juego de la seducción, ya son parte del placer que supone la relación ( para muchos la parte más placentera...). Lo cierto es que Raúl sometía el valor de sus acciones a un modelo pre-establecido e inalcanzable, como si el talento y la plenitud, fueran un privilegio innato y que si se debe trabajar duro para conseguirlos, pierden su valor. Esto es equivalente a la falta de aceptación de su condición de disminuido visual. O se ve o no se ve, o se nace con "oreja" o "desorejado". Este proceso de aprender guitarra no representaba otra cosa que asumir su discapacidad. Pero para él, todo era o blanco o negro, no podía aceptar que había cosas que implicaban una transición.

El argumento de Raúl era que disfrutaba si algo le salía bien sin esfuerzo, por ejemplo en relación con su trabajo. Le señalé que sus puntos de vista acertados y sus intervenciones exitosas no eran producto de una habilidad innata, sino del estudio y posterior entrenamiento de su oficio de contador, que por otra parte, no vivía como su vocación. ¿Qué no podría conseguir de su energía puesta al servicio de un quehacer más gratificante?.

 

2.3 – Una conclusión que no lo es tanto. Extrapolando sentidos.

Este tema fue trasladado a su tratamiento médico, pero en lo que a nuestro encuadre específico respecta, la posibilidad de una ruptura de ese dilema paralizante sólo fue posible a partir de su material musicoterapéutico, el cual funcionó como un hacer significante. No sólo se podía ser feliz siendo un músico-excepcional-innato (lo que puede entenderse como una ecuación a la facultad normal de la visión), sino tocando lo mucho o poco que podía tocar. Aceptándose con sus limitaciones y sus capacidades.

La zamba quedó atrás y comenzó a explorar otros ritmos como la chacarera, el tango y el rock, al tiempo que comenzaba a descubrir nuevos aspectos de su personalidad. Raúl no sólo era un hombre triste y lánguido. Descubrió que también podía ser divertido, ocurrente e irónico. Enriqueció modestamente su vida social. Comenzó a realizar viajes de placer con compañeros de trabajo. Sobrellevó con estilo la muerte de su padre y el rechazo de una chica a la que se atrevió a declararse, en este último caso, reaccionando con enojo en vez de auto-conmiseración. Ya no aparecieron ideas de suicidio ni ocupaba la pre-tarea de nuestras sesiones hablando de su trabajo.

Actualmente estamos trabajando en la grabación de un disco compacto que obsequiará a sus amistades. Todavía no puede tocar "en vivo" para ellos, no ha superado aún su inhibición al respecto. Mi hipótesis es que el día que lo haga, esto implicará un cambio importante en cuanto a sus relaciones interpersonales.

Mientras tanto, como dice su psiquiatra, "se le está pasando la vida". Es cierto que los logros obtenidos son quizás demasiado modestos, pero no todas las intervenciones terapéuticas, en lo que hace a esta u otra disciplina, han de ser pomposos. A veces sólo podemos acompañar a quienes solicitan nuestra intervención a transitar una vida sin tantos padecimientos.

Mediante la intervención conjunta del musicoterapeuta y el psiquiatra, Raúl ha desarrollado una imagen mas favorable de sí mismo, una auto-crítica objetiva, aceptando sus limitaciones y descubriendo su potencial inexplorado. Establece relaciones un poco más adultas con sus terapeutas, ya no pivotea entre la sumisión y la rebeldía propias de un adolescente en relación con su padre, pudiendo discutir sus puntos de vista y ampliando su capacidad de insight. Ha ido ampliando su círculo social limitado originalmente a su familia y terapeutas. Su voz se ha hecho más potente y segura, más expresiva, en dialéctica con el enriquecimiento de su personalidad. Su auto-exploración, supervisada por un musicoterapeuta, dio como resultado el descubrimiento de aspectos de su personalidad un poco más flexibles y más conectados con situaciones de placer.

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Revista de Psicoanálisis y Cultura
Número 18 - Diciembre 2003
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