Acheronta  - Revista de Psicoanálisis y Cultura
El psicoanálisis y la razón moderna
Daniel Gerber

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El psicoanálisis es, indudablemente, heredero de la razón moderna. Sin embargo, su práctica clínica y su teoría muestran los límites del ejercicio de la razón. El descubrimiento del inconsciente viene a señalar ese límite y la imposibilidad de un sistema de pensamiento que pueda constituirse como formalización que lo incluya todo.

La práctica del psicoanálisis se desarrolla a partir del síntoma que, para Lacan, es tributario de lo real, es decir, de "lo que no anda", aquello determinante de que "el mundo sea inmundo". Pero al ocuparse de esta dimensión de lo in-mundo, lo no adpatado al mundo del lenguaje y la cultura, el psicoanálisis mismo constituye un síntoma de la civilización, cuerpo extraño que, enquistado en ella, le revela su verdad reprimida.

Surgimiento de la modernidad, nacimiento de la ciencia moderna e imperio de la razón son fenómenos íntimamente vinculados. El punto de origen puede situarse en Descartes, específicamente en su conocido "cogito": "pienso, luego yo soy". Con él se establece el predominio de la razón, que se basa en una transferencia de responsabilidades: de Dios al hombre. Porque si bien Descartes nunca dejó de reconocer en Dios la garantía última, dio lugar al pensamiento moderno al plantear el conocimiento como producto de la razón argumentativa. La modernidad se funda en el ideal iluminista que busca extender los límites de la razón por medio del desarrollo de la ciencia, lo que posibilitó que las áreas dominadas por la autoridad eclesiástica comenzaran a volverse laicas. La autoridad religiosa fue progresivamente sustituida por una autoridad cuyo fundamento no podía ser la fe sino el razonamiento. De hecho, ya desde el siglo XVIII se impusieron modos de gobierno que, aún en el contexto de la monarquía, establecían una estrecha relación con el saber: se trató del despotismo ilustrado, donde el soberano gobierna en nombre del bien del súbdito cuyo conocimiento presume poseer y con el cual lo instruye para que éste alcance su bienestar.

El proyecto de la ilustración pretenderá hacer a los sujetos iguales en cuanto a sus derechos y obligaciones. Igualdad ante la ley, un ideal de justicia que se basa en el argumento de que todos somos igualmente poseedores de esa facultad llamada razón. Esta igualdad es correlativa del afán de producir, con el mismo poder de la razón, un saber válido para todos, independiente de los poderes del estado y las iglesias, un saber con pretensiones de universal y que se proclama accesible para todo aquél que lo quiera.

Esta posición será reforzada más adelante por la ética kantiana que sostiene que desde la razón práctica cada quien tiene que actuar según la ley moral cuyo alcance posee carácter universal. A esta ley cada individuo tiene que sacrificar sus apetencias particulares.

La modernidad produce una modificación de lo que Lacan llama discurso del amo pues introduce –gracias al sostén de la ciencia y la técnica- la producción de bienes de consumo a escala universal. Esta producción crea la ilusión de dominio pleno por medio de un saber que no es mera especulación sino esencialmente práctico y utilitario. Así, mientras que por un lado la ciencia elabora un saber universal que tenderá a ocupar el lugar del amo al que todos deben subordinarse, por el otro la técnica produce objetos para consumo masivo e impone un modo único de satisfacción para todos.

Por esto se puede decir que el mundo moderno, el mundo que se inicia en el siglo XVIII, es un efecto del discurso de la ciencia. Es un mundo que se organiza con base en el saber y la razón y se sustenta en el dogma del progreso. Este último se define como la evolución hacia estados de cada vez mayor dominio sobre la naturaleza y armonía entre los hombres que pueden alcanzarse por medio del saber. Se inicia así la búsqueda de unificación, uniformización que condena y descalifica lo diverso, lo Otro, y provoca efectos de exclusión, de segregación, de eliminación de lo que se presentan como Otro de la razón, Otro que obstaculiza el dominio de lo Mismo. El llamado progreso es correlativo del desarrollo de un mercado único que unifica gustos, preferencias, opiniones, juicios. La razón como garantía de orden y estabilidad en el mundo tiene que lograr la construcción de un universo homogéneo: es preciso lograr la uniformidad, borrar las particularidades, las diferencias, todo aquello que pudiera limitar su poder. El sujeto de este mundo racional tiene que ser enteramente calculable, previsible: no por casualidad las llamadas disciplinas psi que van a ocuparse de la previsión, el control, la modificación de los comportamientos, surgirán con la modernidad. El sujeto tiene que ser funcional, operar eficazmente como un engranaje perfectamente ajustado en la maquinaria social. Aquí está el punto ciego de toda racionalidad que el descubrimiento freudiano pondrá de manifiesto: la subjetividad no es medible ni cuantificable porque la experiencia humana tiene como basamento lo imprevisible, lo que escapa a todo control, a todo intento de medición y dominio.

Las ciencias, según una definición de diccionario, son "un conjunto de conocimientos y estudios poseedores de valor universal, caracterizados por un objeto y un método determinados y fundados en relaciones objetivas verificables". La modernidad pretendió aplicar este criterio no solamente para el estudio de la naturaleza sino del sujeto mismo. La expresión "ciencias humanas" no deja de ser contradictoria en su formulación misma pues una característica básica de la ciencia es la exclusión del sujeto. La ciencia excluye al sujeto de su campo precisamente porque la objetividad es problemática cuando el objeto es el sujeto mismo o la interrelación entre sujetos.

De hecho Freud aludió a la existencia de tres profesiones imposibles: gobernar, educar, psicoanalizar. Se trata de tres actividades en las que existe siempre, en la medida en que hay una relación entre sujetos, un punto ciego que escapa a toda medición y a toda previsión. Ahora bien ¿no es esta imposibilidad la que está en juego siempre que el sujeto está implicado?. ¿no se trata de la imposibilidad de saber de eso que en el saber es siempre un agujero?

Se puede decir que la ciencia pretende negarlo, de ahí las paradojas que no deja de presentar. La más notable de éstas es quizá la relación que ella mantiene con Dios. La revolución científica de la modernidad pretendió instituir el reino de la razón, pero no solamente no eliminó cierto elemento irracional de su campo sino que mantuvo la creencia en un Dios al que los científicos no han dejado de recurrir. Es el caso de Newton quien, a pesar de guardar silencio sobre la causa de la ley de gravedad por no tener experiencias o fenómenos que permitan determinarla, no dejó de pensar que Dios era el agente de la gravedad. Así, hizo coexistir un conjunto de principios matemáticos que explicarían el fenómeno con la idea de la presencia de una potencia suprafísica, un Creador como la causa no formal de la gravedad.

Podría pensarse que se trataba de un momento primitivo de la ciencia. Sin embargo ya en el siglo XX, los desarrollos de la física cuántica generaron un debate entre Einstein y Born en el que la cuestión de Dios vuelve a raíz de la indeterminación cuántica. Como ésta no puede darnos más que la probabilidad de un evento, pero no su certeza, surgirá la pregunta por la existencia y el lugar de Dios. Para Einstein esa indeterminación niega a la divinidad, de allí su frase célebre: "Dios no juega a los dados", a lo que Born responde de una manera que protege la existencia de Dios: "Si bien Dios construyó el mundo como un mecanismo perfecto hizo suficientes concesiones a la imperfección de nuestro intelecto para que lancemos los dados con una probabilidad no desdeñable de ganar". De este modo, el punto oscuro de la razón siempre podrá dar lugar a la presencia de un Dios.

Incluso el propio Hawking, que se dice ateo, indica al final de su libro "La historia del tiempo", que si encontráramos la respuesta al por qué del universo, la razón humana habría triunfado de manera definitiva pues conoceríamos entonces el pensamiento de Dios. Con esto se observa que, no obstante que el discurso de la ciencia se estructura como una construcción que rompe con la idea de cualquier revelación, el científico busca ese Otro del Otro garante de la certeza que sus mismos hallazgos y elaboraciones ponen siempre en cuestión. Por esto retorna siempre el tema de Dios, de tal manera que hay un Otro convocado por el científico que no es sino la negación de esa falta del Otro que el psicoanálisis concibe como ausencia de garantías.

Precisamente por esto el psicoanálisis se ocupa de eso que en la ciencia es el desecho, lo real, "lo que no anda", aquello que, dice Lacan, hace que "el mundo sea in-mundo". Esto es lo que escapa a la formalización, lo desmedido, lo que excede a toda medida. "El sueño de la razón produce monstruos", decía Goya. Estos monstruos del sueño, el acto fallido, el síntoma, de lo que no obedece a la lógica y lo razonable, son el objeto que el psicoanálisis rescata para que el sujeto reconozca en ellos su verdad que es la de la satisfacción gozosa que encuentra en su sufrimiento y su pesar.

Sin embargo, pese a que su descubrimiento ponía al desnudo las ilusiones de la cientificidad, Freud no dejó de alentar expectativas en hacer del psicoanálisis una ciencia, y aunque su empresa constituye un cuestionamiento radical al dominio de la razón, no dejó de confiar en los poderes de ésta última. Así es como en 1910, en un artículo titulado Las perspectivas futuras de la terapia psicoanalítica (1) afirma, con inocultable optimismo que la "autoridad" y la "enorme sugestión que emanan de la terapia psicoanalítica" obraron hasta ese momento contra el psicoanálisis, pero su esperanza es que, como todas las verdades fueron a la larga admitidas –"siempre ha sido así hasta ahora", lo propio sucederá con el psicoanálisis. La difusión del psicoanálisis, agrega, haría conocer al conjunto de la humanidad aquello que denomina "el sentido general de los síntomas" y así, lo velado en ellos sería de público conocimiento encontrándose el neurótico carente del utilaje que le había permitido ocultar, hasta el momento, "sus procesos psíquicos". De este modo, concluye, "la condición de enfermo se volverá inviable".

En todo esto hay un evidente error de apreciación porque eso que Freud llama "efecto universal de nuestro trabajo" resulta una confusión entre el saber teórico del psicoanálisis y el saber del inconsciente que, por definición, puede ser dominado por el saber teórico, de modo que aún cuando todos conocieran lo que el psicoanálisis postula, no dejaría de existir el inconsciente y sus efectos. Por otro lado muestra la pretensión de Freud de hacer del psicoanálisis una ciencia con efectos universales olvidando el hecho de que los sujetos son singulares y por esto no podrían hacer nada contra sus síntomas apelando a un saber universal, con las características de universalidad propias de la ciencia.

Esta confusión predomina en la enorme difusión que el psicoanálisis ha tenido en la cultura y en la absorción que ésta ha hecho de él. Se puede decir que este proceso ha contribuido de manera importante a fortalecer lo que Lacan llama el "muro del lenguaje", que no es sino la materialización de la creencia en un Otro consistente que a todo puede brindar un sentido universal e incuestionable, creencia que impide confrontarnos con lo singular que, más allá del sentido, puede tocar al sinsentido radical que funda a cada quien en su diferencia específica.

En realidad, ese equívoco "sentido general", universal, soñado por Freud para el futuro del psicoanálisis se ha encarnado en el desarrollo de la ciencia y sus consecuencias técnicas que llevan a la propuesta de adorar como fetiches y gozar de los innumerables "gadgets" (artilugios) producidos con la ilusión de con ellos se puede eliminar el malestar en la cultura. La impresionante e ilimitada oferta de "gadgets" mantiene ocupados a los sujetos en la creencia que en alguno de esos fetiches está la felicidad negándose así la posibilidad de que algo falte; el llamado zapping televisivo resulta un ejemplo paradigmático de esto: objetos que tienen que reemplazarse a una velocidad insólita por sujetos que en la búsqueda de ese mítico objeto se aislan del lazo social.

De ahí que la oferta tenga que ser light a fin de no perturbar la fácil ingesta del individuo con el riesgo de provocarle, como última resistencia, algún tipo de anorexia mental que lo excluya del mercado de consumo. Oferta de todo tipo de productos light o diet con la consecuencia de que hay cada vez más individuos que presuntamente conocen poco y nada de muchas cosas y con esto tienen lo suficiente para reciclarse en el discurso corriente que gira en redondo sobre los mismos temas.

La oferta surgida del campo del la ciencia y la técnica parece destinada a permitirle al sujeto sobreponerse a los límites del cuerpo y la existencia, a lo que Lacan llama lo real como ese imposible inherente a la existencia del lenguaje. De este modo, para todo aquello que puede significar la presencia de lo real, la ciencia parece tener la receta exacta para eliminar sus efectos y asegurar una felicidad total: para la enfermedad, los imperativos surgidos de investigaciones inobjetables que ordenan la vida sana y natural; para el envejecimiento, el lifting; para la obesidad, la liposucción; para el órgano colapsado, el transplante; para el temor a la muerte, el logro de una longevidad inédita aunque fuese por medio del recurso de conectar el cuerpo inerte a un conjunto de aparatos; para fantasmas como el de Schreber de ser una mujer en el momento del coito, las operaciones de cambio de sexo; para la menopausia, la esterilidad, el celibato, el matrimonio homosexual: los bancos genéticos, los embriones congelados, la inseminación artificial, la fecundación "in vitro"; para lo irremediable de la muerte, los proyectos de clonación cuya realización quizá ya sea ingobernable; para la angustia ante las posibles imperfecciones de la descendencia, la ingeniería genética, la dilucidación del genoma humano y su manipulación intrusiva, la eugenesia; a la muerte siempre incontrolable, la eutanasia.

La lista podría hacerse más extensiva, pero lo que interesa es destacar el rasgo común de todas estas proposiciones: la idea básica de que todo malestar puede eliminarse o evitarse y la vida puede transcurrir sin la menor tensión. Se deja de lado lo que Freud señalaba en 1930: el malestar es constitutivo de la cultura y no es un malestar circunstancial, es condición de existencia para y el ser humano que es un ser eternamente en falta, ser de deseo, una dimensión que no puede ser científicamente regulada.

No se trata, sin embargo, de oponerse a los avances científicos sino de advertir que el afán de dominio que los caracteriza conduce a borrar al sujeto en su especificidad singular.

El éxito de la ciencia en el mundo contemporáneo se debe a la promesa de felicidad que está en su base, pero lo que se llama "dolor de existir" que es inherente a lo humano no se contrarresta con sus logros. Estos tienden más bien a producir una comunidad cada vez más global –organizada en mercados comunes- de individuos aislados y con cuerpos reciclables, comunidad inundada por un discurso con pretensiones de universalidad y verdad incuestionables y con los productos de la técnica en todos los confines del planeta.

En este contexto de uniformización y globalización se impone paradójicamente el imperativo superyoico massmediático que ordena "Sé tú mismo". Esto sería válido pensado en sí mismo de no ser que este "ser uno mismo" resultaría de acatar la exigencia de Otro, negando así que el proceso de subjetivación exige asumir en primer término, para cuestionarlo después, que sólo es posible ser inscribiéndose en el campo del Otro para hacer propio el lenguaje de éste como paso previo ineludible para toda separación. El discurso dominante que los medios reproducen al infinito conduce a la negación de la deuda ineludible del sujeto, lo que permite entender que ya en los años 60 Lacan se refiriera al creciente ascenso y violencia de los procesos de segregación que en el siglo XX han llevado al exterminio genocida radical, al extremo de que la eliminación incluye el cadáver mismo. Los hornos crematorios del nazismo y las desapariciones en diversos países son el testimonio. Afirmar el ser a partir de la negación, la aniquilación del Otro, con el consiguiente rechazo de la deuda para afirmarse en el narcisismo de un yo que asume el presunto dominio con el precio de la violencia destructora será la consecuencia de ese mandato tal como es presentado.

Se podría afirmar que, con la caída de las utopías del progreso en su versión liberal o marxista, con la desaparición de los grandes proyectos sociales de "liberación" y construcción de mundos ideales, con la desconfianza creciente hacia todo discurso político, se ha ido consolidando en las sociedades la consigna narcisista de afirmar el yo obedeciendo al mandato de mantener y fortalecer un lazo cada vez más estrecho con "los iguales" inmediatos. Pero este lazo, para perpetuarse, exige una premisa paranoide que lo sostenga: segregarse para defenderse, atacar a quien se le atribuye la responsabilidad del propio menoscabo, usar la queja, el lamento, la querella constante. Así es como van a generarse tribus urbanas que se organizan con base en el principio de la "pequeña diferencia" que señala como máximo enemigo al vecino. Un ejemplo de esto puede hallarse en cierta versión del feminismo que formula esta verdadera propuesta concentracionaria: "Le idea es poder evacuar dos o tres estados de los EE.UU., echar a los hombres de un puntapié e instalar allí sólo mujeres y edificar una suerte de "Muro de Berlín" alrededor, para que las mujeres no tengan que estar más en contacto con los hombres" (2). ¿Se trata de lucha por reivindicar el "derecho de las minorías" o por sostenerse, en cuanto minorías pro-ghetto, en el encierro de la presunta pureza exterminante del diferente?

Hablar de pureza y de rechazo de la diferencia y lo diferente evoca la religión en la medida en que ésta, con su máxima susceptibilidad a la pequeña diferencia, canaliza actualmente de un modo importante la pasión del odio al diferente. Se puede en este sentido hablar ya del fracaso de la expectativa freudiana expuesta en "El porvenir de una ilusión" de sustituir el fanatismo de la religión por las luces de la razón. Había en esto más bien cierta ilusión de la religión de la razón, religión "progresista" del intelecto que sostenida por el creador del psicoanálisis en contraposición a la religión oscurantista de la fe.

Lo sucedido desde 1927 hasta nuestros días desmiente completamente el pronóstico freudiano, al punto que cabría preguntarse si en la actualidad, en vez de asistir a la decadencia y retroceso de la religión, ésta y las inmejorables sectas de índole mística que surgen cada día se hallan en franco avance. El auge de los fundamentalismos e integrismos muestra el valor que para las colectividades tiene un discurso con pretensiones totalizadoras que provee de fundamentos inobjetables para que el creyente pueda saberse amado como hijo por la divinidad y sus representantes, con un grado de certeza tan violento que lo lleva incluso a su inmolación en nombre de ese Dios y sus vicarios. El lado obsceno y feroz de la religión así como de otras ideologías más o menos homólogas lleva a la satanización del vecino de credo y/o raza en un intento de hacer de la diferencia una total indiferencia, es decir, la anulación total del diferente. El mandato de "ser uno mismo" con absoluta prescindencia del Otro está en la base de la proliferación de las sectas, los grupos, las capillas regidas por líderes paranoicos "iluminados" que ofrecen "soluciones" mágicas a un malestar cuyo origen tiene que buscarse más bien en la definición de la condición humana misma. En realidad, estas "soluciones" no consisten más que en el fortalecimiento de una subordinación absoluta a líderes presuntamente infalibles que toman en lugar del Padre Ideal incuestionable para confirmar así aquello que señalaba Freud en Moisés y el monoteísmo: "Sabemos que en la masa de seres humanos existe una fuerte necesidad de tener alguna autoridad que uno pueda admirar, ante la cual uno se incline, por quien sea gobernado y, llegado el caso, hasta maltratado...Esta necesidad proviene de la añoranza del padre" (3).

En este sentido, no hay una oposición radical entre religión y ciencia pues ambas traen de diferente manera la perspectiva de ese "más allá" que el ser humano procura alcanzar a partir del hecho de que su condición de criatura del lenguaje lo condena al límite y la restricción. La religión en una vida ultraterrena, la ciencia en esta vida. Pero es la incompletud constitutiva quien genera la ilusión de un estado ideal de completud que, de diferentes maneras la religión y la ciencia prometen. De ahí que no resulte sorprendente el auge que ambas, de manera simultánea, nos muestran, y que, no obstante sus aparentes y abismales diferencias, puedan coexistir perfectamente.

Ahora bien, no obstante ese auge de la ciencia, estamos en un momento histórico en el que –a diferencia de hace un siglo- distintos y coincidentes testimonios nos señalan al progreso como una ilusión, una idea caída en el descrédito total. El concepto mismo de progreso surgió como la perspectiva de un avance paulatino e inexorable hacia un estado de plena armonía el que se negaría que siempre, como lo dice Lacan, cuando gana por un lado se pierde por otro. Pero como generalmente no se sabe lo que se ha perdido tiende a creerse que sólo se gana. Ya Freud, en "El malestar en la cultura" señalaba los grandes costos que representaban para la humanidad los progresos de la técnica. Será entonces necesario preguntarse lo que se pierde cada vez que un progreso científico o técnico nos deslumbra con su apariencia de logro extraordinario. De este modo podríamos preguntarnos qué puede haberse perdido o qué puede llegar a perderse con una de las manifestaciones más importantes del "progreso" que se ha impuesto en los últimos años: la llamada "navegación" por las redes de las "autopistas" informáticas hecha posible por medio del Internet.

Como con otras conquistas del llamado progreso, la "navegación" promete acceder a un más allá que presenta al imaginario social como un viaje de vastos alcances, viaje que parece desbordar fronteras que hasta hace muy poco nos limitaban. Así, parece hacer realidad aquel "sentimiento oceánico" del que Romain Rolland le hablaba a Freud mostrándolo como testimonio de una comunidad con el todo trascendente y fuente de una intensa fe religiosa y una vivencia de eternidad.

Ya algo de este propósito se intentó llevar a cabo en aquélla otra "navegación" que fue la navegación espacial. Esta lanzó al espacio varias expediciones que llevaron un nombre de indudable raíz religiosa: "misiones". Quienes fueron lanzados al espacio sideral iban con la misión de encontrar alguna respuesta que permitiera –como a los antiguos misioneros de la fe- establecer algún tipo de comunidad con otros que pudieran responder. Pero en nuestros días da la impresión que este tipo de viajes tienden a ser sustituidos por la navegación informática que atraviesa un ciberespacio generador de imprecisables comunidades virtuales. El más allá se ha situado ahora en el más acá terreno, tal vez porque nadie ha respondido desde la luna, Marte, Venus o cualquier otro planeta de nuestra galaxia, y cuando no hay respuesta desde un lugar definido, el hablante pierde su interés, su empuje decae, abandona el proyecto. En cambio, una conectividad digital inmediata, sin el tiempo y el espacio como barreras, con la certeza de obtener respuesta desde cualquier otro lugar por parte de un interlocutor desconocido y pudiendo inclusive preservarse el anonimato de los participantes resulta un hallazgo fascinante.

En la nueva navegación no se trata ya de entrar en contacto con algún hipotético marciano inhallable sino con otro hablante y/o con sus producciones, aun cuando estas se encuentren sujetas a la relatividad, a la falsificación, a la duda sobre su veracidad. Todo esto se hace posible sin el menor desplazamiento físico, sentado frente a un monitor, con un teclado y un ratón, desde la comodidad del hogar –como suele decirse- y a salvo de la "ingravidez" del espacio estelar. Con el Internet el hombre se convierte en un verdadero nómade inmóvil que puede viajar miles de kilómetros sin moverse de su silla. ¿Es esto un progreso en todos los sentidos? ¿Hay solamente ganancia? ¿Qué será lo que se ha perdido o se está perdiendo si se acepta que ningún logro es posible sin pérdida?

Para tratar de responder habría que pensar en primer término en el cuerpo, ese cuerpo erógeno que solamente puede existir en el contacto con otros por medio de miradas, palabras, caricias, abrazos o besos. ¿Qué queda de este cuerpo condenado al aislamiento ante la pantalla y al que se le impone el mandato superyoico justificado en razones sociohigiénicas del "sexo seguro"? (4).

En segundo término habría que preguntarse en torno al deseo: ¿Qué se hará de este cuando con solo tocar algunas teclas podemos ser inundados –vía "autopista" cada vez más veloz- por un "menú" informático digno de un festín que se asemeja a comilona? ¿El intento de llenarnos hasta el hartazgo, hasta colmar cualquier falta, no podría llegar a provocarnos como reacción una verdadera anorexia, que sería el último refugio para un deseo que no quiere tanta satisfacción porque esto significaría su desaparición?

Son solamente algunos cuestionamientos que nos llevan a pensar que si casi todo en el marco de la avanzada modernidad que vivimos tiende al cierre, el lleno, el colmamiento, la respuesta del lado del sujeto no podrá dejar de ser el síntoma como manifestación de un saber inconsciente que será siempre refractario a cualquier intento de aplastamiento. La grieta subjetiva, fuente de todo dolor pero también de toda creatividad, siempre resistirá la pretensión de una sutura.

Todo ocurre como si el mundo contemporáneo organizado por las tecnociencias pretendiera llevar hasta las últimas consecuencias aquello que para Freud era el fundamento de la humanidad: ceder sobre el deseo, buscar la plena satisfacción, rechazar la falta. Se trata de una ética muy particular que podría definirse como inherente al superyo. Este impone al sujeto un imperativo de pureza y expiación: sostener al Otro, que es el sistema simbólico que nos hace sujetos, como un Otro exento de falta, sin fallas, completo. No cumplir este mandato se castiga con el sentimiento de culpa, efecto de la imposibilidad de responder a tal exigencia. Para el superyo la pérdida no debe existir y por esto las ilusiones que los avances técnicos generan lo hacen aún más presente. Más allá de sus beneficios, la técnica engendra ilusiones que retienen a los sujetos para que no realicen el camino de su deseo. La modernidad, con sus avances científicos y técnicos, se ha propuesto como meta curar a la humanidad del malestar. Pero este no puede considerarse meramente circunstancial, producto de un determinado sistema social o de la insuficiencia de los conocimientos. Es de orden estructural, producto de la falla inherente al orden simbólico, falla sin la cual éste último no podría existir. Es la falla de la que puede surgir toda creatividad, todo decir inédito y novedoso.

De ahí que la crítica de la modernidad no deba tomarse como el intento de retorno a alguna clase de oscurantismo. El psicoanálisis mismo no hubiera surgido sin las luces proyectadas por el surgimiento y desarrollo de la ciencia moderna, pero lo que él revela es ese fondo oscuro de angustia y dolor que subyace a toda formación cultural, a toda realización humana. Angustia por el hecho de que el deseo nos confronta con lo imposible de reconocer, la herida incurable de la subjetividad.

Sin desconocer su origen en el campo de la ciencia, el psicoanálisis se coloca a contracorriente de lo que los saberes oficiales promueven, pues lejos de inducir la ilusión de alcanzar un estado de completud convoca a hacer la experiencia de la fragilidad subjetiva, fragilidad derivada del hecho de que el Otro carece de respuesta última ante el enigma del deseo y que éste solamente puede sostenerse en la medida en que las certezas impuestas por cualquier orden social revelan su carácter ilusorio. El deseo vendrá así a romper ilusiones paralizantes en la medida en que someten a un mandato superyoico de desconocer toda falta para engendrar otras que reconozcan en la falta su posibilidad de existir, en un proceso interminable en el que lo verdaderamente valioso es el acto mismo en que el sujeto con su propia falta puede crear.

Al postulado de la modernidad contemporánea que plantea la posibilidad de alcanzar un estado ideal en el que la pérdida habría desaparecido, el psicoanálisis puede oponerle el valor esencial de la pérdida, sin la cual nada nuevo podría ser dicho o creado.

Más allá de la eficacia de la ciencia y la técnica, cuando se trata de lo humano subsiste siempre algo desconocido, un punto ciego que escapa a toda medición y a toda previsión. Es lo que se puede llamar el efecto sujeto. El psicoanálisis, a diferencia de la ambición científica, no elude esta dimensión ni intenta someterla a control; por el contrario, renunciando a toda pretensión de poder crea las condiciones para que, en el despliegue de la palabra, advenga el saber inconsciente que es precisamente el de lo excesivo que no se deja apresar.

Por esto, el saber del analista difiere completamente del que puede poseer el científico o el técnico. No ese saber lógico que remite el enunciado a una significación precisa y fija; es un saber que no se sabe, saber del enigma del sujeto dividido entre lo que cree decir y aquello que efectivamente dice. Es un saber que se articula entonces en las grietas del discurso, en los tropiezos que indican una enunciación que rebasa los enunciados, en las fallas, lapsus, olvidos, sueños y síntomas.

Este saber del inconsciente impulsa al sujeto a repetir, durante su vida, los mismos libretos con máscaras diferentes. La repetición lleva al sujeto a cuestionarse por sus razones, pudiendo eventualmente convocarse a otro –el analista- del que se supone conoce los resortes ocultos del comportamiento. El sujeto acude a que se le explique el porqué de algunos de sus pensamientos o actos, buscando un sentido para alcanzar el dominio "racional". Sin embargo, Freud pudo advertir que revelar al paciente la presunta significación de sus síntomas solo causa un alivio pasajero. El sujeto busca y repite ese sufrimiento del que dice querer liberarse; se empeña en conservarlo porque encuentra allí una satisfacción paradójica.

Por esto el psicoanálisis no está destinado a adquirir un saber que asegure la plena armonía del sujeto con el mundo. Ningún saber podría eliminar el saber del inconsciente que en su insistencia repetitiva manifiesta la inevitable ausencia de armonía en esa relación. Pero si este saber de la absoluta armonía que la ciencia pretende alcanzar es inexistente, lo que sí puede existir es el acto de un sujeto que, perdiendo algo, puede ganar recreándose, refundándose y transformándose por efecto de este mismo acto. Este acto por el que el psicoanálisis apuesta hace una marca, singulariza, abre la posibilidad de la palabra inédita, inesperada. Así hace nacer siempre al sujeto allí donde la técnica contemporánea lo relega al rango de un elemento medible o cuantificable.

 

REFERENCIAS.

(1) S. Freud: Las perspectivas futuras de la terapia psicoanalítica. En Obras Completas, Tomo 11, Buenos Aires Amorrortu, 1979, pp. 138-140.

(2) Citado por R. Harari: Psicoanálisis in-mundo . Buenos Aires, Kargieman, 1994, p. 96.

(3) S. Freud: Moisés y la religión monoteísta. En Obras Completas, Tomo 23. Buenos Aires, Amorrortu, 1979, p. 105.

(4) En este sentido la revista Quo en su número 36 de octubre del 2000 informa en la página 44 que "ya existen dispositivos que simulan la práctica del coito a distancia con otra persona a través de Internet". Uno de ellos se llama "Fuck U-Fuck-Me" y se le describe así: cada persona acopla sus genitales a una unidad de hardware – que debe comprarse - conectada con otra a través de una página de Internet gratuita, de forma que sus movimientos se transmitan. Informa la página web a dónde hay que dirigirse: www.fufme.com

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Revista de Psicoanálisis y Cultura
Número 16 - Diciembre 2002
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