Acheronta  - Revista de Psicoanálisis y Cultura
La envidia o el mal de ojo
Ignacio Gárate Martínez

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Todos los vicios, Sancho, traen un no sé qué de deleite consigo,
pero el de la envidia no trae sino disgustos, rencores y rabias.
Cervantes

…que recibí con malos deseos y autenticos celos infantiles a mi hermano,
un año menor que yo (el cual murió a los pocos meses de edad)
y que su muerte dejó en mi un gérmen de reproches.
Freud

De los siete pecados capitales cinco son anverso y dos reverso, cinco figuran exceso y dos déficit. De todos, el peor para el cristiano, no es la lujuria ni la ira ni la gula o la soberbia ni la pereza o la avaricia. Es el defecto de amor que impide cumplir el mandamiento de Jesús: la envidia.

En la cara del espejo capital el pecado es exceso y desorden de "apetito" y se ha de entender este "pedir" que incluye el apetito, en la vertiente opuesta a la necesidad, aquella que influye sobre la avidez del deseo: así se construye ese magnífico significante castellano, casi rasgo de ingenio en el sentido freudiano, avedecer que significa el efecto de avidez del apetito sobre el deseo. El exceso de apetito pone el deseo en desorden hasta confundirlo con las ganas y, de pronto, el cuerpo campea por sus respetos y se impone para repetir lo que le marca o le encarna: el síntoma.

Esto de los pecados y las virtudes nos ayudaba bastante, en los tiempos catequistas de Astete y de Ripalda, a reforzar el superyó, dándonos normas y respuestas, soluciones prácticas, obligaciones y amenazas, ejemplos enternecedores destinados a moderar los ímpetus, esas ganas enloquecidas que no sabíamos si eran pedir o peer, pues a menudo nos olían muy mal los apetitos. Y si cree mi lector que le fuerzo la sonrisa con un quiebro, que piense en nuestro señor Don Quijote cuando salió de la venta "tan contento, tan gallardo, tan alborozado por verse ya armado caballero, que el gozo le reventaba por las cinchas del caballo": el pedigüeño pedía y ya saciado, su contento se tornaba pedorrera, oquedad, borborigmo o estertor de un vacío interno, hinchazón de petulancia flatulenta. Y recuerdese para completar la referencia, cómo se dice vulgarmente en catalán el capricho de hacer algo: "li va petar d'anar-hi".

Hoy nos encontramos en un tramo del acontecer humano en donde el elitismo y la permisividad se conjugan de mil amores para hacernos las cosas más difíciles a la hora de decidir del bien y del mal; se puede hacer de todo sin saber ni el "cómo" ni el "por qué", sin referencias que cimienten, por adhesión o por oposición que viene a ser lo mismo, la elección o el ejercicio. Estamos en un declive de la mutación social que acaso se convierta en decadencia, por eso la DSM IV suprime la neurosis, la psicosis y la perversión, en provecho de los tic, de los tac o de los toc y los médicos de cabecera recetan tantos antidepresores entre gripe y orzuelo. Se ha terminado la clínica que se basaba en la observación de la buena o la mala encarnadura. Estamos en los albores de la sociedad depresiva, la sociedad del déficit: tic, tac, toc, de un reloj sin péndulo ni pesas.

Que no crea el lector que aquí me quejo ante el Dios de las batallas, de los tiempos del abuelo y su "estar mejor"; "no me pesa lo vivido, me pesa la estupidez de llegar a un fin de siglo distinto del que soñé". Hay un faltar o echar en falta cuyo exceso redunda en negra bilis y no es ya la pereza el "caimiento del ánimo en bien obrar", que decía el catecismo de Astete, sino melancolía que solo con la envidia se remedia. Pues no hay amor de sí mismo que tapone el vacío y sólo por mirar el bien del otro y contemplar su belleza y lozanía o su comer con fruición o su gozo templando las caricias o la explosión violenta de su miedo, se consigue evitar el desafío mortal en donde la libertad se topa con los límites.

Es la envidia un vivir poco gustoso, con resabio de tiña por la erupción que fuerza en el pensar y ese humor suyo corrosivo y acre que va royendo el cutis de la cabeza donde se cria costra. Fuerza la envidia tiñosa a destruir las colmenas por el arañuelo o gusanillo que se inmiscuye en los enjambres y siembra escasez o mezquindaz y hay que volar al grito de "sálvese quien pueda" y correr a enjambrar en otra parte.

Hay un dicho que sitúa muy gráficamente la ambigüedad de los sentimientos hacia el amigo, eso que se construye en el "amorodio": "¡De mis amigos me libre Dios, que de mis enemigos me libro yo!" Y es que los amigos se ven, se frecuentan y acaso compartan intereses y trabajos. Y claro está que deseamos el bien de los amigos, por eso nos sentimos con ellos benevolentes, pero se nos inflama a veces la vista y la prosperidad del amigo nos causa envidia como si la luz de su fama nos sumiese en sombra y su crecer impidiese el nuestro. Este proceso que Plutarco refiere para diferenciarlo del odio, es algo muy difícil de reconocer y de todas las pasiones, la envidia es la más oculta hasta llegar a ser, sarna del alma, enfermedad innombrable: la envidia es grama que verdea en sombra. No hay placer en la envidia clásica pues siente el envidioso más placer en la compasión del apiadarse que en el propio envidiar y así Plutarco concluye con la envidia del amigo diciendo: "Pues los envidiosos no querrían causar la perdición a muchos de sus amigos y conocidos ni hacerles sufrir, pero se apesadumbran de su felicidad. Disminuyen si pueden su fama y gloria, pero no les procurarían males irreparables, sino que, como si se tratara de una casa más alta, se contentan con quitar lo que les hace sombra". La envidia es desde siempre un efecto disyuntivo del mirar y del ver.

Nos podría extrañar que, al mismo tiempo, sea la envidia el mayor de los pecados (uno de los siete mayores) y que pueda haber virtudes que parezcan o se digan envidiables y es que, parece ser, que no es lo mismo envidiar que tener envidia, Roque Barcia, un buen retórico y a la vez moralista decimonónico lo explica así: "Envidiar significa más bien tener deseos de poseer el objeto que se envidia. Se envidia la salud, el talento, la paciencia, la hermosura, la renta, el garbo. Tener envidia es sentir zozobra de que una persona posea lo que uno sólo quisiera poseer. El que envidia, imita y trabaja. El que tiene envidia se impacienta y odia. Envidiar es una emulación. Tener envidia es un egoismo. Envidiar es muchas veces una virtud. Tener envidia es siempre un vicio y un pecado. Y este pecado no puede compararse con otro alguno, porque, más que un pecado es una especie de demonio. Si cobrara forma material y apareciese en medio de la tierra, el mundo entero arrojaría un grito de espanto." Nuestro ilustre Barcia, se refiere aquí a lo que dice la Sabiduría: invidia autem diaboli mors introivit in orbem terrarum imitantur autem illum qui sunt ex parte illius (y también por la envidia del diablo entró la muerte en el orbe de la tierra : aquellos que comparten con él también la experimentan). Es de señalar que para los clásicos tanto el invidere latino como el fthonós griego refieren, a la vez, envidia y odio y se diferencia completamente de los celos que pueden ser divinos (recordemos a Yavé Sabaot, el Dios celoso), mientras que la envidia sólo puede ser diabólica, destructora y mortal. Los celos son cuidadosos, por eso cela el bedel la asistencia a clase, como un dios de pasillos que cuida su ciudad cuando, al atardecer, se le emborrona el transeunte.

La Biblia hebráica sólo presenta una ocurrencia de envidia (las demás referencias de los libros judíos de la Biblia sólo existen en versión griega), en el libro de Job, que Luis Vives cita a partir de la Vulgata: "Mata al pequeño (parvulum) la envidia" y es ésta extraña traducción pues, aunque escolásticamente casi exacta (tuvo Cómodo gran envidia de su padre Marco Aurelio), la palabra griega no se refiere a pequeño sino más bien a extraviado o insensato, lo que hoy se traduce por tonto y que acaso se entendiera mejor si se interpretase como falto de referencia firme, ésa que brinda la función paterna como suelo, por lo que yo propongo que se traduzca el versículo de Job por "Mata la envidia al desolado".

Diferencia Vives en su extraordinario estudio, tras el de Plutarco y el de Basilio de Cesarea, cuatro clases de envidia que dan cuenta de nuestra actitud frente al bien ajeno; la primera es la del bien ajeno que nos perjudica por aminorarse nuestros bienes al sobrevenirle a nuestro prójimo otros mayores. La segunda, de la que dice que es como una forma del deseo y que es la del bien ajeno y que, aunque éste no nos dañe, sentimos que no haya sido sólo para nosotros. La tercera que denomina como celos, es la que hace que no quisiésemos que otros consiguieran lo que nosotros o lo que deseamos o hemos deseado sin haber podido alcanzarlo. La cuarta es aquella en donde el bien ajeno nos duele simplemente y sin mira alguna de nuestras utilidades, sino sólo por creer malo que otros estén bien y dice que ésta cuarta es la verdadera y más propia naturaleza de la envidia. La envidia de Vives es un sufrimiento intenso, que procura palidez lívida, consunción, ojos hundidos, aspecto torvo y degenerado. Sin embargo el envidioso, no se atreve a descubrir sus sentimientos y pone gran trabajo en que no se manifeste esta llaga interior. Así, nos dice, en el alma, se revuelven encerradas y cohibidas esas manías y furias, cuando el tormento no es superado por otro alguno.

Quizá sea esta cuarta forma de la envidia (que encierra y cohibe como quien reprime) la que justifique el interés de los psicoanalistas por esta pasión del alma, este impulso o apetito que recarga los deseos y los desencaja hasta el pecado y hasta lo supremo o capital en la jerarquía de los pecados.

Para poder interesar a los psicoanalistas tiene la envidia que ser o deseo inconsciente o marca sobre un objeto de un deseo inconsciente en donde el apetito del objeto se convierte en síntoma.

Los psicoanalistas tienen que discriminar, precísamente, la medida en que la envidia es pulsión hacia un objeto o déficit constitutivo del desamor de si, herida del narcisismo que sólo con su manifestación sintomática consigue atorar el flujo de la negra bilis y soslayar la muerte de uno mismo, cuyo gozo consiste en odiar el gozo ajeno pues si no: mi gozo en un pozo… Un pozo sin fondo en donde al cabo triunfa la muerte como amo absoluto.

Freud reserva la envidia (neid) para referir la posición diferente del hombre y de la mujer frente al complejo de castración; en su primera expresión, la cosa puede parecer bastante sencilla y parece ser que este tema no les suele gustar a la mujeres de hoy, como si Freud les rebajara o como si su búsqueda teórica se convirtiese, al hablar de la feminidad, en una especie de machismo inconsciente: "La hipótesis de un mismo órgano genital (viril) en todos los seres humanos es la primera de las teorías sexuales infantiles importante y de grandes consecuencias. El niño no le saca mucho provecho a eso de que la ciencia biológica se vea forzada a confirmar su prejuicio reconociendo que el clítoris femenino es un verdadero sustituto del pene. La niña no cae en esa especie de actitud de rechazo cuando se da cuenta de que el órgano genital del niño es diferente del suyo. Está inmediatamente dispuesta a admitirlo y sucumbe a la envidia del pene que culmina en el deseo importante, en cuanto a sus efectos ulteriores, de ser un chico." Visto así, y aunque fuese en 1905, no cabe más remedio que admitir que el destino falocéntrico de la feminidad es poco lustroso (si se me permite la expresión) y será necesario leer con detenimiento la obra freudiana respecto de la envidia del pene, durante los treinta y tres años siguientes, para llegar a la dialéctica del ser y del tener en 1938: "Tener y ser en el niño. Al niño le gusta expresar la relación de objeto por medio de la identificación: soy el objeto. El tener es la relación ulterior, recae en el ser tras la pérdida de objeto. Modelo: seno. El seno es un trozo de yo, soy el seno. Más tarde solamente: lo tengo, es decir que no lo soy…"

Si por un momento aceptamos alejarnos de la materialidad del objeto (pene) de la envidia en lo femenino y de la angustia en lo masculino, observaremos que el faltar que induce o causa el deseo produce en un caso angustia y en el otro envidia y se desliza sin mayor satisfacción, en ninguno de los casos, a través del conjunto de los objetos con los que el yo se identifica a lo largo de su desarrollo. Freud lo nombra con total claridad en los diferentes trabajos en los que se refiere a la envidia. Así, tanto el "hijo" como el "hombre colgando de su pene", son sustitutos de la envidia y hasta incluso la "feminidad", fin último del desarrollo psíquico en la mujer, se convierte en sustituto de la envidia del pene, lo que nos llevará a considerar la feminidad como último objeto de la envidia femenina. En el caso de los hombres, Freud convierte la protesta viril introducida por Adler en rechazo de la feminidad y sitúa de nuevo la castración masculina por el lado de la angustia; acaso nosotros podamos entender como posible que tras este rechazo angustioso de un deseo, a penas emergente, de aceptar la propia feminidad (la de los hombres), se esconde la envidia de la misma feminidad que originalmente fue, en la mujer, envidia del pene… ¿Será posible afirmar ante mis serios lectores que en el hombre también existe la envidia del pene? ¿Cómo puede ser que exista envidia de algo que se posee? Quizá porque al darse cuenta de que lo tiene, percibe que no lo es (el falo) y que sin embargo, por no tenerlo, la mujer presume que lo es (femenina). ¿Envidiará el hombre la feminidad triunfante como imagen sustitutiva de un sueño de virilidad total, que se desmiente día a día con la detumescencia del pene? Si lo que aquí infiero tuviese algo de cierto, comprenderíamos mejor esa actitud virilmente cuarentona que manifiesta su odio de la feminidad madura y la desprecia en provecho de una plástica, más cercana de la perfección ensoñada y brillante de un falo, no sometido a la castración (cuando mira a la top model). Es cierto que si volvemos a la afirmación de Astete, tal y como yo la traduzco: la envidia es un odiar el gozo ajeno, podemos comprender cómo el hombre puede tener envidia del gozo de la mujer: disfruta él sexualmente en la cima de la angustia, cuando el crecimiento constante de su deseo le lleva a la angustia de la castración y con ella a la detumescencia del pene, de ahí al orgasmo. Tiene ella una relación más relajada con la castración, lo que le permite lograr un suplemento de gozo inaccesible al hombre y que no se puede comparar con éste: la relación sexual entre hombre y mujer no es homosexual, como tampoco lo es la relación entre mujer y mujer. Misterio de Eros que no permite que haya relación sexual, en el sentido que las Matemáticas le dan a éste término.

Una joven paciente, ingeniero comercial, especialista de la venta de aparatos de medidas físicas, cuenta cómo descubrió un día horrorizada que su amante de entonces se masturbaba en ciertas ocasiones viendo películas pornográficas. Más tarde, en el transcurso de otra relación amorosa, le preguntó a su compañero si alguna vez, cuando estaba con ella, pensaba en otras mujeres. Le confesó su amante que, en efecto, durante sus relaciones sexuales, ocurría que fantasease imágenes de otras mujeres y de otras situaciones sexuales… La paciente relata estas actitudes como el colmo de la infidelidad y le parece terrible poder enamorarse de hombres de esa calaña. En la actualidad, se encuentra en el inicio de una nueva relación y como le parece estar cada vez más enamorada, teme que se reproduzca lo pasado y le pregunta a su amigo cuáles son sus fantasías, a lo que éste responde que esas cosas son demasiado íntimas para compartirlas con alguien. ¿Se da usted cuenta?, me dice, tengo mucho miedo de enamorarme y de que al cabo me confiese que él también piensa en otras cuando hace el amor conmigo… Al contrario del consejo catequístico, la envidia funciona en este caso como remedio contra el enamorarse.

Otra analizante recordaba, con verdadero sentimiento de culpa, un episodio de su adolescencia, interna en un instituto, y a una de sus compañeras que la mantenía presa de una admiración sin límites… La analizante se dejaba querer sin encontrar en su amiga nada que le pareciese valioso o interesante; acaso si lo fuese una interminable y lozana cabellera de color caoba (vellón cabrilleante hasta la encolladura, como el que describe Baudelaire) único adorno de una silueta desgarbada y sin gracia. Quiso probar un día la realidad de su influencia sobre la amiga y le dijo: "A ti te quedaría estupendamente el pelo corto"… ¡Cuál no fue su sorpresa al constatar, al cabo del fin de semana siguiente, que su compañerita se había rapado el pelo y ostentaba una escuálida cabecita peinada a la garçonne! Aquella pequeña no tenía ya nada, nada que fuese envidiable, nada con que gozar ensimismada, a no ser el mirar y admirar a mi analizante con la mirada sumisa, emocionada, la mirada intensa, apasionada, como un rayo que no cesa, que venía a suplantar su cabellera yacente y deshilachada de silbo vulnerado. Tras esta verdadera mutilación, mi paciente, ahita en culpa, se mostró compasiva y cariñosa con la muchacha, sin percibir que al renunciar al atuendo de su melena, la niña se volvía mirada únicamente, de la que mi paciente quedaba colgada con un objeto del deseo poseído por fin.

Piera Aulagnier, entonces Spairani, nos relataba allá por el 67, en su inmejorable artículo sobre la feminidad y sus avatares, la historia de una paciente que vale la pena recordar con todo su detalle: Se trata de una joven que solicita empezar un análisis para intentar librarse de unos celos invasores que dificultan mucho sus relaciones amorosas. Sus celos hacen que le sea insoportable no sólo que su compañero la pueda engañar sino el mero hecho de que deje entrever la posibilidad de que exista cualquier deseo del que ella no sea el único objeto. Cuando comienza el análisis, la paciente mantiene desde hace algunos años una relación con un hombre del que está muy enamorada y con quien mantiene relaciones que le procuran un intenso placer sexual del que habla sin dificultad. Un día, la analizante llega a la sesión presentando todos los signos de esa perplejidad y conmoción que solemos reconocer como anunciadores de la angustia. Acaba de asistir a una conferencia en la que una conferenciante ayudada por una ingente cantidad de planchas anatómicas les ha intentado convencer de que el gozo es un derecho femenino, desmistificando "el mito de la superioridad masculina". La conferenciante pretendía que cualquier mujer podía gozar fácilmente, con tal de adquirir el dominio perfecto del sistema neuromuscular que rige el gozo en la mujer. La paciente de Aulagnier se pregunta perpleja: ¿Lo que hasta entonces había creído que era su gozo se podía acaso superponer a los esquemas que se le presentaban como los únicos válidos? Si el placer orgásmico requiere cierto ritmo de movimientos corporales ¿Cómo se tenía que denominar lo suyo, en donde el placer iba acompañado de un abandono en el cual se complacía imaginándose objeto inanimado, manipulado según los caprichos del compañero? Si sólo se puede hablar de gozo cuando éste se acompaña con una pérdida total de la conciencia, ¿Cómo denominar el suyo que siempre se apoyaba en los signos de evanescencia que el placer hacía surgir en el otro? La paciente se terminaba preguntando si su gozo no sería un simulacro, una semblanza falsa, mientras que, decía, su placer era real. Como si se le dijese que lo más auténtico en ella era mentira, cuando esa mentira era lo que siempre le había parecido la verdad por excelencia. Como quien dice, los sentidos (no) me engañan… Sin pararnos a comentar esta secuencia, si que podemos insistir en la coincidencia con el primer relato de mi paciente y la cuestión de la mirada que se plantea en mi segunda secuencia clínica. La paciente de Aulagnier, envidiosa de cualquier objeto de deseo de su amante que no fuera ella, hasta los más nimios o desexualizados, como el tocar el violín, gozaba al unísono de su amante cuando su miraba percibía el desvanecimiento de éste o los albores de su orgasmo. ¿Cómo no recordar aquí el Contre-chant de Aragon "Soy ese desgraciado comparable al espejo, que puede reflejar pero no puede ver, como él mi ojo es vano y como a él lo habita, esa ausencia de tí que funda su ceguera." Porque en el muro de su mirada sólo sabe encontrar "sombra de ella soñada", Louis Aragon se puede contagiar con aquel madrigal de Gutierre de Cetina y sus "tormentos rabiosos" diciendo: "Ya que así me mirais, miradme al menos". Gozaba la niña y teníá razón, pues su mirada coincidía, haciéndose objeto de gozo, con la angustia del compañero, en la detumescencia angustiosa que precede a la eyaculación.

¿Contra la envidia, la interpretación? Acaso sirviese la máxima si fuera interpretación analítica, es decir si la interpretación inscribiese o marcara su efecto más allá del sentido. Dar sentido al síntoma puede ser, lo mismo que desvelar un comportamiento, una manera de psicología. La interpretación psicoanalítica se diferencia de la psicología porque constituye un acto, un acto de apertura de la misma estirpe que el del explorador que, saliendo del sendero o del texto o del cauce que nos lleva, sitúa nuevas pistas, encarna nuevas cotas, instruye una topografía sin que haga falta dibujar o conocer el mapa todo. La interpretación no es saber semántico sino, como la mística, saber de experiencia: el ciervo vulnerado por el otero asoma.

Más allá de la envidia, de la envidia del pene en la mujer, de la envidia de la feminidad enmascarada en su protesta viril en el hombre, se encuentra la castración como figura de un déficit, de un faltar, que hace surgir en primer plano el objeto del deseo y en el caso de la in-vidia , la mirada como objeto causa del deseo. Agustín de Hipona lo pone de manifiesto: Vidi ego et expertus sum zelantem parvulum: nondum loquebatur et intuebatur pallidus amaro aspectu conlactaneum suum (Vi con mis ojos y conocí bien a una criatura presa de celos: todavía no hablaba y contemplaba con lívida acritud a su hermano de leche). Agustín ya había mamado; su apetito, saciado ya en lo necesario, se corroía y consumía al mirar a su hermano de leche que gozaba a su vez colgado de un pezón. Conviene recordar la pregunta de Xavier Audouard a Lacan en su seminario del 19 de febrero del 64, a propósito de la mirada: "¿En qué medida hay que hacer saber al sujeto en el análisis que se le mira, es decir que estamos situados como aquel que mira en el sujeto el proceso de mirarse a si mismo?" y la respuesta de Lacan: "Intento aquí captar cómo la tujé (el encuentro inesperado) es representada en el asidero de la visión. Mostraré que lo es al nivel que yo llamo la mancha y que ahí se encuentra el punto tújico en la función escópica. Es decir que el plano de la reciprocidad de la mirada y de lo mirado es, más que cualquier otro, propicio para la coartada del sujeto. Por eso convendría que no le llevásemos con nuestras intervenciones durante la sesión a establecerse en ese plano. Por el contrario, habría que truncarle de ese punto de mirada último que es ilusorio." Más allá de la envidia en donde la mirada emerge como objeto causa del deseo, se encuentra el borde tronchado por la ausencia de lo semejante. El psicoanalista no es el envidioso Samsón Carrasco, que quiere interpretar la locura del envidiado, disfrazándose a su vez de caballero y sirviéndole de espejo. No puedo sentir dolor del bien ajeno si la visión de lo ajeno me deja de ajenar (o alienar) porque hay un borde cortado, el corte de un borde en la superficie del Yo que transforma la angustia en pasión por lo diferente.

Joël Dor, siguiendo las huellas de Piera Aulagnier, recoge en 1987, la síntesis de su trabajo sobre la feminidad. En Estructura y perversiones, nos muestra cómo, el surgir de la feminidad, se circunscribe en torno a ese objeto ausente; así, nos dice Dor, Aulagnier define la feminidad como "el nombre que el sujeto del deseo le atribuye al objeto, precísamente allí en donde este objeto no se puede nombrar porque no está. Con esta manera de situar las cosas, enteramente fundado en el "momento fecundo" designado por Freud en su estudio sobre la feminidad, se obtiene la consecuencia inmediata de someter el campo de la feminidad al reconocimiento del otro. Joël Dor afirma con Aulagnier, que sólo el otro puede aportar a una mujer algún tipo de seguridad sobre el tema de su feminidad. En otras palabras, una mujer sólo puede recibir la investidura de su feminidad porque un hombre consiente en reconocerla a través del deseo que le demuestra y con el cuál ella sabe que la posee. En este sentido y a contrario, el deseo de un hombre por una mujer es deseo de la feminidad que ésta posee en el lugar preciso en donde nombra lo que le falta. Esta reflexión tendería a confirmar mi temeraria afirmación sobre la envidia del pene en el hombre.

¿Más allá de la envidia?, ¿Más allá de la identificación?, ¿Más allá del objeto?… Se tendrá, en su día, que dedicar un trabajo amplio a la sublimación, a la sublimación entendida o pensada como un más allá de la represión, e intentar ver cuál sería el destino del deseo sexual en la sublimación cumplida. Por hoy podemos pensar que más allá de la envidia está el cuerpo, un cuerpo extraño, vacío y cosido en torno a unos agujeros cuyos bordes contienen el placer y su repetición, los agujeros del deseo; un cuerpo ora henchido ora hinchado, tal vez sediento, más de una sed que de un beber, un cuerpo como último refugio del narcisismo, en donde se plantea y se arriesga la cuestión del amor.

Para introducir el final de mi reflexión tengo que volver por un instante al catecismo, al de mi mentor, Gaspar Astete S.I.: Contra soberbia, humildad. Contra avaricia, largueza. Contra lujuria, castidad. Contra ira, paciencia. Contra gula, templanza. Contra pereza, diligencia. Contra envidia, amor.

Ya la hemos pronunciado, la palabra definitiva, la que recoge alma, corazón y entrañas, la que lo explica todo, lo perdona todo, lo resume todo, salvo que, ese todo --y recogeremos aquí la paradoja de Bertrand Russell-- si lo es todo, contiene también ese echar en falta, echar de menos, ese déficit…

El deseo es déficit en su esencia misma, por eso no hay objeto que lo satisfaga y, sin embargo, si que hay objeto que lo cause.

Hay una trampilla tomista en esto del amor que se desentiende de la satisfacción en la posesión del objeto y deja discurrir su echar de menos por la eterna voluntad del Bien: amare velle bonum alicui (amar es querer el bien del otro). La expresión se vuelve horrenda cuando el inconsciente freudiano se desvela con su facultad o su principio de no contradicción (es ésta, recordemos la Metapsicología, una de la propiedades del sistema Ics). Odiar es querer el bien del otro. La práctica del psicoanálisis se topa con esta propiedad que resume el horror del acto analítico: al contrario de las psicoterapias --en donde la sociedad reclama un bien para el otro, el usuario, eso que llaman curación (y que Freud, por darme razón quizá, llamaba furor sanandi)--, el psicoanalista sabe que buscar o querer, que incluso desear el bien del otro es la mejor manera de agredirle, de forzarle, de reducirle a la idea misma de un bien social. Por eso recomienda la clínica psicoanalítica que no nos ocupemos del bien de nuestro paciente, supuesto o no, sino de su deseo. Pero, tanto en nuestra casuística como en nuestra escolástica propias, tendremos que dirimir cómo el analista se libra del propio desear, de la suposición o imaginación del bien de un analizante… ¿Cómo lograr desentenderse del destino de un paciente para que advenga su deseo como destino? Ha de morir a sí el analista y despojarse de la máscara de su humanidad: morir a sí mismo es retraer el Yo para dejar un espacio para el otro. Tal me parece el modelo psicoanalítico del amor, si no queremos convertir nuestra práctica en una de las maneras más sublimes de la readaptación social o de la reeducación moral.

Si, como lo afirma Isabel Sanfeliu --y coincidimos con ella en este punto--, la envidia se anuda en un espacio imaginario, la muerte simbólica del analista no basta para situar o establecer su "más alla". El más allá del lenguaje es el cuerpo, un cuerpo que, por disolverse la realidad imaginaria de la mirada y la realidad simbólica de la palabra, se puede denominar como real. ¿Será ésta la realidad biológica de la que Freud nos habla, más allá de la roca de la castración para situar el análisis sin fin?: "A menudo se tiene la impresión, con el deseo del pene y con la protesta viril, de haber franqueado un paso, a través de toda la estratificación psicológica hasta "la roca de origen" habiendo así terminado con el trabajo. Y no puede ser de otro modo, pues, para lo psíquico, lo biológico representa verdaderamente el papel de la roca de origen subyacente. El rechazo de la feminidad no puede ser evidentemente más que un hecho biológico, una parte de este gran enigma de la sexualidad. Decir cómo y cuándo hemos logrado dominar este factor en una cura psicoanalítica será difícil Nos consolamos con la certeza de que le hemos procurado al analizado todas las incitaciones posibles para que revise y modifique su posición respecto de este factor." Esta afirmación freudiana de capital importancia pues sitúa los límites del psicoanálisis y les pone precísamente al borde de lo biológico, ¿tendrá acaso que ver con su pasión abortada por Lamarck y el lamarckismo? ¿Habremos de seguir pensando que Freud acarició hasta el final el sueño de una explicación total del cuerpo y del alma humana, tal y como se lo sugería Ferenczi en 1918?: "Ferenczi la sitúa [la amargura hostil de la mujer hacia el hombre] (ignoro si es el primero que lo hace) en una especulación paleobiológica, en la época de la diferenciación de los sexos. Al principio, según piensa él, la copulación acaecía entre dos individuos de la misma especie uno de los cuáles sin embargo se desarrolló más y obligó al más debil a soportar la unión sexual. La amargura debida a esta inferiorización se vuelve a encontrar en el comportamiento actual de la mujer. Pienso que no se le puede reprochar a nadie ese tipo de especulaciones con tal de que evite sobreestimarlas."

Con la llegada del cuerpo, la del cuerpo erótico, la del cuerpo femenino rechazado, se desmorona el concierto de seguridades sucesivas con los que la ciencia se alimenta: el rechazo de la feminidad, nos dice Freud, sólo puede ser un hecho biológico, una cuestión de cuerpo. Aquí volvemos a nuestras secuencias clínicas y principalmente a la que le tomamos prestada a Piera Aulagnier: "Por eso, el problema del gozo femenino, frisa siempre la dimensión del escándalo. Es escandaloso en efecto para el hombre tener que reconocer que no hay nada que le permita separar lo verdadero de lo falso; pero lo que todavía es más escandaloso es el tener que decirse que la mujer puede convertir su simulacro en la esencia misma de su gozo sin que se trate por ello de un engaño, pues su gozar puede ser también para ella un enigma."

Más allá de la envidia del pene, más allá de la envidia de la feminidad y su rechazo, la fascinación por ese enigma en donde la materialidad misma del simulacro no es engaño sino representante de una representación desconocida incluso para la persona que experimenta su ausencia (gozo--> feminidad --> pene). Contra el odio del gozo ajeno, la fascinación por lo que es otro, cumplida forma del amor.

El más allá de la envidia, cuestiona el final del análisis y la disolución de la transferencia en su relación con el cuerpo del deseo y la negociación del gozo bajo la forma reducida del placer: contra la envidia la experiencia del placer.

El envidioso se consume por no morirse: "¿Por qué me habéis salvado otra vez?", preguntaba aquel melancólico que se rifaba el cuerpo en cortes sucesivos, terribles torrenteras de sangre que le dejaban exsangüe. "Porque deseamos que vivas", le respondían sus hermanos. No envidiaban su vida, ni había en él envidia suficiente para atorar su deseo de muerte. Acabó en la frontera, destrozando en los acantilados ese cuerpo de deseo sin fondo aspirado por la muerte hasta el estallido final. ¿Contra la melancolía la envidia?

¿Más allá de la envidia el acto? Tendremos que discernir en la cuestión del acto aquel que se desliza por la violencia ciega y se encarna en la psicopatía y éste que es palabra, que se planta en el cuerpo y lo desplaza, que bronzea el cuerpo para que no se rompa y que no es coraza sino sólo un soplo, un viento, un hálito: el acto de palabra.

El cuerpo del melancólico acaso nos hable con mayor expresividad de aquel al que Freud se refiere como límite de lo psíquico.

El envidioso no se cree eso del narcisismo primario a partir del cual se engendra lo que sería la carga del objeto. Lo repudia con violencia, con agria desesperación: en el origen está el cuerpo, el cuerpo como enigma, el cuerpo como lugar del gozo, el cuerpo como sed de existencia que forma las últimas palabras del crucificado, ese mismo que había dicho "quien beba de este agua no tendrá ya más sed". Más allá de la envidia se sitúa la cuestión del amor, un amor que no sea carga del narcisismo primario hacia este o aquel objeto. Se trata de una concepción del amor sin objeto, la cruzada a la que nos convoca Unamuno en busca del sepulcro de Don Quijote, andadura sin urdimbre que la sustente, fascinación por un enigma en donde la verdad no es ciencia ni certidumbre, extrañeza constante por la alegría cotidiana que ni es afecto ni es efecto etílico, sino una vuelta a la identificación primaria en donde el júbilo nace, más allá de la mirada del otro, en la experiencia gozosa del existir: Soy, --como el eyé asher eyé del Exodo 3, 14-- acaso simulacro, como pretenden los que afirman que el hombre se ha inventado ese "Soy", alienado quizá a la mirada de la que cuelgo, pero también placer y calor y caricia y mirada a mi vez, mariposa del sueño o sueño de mariposa, Soy, y por ser me puedo dar sin contar, más allá de la economía del deseo, más allá de los propios intereses, más allá de la hiel que sopla sobre los nudos. Más allá, no sé adonde.

¿En el afilado tajamar del acto de amor?

Revelado antes de Higrah. Este capitulo tiene 5 versos.
¡En el nombre de Alá, el Compasivo, el Misericordioso!
1. Di: "Me refugio en el Señor del alba
2. del mal que hacen sus criaturas,
3. del mal de la oscuridad cuando se extiende,
4. del mal de las que soplan en los nudos,
5. del mal del envidioso cuando envidia".
113. El alba (Al falaq)

Anotaciones y referencias bibliográficas

Agustín de hipona; Confesiones.

Aragon, louis; Brinda un sexteto incomparable sobre la mirada como objeto de deseo en donde se desentraña la pulsión escópica en Le Fou d'Elsa. Nicolás Caparrós, veraniego y sutil, nos la brinda a su vez recordándonos de Gutierre de Cetina los ojos claros y serenos.

Astete S.I., Gaspar; Catecismo de la doctrina cristiana. Apostolado Mariano, Sevilla, 1989. Aunque parezca mentira, sigue existiendo una edición, la mía es de 1989, de este catecismo que meció la pereza de nuestros cursos primarios en el Norte de España, siendo más usual en la parte Sur, el que redactara en su día el R.P. Ripalda.

Aulagnier, Piera; Se trata de unas notas sobre la feminidad y sus avatares, referenciadas al libro anterior de Perrier y Grannoff, El deseo y lo femenino, que se encuentra publicado en el libro colectivo, titulado: El deseo y la perversión, Points du Seuil, París, 1967.

Barcia, Roque; en su Diccionario enciclopédico, publicado por Seix en Barcelona en 1870, nos ofrece con regusto retórico párrafos sobre la tiña y la diferencia entre envidiar y tener envidia.

Baudelaire, Charles; se trata del poema a su amante mulata, titulado la cabellera, citado por Federico G. Lorca en su juego y teoría del duende como ejemplo de éste. Véanse las Obras Completas de Charles Baudelaire que publica la Pleïade. Mi traducción del primer verso del poema se encuentra explicada, en nota a pié de página, en la entrevista con Xavier Audouard que publicó Clínica y Análisis grupal en el número 82.

Biblia de Jerusalem; el libro de la Sabiduría, del que sólo existe versión en lengua griega, y el de Job en su versión hebráica. Y también ese "Soy" del Exodo en donde se instaura la más breve de las autobiografías: Soy que seré.

Corominas & Pascual; Diccionario etimológico de la lengua castellana. editorial Gredos, Madrid 1992. De ahí salen las excelentes referencias etimológicas a pedir, peer, apetere, avedecer y toda la riqueza sin par de las lenguas romance.

De la cruz, juan; Obras completas, Poesía, Cántico espiritual. Habla San Juan de la envidia sin que nos haya parecido oportuno utilizar sus dichos, a no ser esta interpretación de la envidia como reminiscencia, cuando dice: (3S 4,1) "La provocan noticias de la memoria y formas con que el demonio afecta al alma".

Dor, joël; Structure et perversions, París, Denoël, collection l'Espace Analytique, 1987.

Freud, Sigmund; Sobre la envidia del pene: (1905 d) Tres ensayos sobre la teoría sexual; (1908 c) Las teorías sexuales infantiles; (1914 c) Para introducir el narcisismo; (1916-17 e) Sobre las transposiciones de las pulsiones; (1918 a) El tabú de la virginidad; (1920 a) Sobre la psicogénesis de un caso de homosexualidad femenina; (1925 j) Algunas diferencias psíquicas de la diferencia anatómica de los sexos; (1926 e) La cuestión del análisis profano; (1931 b) Sobre la sexualidad femenina; (1933 a) Nuevas conferencias de introducción al psicoanálisis; (1937 c) El análisis con fin y el análisis sin fin; (1940 a) Abreviado de psicoanálisis; (1941 f) Resultados, ideas, problemas; Sobre las propiedades de lo inconsciente; Metapsicología, Las propiedades del sistema inconsciente.

Hernandez, Miguel; El suntuoso libro de poemas de Miguel Hernández, El rayo que no cesa o el silbo vulnerado, me sirve en una de las secuencias clínicas para referir la pulsión como rayo que no cesa, y la relación simbólica o de palabra, como silbo vulnerado por el síntoma.

Lacan, Jacques; A propósito de la angustia el seminario sobre la Angustia, y sobre el acto, el paso al acto y el acting out, las lecciones 8 y 9. Sobre el narcisismo primitivo y la carga del objeto, La lógica de la fantasía; sobre la mirada como objeto causa del deseo, Los cuatro conceptos fundamentales del psicoanálisis; sobre la clínica psicoanalítica y el bien supuesto o no del paciente, el seminario sobre la Transferencia; Acaso el lector se solace leyendo en los Escritos, la juventud de Gide.

Plutarco; Morales, sobre la envidia y el odio, traducidos por primera vez de la lengua griega al castellano en Alcalá de Henares, Juan de Brocar, 1548. Trátase, seguramente de apuntes de redacción o de un texto incompleto. Sobre lo inombrable de la pasión de envidia, se puede referir también el lector al De Invidia (92A) de Basilio de Cesarea, el discípulo y sucesor de Eusebio.

Vives, Juan Luis; En el tomo II de las Obras Completas, que contiene la Obras filosóficas y, entre ellas, en el libro III, un Tratado del Alma, se encuentra en el capítulo XV un estudio titulado, de la Envidia. Esta referencia, como la de Plutarco, se la debemos a la generosa competencia de la responsable de la Biblioteca de la Universidad de Murcia, bien nombrada Zaida, que respondió a nuestra pregunta por Internet y nos envió fotocopia de los textos permitendo así enriquecer nuestro trabajo. Desde aquí nuestro agradecimiento. También se encuentra el Tratado del Alma en Espasa-Calpe editor.

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Revista de Psicoanálisis y Cultura
Número 16 - Diciembre 2002
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