Acheronta  - Revista de Psicoanálisis y Cultura
El pensamiento mágico, el paradigma indiciario y las ciencias conjeturales
F. Manson, G. Púlice y O. Zelis

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Este texto es el capítulo IV del libro
"De Sherlock Holmes, Peirce y Dupin a la experiencia Freudiana",
de los mismos autores

 

El jueves 12 de noviembre de 1998, en la sección policial, una noticia ocupaba la totalidad de la página 54 del diario Clarín, de la ciudad de Buenos Aires:

DOS MEDICOS ESTÁN PROCESADOS POR FALSO TESTIMONIO

Peritos forenses se pelean por una denuncia de mala praxis

Una denuncia por mala praxis médica presentada hace seis años -después de la muerte de una mujer que estaba por tener un hijo en la maternidad Sardá- derivó en una guerra entre forenses que incluye acusaciones cruzadas y pericias que se contradicen.

El caso se está resolviendo en tres procesos judiciales diferentes. Los protagonistas de la polémica son 40 de los forenses de la Corte Suprema, dos peritos de la Universidad Católica de Córdoba y los abogados de las partes.

La sospechosa muerte de la paciente, motivó la denuncia de su marido contra los obstetras que la atendieron, y de ahí en más, se sucedieron las supuestas «argumentaciones científicas» entre las partes involucradas.

En el caso citado1, dos forenses de la Corte Suprema dictaminaron en una pericia que «los médicos de la maternidad habían actuado correctamente». Es entonces cuando el juez decide procesar por falso testimonio a ambos peritos forenses. Se realiza entonces una segunda pericia en la cual los restantes miembros de la Corte reafirman lo planteado por sus dos compañeros -lo que luego determinaría que la acusación por «falso testimonio» se ampliara a la mayoría de los mismos por encubrir a dos compañeros y falsear su dictamen. Surgen entonces dos médicos de la Universidad Católica de Córdoba que contradicen los resultados periciales de la Corte, considerando que los obstetras de la Maternidad sí incurrieron en mala praxis. En consecuencia, llevan la querella a otro juez, quien decide retomar la investigación. La réplica de los acusados no se hace esperar, y así leemos en el articulo de Clarín que «un miembro del Cuerpo Médico Forense dijo que el dictamen de los cordobeses tiene "errores científicos groseros"». El nuevo juez de la causa, «sin embargo, observó el dictamen de los forenses cordobeses con otros ojos: en su fallo lo elogió "por su ilustración, su fundamentación, la versación exhibida y la armonía que muestran las respuestas entre sí». Por su parte, el Decano del Cuerpo Médico Forense de la Corte había asegurado un mes atrás que los forenses que trabajan con él «no cometieron fallas» con respecto al caso. Finalmente, una afirmación de los forenses de dicha Corte, casi a modo de corolario, cierra la nota: «El nuestro es un peritaje médico, por lo tanto supone un pronunciamiento hecho en base a principios que pertenecen a una ciencia no exacta, sino probabilística.»

Introducimos este artículo periodístico porque configura un ejemplo de lo más ilustrativo sobre varios puntos problemáticos y de actualidad: el cruce entre la práctica científica y las Ciencias Jurídicas pone al descubierto, en primer lugar, la ausencia —al menos en este caso— de un criterio único para sancionar o no una «mala praxis» médica; lo que implica lisa y llanamente que no es clara ni precisa la determinación de la «buena praxis». En este episodio, además, en el que la vida humana misma aparece puesta en juego, queda a la vista que la investigación epistemológica no sólo reduce su interés a una discusión cientificista o catedrática. Más allá de la ocasional conveniencia en que parecería sostenerse la afirmación final de los forenses de la Corte Suprema de Justicia —en tanto la medicina no es una ciencia exacta, los principios y fundamentos sobre los que se pudiera basar cualquier pronunciamiento médico quedarían eximidos de toda exigencia de rigor suficiente como para poder determinar o no una mala praxis— lo que se plantea es una considerable incertidumbre acerca de los fundamentos científicos de esa práctica. Por otra parte, si el caso citado se refería a la Medicina, no es menos cierto que con respecto al psicoanálisis pesan quizás mayores sospechas acerca de su falta de «cientificidad» y de rigor. La referencia a la medicina se justifica por ser la abanderada de las «ciencias humanas», al tiempo que es de todas ellas la que parece tener las mayores aspiraciones a ser aceptada entre las «exactas». Veremos respecto de esto cómo se ubica el psicoanálisis, si son sus fundamentos y su práctica compatibles con el rigor científico y, en consecuencia, cuáles serían las premisas que se deberían postular en su campo en lo relativo a la metodología de la investigación. De todos modos, puede agregarse una pregunta previa: ¿cuál sería el criterio que permitiría «clasificar» a las ciencias? ¿Alguna de ellas puede sostener sin rubor el calificativo de «exacta»?

Para avivar la polémica, llevando incluso la cosa al extremo, podemos recordar aquello que Frege nos anuncia en la introducción a Los fundamentos de la aritmética: que en el campo de las matemáticas, reconocida «ciencia exacta», podría decirse que también se cuecen habas…

«Después de haberse alejado por cierto tiempo del rigor euclídeo, la matemática retorna a él e incluso trata de sobrepasarlo. En la aritmética, a consecuencia del origen indio de muchos de sus procedimientos y nociones, había aparecido un tipo de razonamiento más laxo que el de la geometría, creada principalmente por los griegos. Esta tendencia aun fue más acentuada por el descubrimiento del análisis superior; pues, por una parte, al tratamiento riguroso de estas teorías se oponían dificultades casi insuperables, cuya superación, por otra parte, no parecía ofrecer recompensa suficiente a los esfuerzos empleados en ella. No obstante, el desarrollo posterior ha mostrado cada vez más claramente que en las matemáticas no es suficiente un convencimiento puramente moral, apoyado por muchas aplicaciones convincentes. Para muchas cosas que antes pasaban por evidentes, se exige ahora una demostración»2.

1. ¿Cuándo «comenzó» la ciencia?

Sabemos que las respuestas a este interrogante dependerán a su vez de qué entendamos o cómo definamos a «la ciencia» . Entre los epistemólogos, parece haber acuerdo sobre el punto de inflexión que significó el surgimiento y consolidación de lo que se llamó la «física galileana», ya que numerosos autores coinciden en situar ahí el nacimiento de la física moderna y, con él, el modelo paradigmático que rige el concepto actual de «ciencia». Pero sabemos también que el progreso en conocimientos, saberes y praxis diversas se remonta mucho más atrás, hasta los albores de la humanidad, y que estos conocimientos y praxis humanas tienen una conexión y una relación innegable con lo que connota la palabra «ciencia». Asimismo, se coincide en postular que gran parte de las bases del conocimiento científico se encuentran en los pensadores de la Antigua Grecia, al apartarse de las explicaciones teológicas o mito-poéticas, y empezar a buscar una causa «racional». Sin embargo, es interesante notar que en la lengua griega no existía -al menos como lo entendemos actualmente- el término «ciencia». Sobre esto nos esclarece el investigador en epistemología y filosofía griega G. E. R. Lloyd:

«La ciencia es una categoría moderna, no antigua. En griego no existe ningún vocablo equivalente a nuestra "ciencia". Los términos philosophia (amor a la sabiduría, filosofía), episteme (conocimiento), theoria (contemplación, especulación) y peri physeos historia (investigación acerca de la naturaleza), se emplean cada uno en determinados contextos en los que la traducción "ciencia" es natural y no muy equívoca, pero, aunque estas expresiones se pueden usar con referencia a ciertas disciplinas intelectuales que podríamos considerar científicas, cada una de ellas tiene un significado muy diferente del de nuestra palabra "ciencia"». 3

Avanzando en la lectura del texto de Lloyd, nos percatamos de que tampoco a los pensadores modernos les resulta sencillo ponerse de acuerdo en precisar qué es la ciencia, y se notan discrepancias o ambigüedades con mayor frecuencia de lo que podría suponerse a priori. En efecto, vemos que J. G. Crowther, en The Social Relations of Science (Londres; 1967) define a la ciencia, en esa época, como «la conducta sistemática mediante la cual el hombre adquiere el dominio de su medio ambiente». Como se ve, para nosotros esto caería actualmente más en la definición de tecnología que de ciencia. Otra definición que encontramos por esos años es un poco más precisa para nuestro modo de ver: «La comprensión, descripción o explicación ordenada y sistemática de los fenómenos naturales» (M. Clagett; Greek Science in Antiquity. Londres; 1957). Esta parece acercarse más a nuestra idea, pero a poco de examinarla, vemos que dentro de ella entrarían prácticas y teorías que en la actualidad no llegarían al estatuto de «científicas». No obstante, como si escuchara nuestra objeción, Clagett agrega que además ha de contar con «las herramientas necesarias para dicha empresa», incluyendo especialmente la lógica y las matemáticas.

Con relación a los orígenes de la ciencia, decíamos que uno de los planteos más difundidos es el que considera como precursores de la moderna ciencia, a todos los descubrimientos y avances tecnológicos del hombre prehistórico y antiguo -algunos las llamaron «ciencias neolíticas»-, que coexistieron en muchos casos con otros «paradigmas» como la magia, el mito, y el arte. Sin embargo, plantear una relación lineal y directa de ese movimiento, de las «tecnologías primitivas» a la ciencia, nos lleva por un camino que pasa por alto los elementos diferenciales que dan su privilegio y exclusividad a la ciencia moderna. Se admite que coexistieron -y coexisten- en nuestra cultura distintos «saberes», entre los cuales está el científico. Se abre así la cuestión de porqué un tipo de saber tendría la primacía sobre los otros, problema sobre el cual encontramos argumentos epistemológicos desde la antigüedad griega hasta nuestros días. A modo de ejemplo, podemos evocar aquello que Samaja planteara desde el marco de la Epistemología Dialéctica, desde cuya perspectiva el problema podría reformularse por medio del siguiente interrogante:

«¿Cuáles son las características efectivas de la organización epistémica del conocimiento y de su transmisión educativa que resultan exigidas por la vida del Estado y que determinan su supremacía político-social sobre las restantes formas de organizar el saber humano?». 4

Ya que la ciencia surgiría como resultado de la organización estatal de la sociedad, «la cuestión de qué sea el método científico no queda satisfactoriamente despejada mientras no se reconstruye el proceso por el cual el conocimiento humano comenzó a ser organizado según la idea de la cientificidad». Esto permite diferenciar cuatro períodos:

  1. «Hubo un tiempo en que el conocimiento humano no conocía el paradigma de las Ciencias Positivas (episteme) como forma de organización y validación. La magia, los mitos, la poesía, la religión dominaban ampliamente toda la extensión de los contenidos de la conciencia humana».
  2. En un tiempo posterior, «la ciencia apareció y ocupó un espacio, pero no fue ni extenso ni prestigioso, al lado de las otras formas de organización del conocimiento».
  3. Llegó el momento en que «la ciencia aspiró a monopolizar la extensión completa de los contenidos de la conciencia humana, supeditando a su propio paradigma todas las otras formas de conocimiento, como grados inferiores...».
  4. Se presupone que este último período -que se extiende hasta nuestros días- está también incluido en el movimiento histórico «que llevará al fin a la superación del conocimiento científico: a su transformación en otra forma de organización del saber humano».

Como vemos, el abanico de las perspectivas que intentan abordar el problema de la cientificidad se abre cada vez más, no siempre con la suerte de alcanzar alguna claridad. Renunciando entonces a la pretensión de liquidar el problema, nos proponemos desplegarlo todo lo posible para poder contar con mayores elementos desde donde pensar aquello que aquí nos interesa. En ese sentido, podemos destacar entre las investigaciones que aportan alguna nueva luz sobre el tema, el recorrido planteado por Carlo Ginzburg, en su texto: «Morelli, Freud y Sherlock Holmes: indicios y método científico» 5. El autor, historiador y colega de Umberto Eco en la Universidad de Bolonia, realiza este trabajo -cuya primera versión en italiano es de 1979- bajo la tesis de que existe un paradigma de investigación no explicitado, y que él llamará «indiciario o semiótico». La riqueza de este trabajo nos llevará a dedicarle nuestra atención en varios de los puntos subsiguientes.

 

2. El Paradigma Indiciario.

En este texto, Ginzburg se propone exponer cómo, a finales del siglo XIX…

«…surgió sigilosamente, en el ámbito de las ciencias sociales, un modelo epistemológico (o, si se prefiere, un paradigma). El examen de este paradigma, que todavía no ha recibido la atención que merece y que ha venido utilizándose sin que ni siquiera se haya formulado su teoría de manera explícita, puede quizás ayudarnos a superar la estéril oposición entre «racionalismo» e «irracionalismo».

Este modelo epistemológico va a oponerlo al más tradicional, que él llama el de la «física galileana». El cuadro que presentamos a continuación da cuenta del contrapunto planteado por Ginzburg entre el paradigma indiciario y el paradigma de la física galileana, que él ubica como punto de partida de la física moderna:

La tesis de Ginzburg acerca del nacimiento y consolidación de este paradigma indiciario, de su «genealogía», es que se remonta a nuestros primitivos antepasados cazadores. Su origen hay que buscarlo bien atrás en la historia o, más precisamente, en la prehistoria. Según Ginzburg, la raíz de este paradigma está en la remota época en que la humanidad vivió de la caza. Los cazadores en algún momento aprendieron a reconstruir el aspecto y los movimientos de una presa invisible, a través de sus rastros: huellas en terreno blando, ramitas rotas, excrementos, pelos o plumas arrancados, olores, charcos enturbiados, hilos de saliva. Aprendieron a observar, a dar significado y contexto a la más mínima huella. ¿Se puede decir que también hacían «cálculos»? Sucesivas generaciones de cazadores enriquecieron y transmitieron este patrimonio de saber. «Rastros» de este saber nos llegan aún por medio de los cuentos populares en los que a veces se transporta un eco -débil y distorsionado- de lo que ellos sabían. Por ejemplo, una historia de Oriente Medio, transmitida de generación en generación, narra el episodio de tres hermanos que se encuentran con un hombre que ha perdido un camello. En el acto, los hermanos le describen el camello en todos sus detalles; el hombre entonces cree que lo han visto realmente, y ante la negativa de aquellos, los hermanos son arrestados y acusados de hurto. Finalmente, pueden demostrar ante el juez cómo a partir de unos rastros mínimos habían podido reconstruir el aspecto del animal al que jamás habían visto, y así recuperan la libertad. La misma trama argumental aparece en un episodio del Zadig de Voltaire (1694-1778): habiéndose perdido una perra de la reina y un caballo del rey, Zadig describe perfectamente las características de ambos; cuando responde que jamás los había visto, no le creen; y lo acusan entonces de haberlos robado. Finalmente puede demostrar que su descripción fue fruto de inferencias realizadas a partir de rastros que él había observado en el bosque, y así obtiene otra vez su libertad.

A este tipo de saber Ginzburg lo llama «saber venatorio» : su rasgo característico era la capacidad de pasar de hechos aparentemente insignificantes, que podían observarse, a una realidad compleja no observable, por lo menos directamente. Y estos hechos eran ordenados por el observador en una secuencia narrativa, cuya forma más simple podría ser: «alguien ha pasado por aquí». Esta característica del saber venatorio, de los rastreadores, de armar una narración, permite marcar una diferencia con lo que va a situar en términos de «adivinación». El modo de «narración» del primero, se opone al «conjuro» propio de esta última. El lenguaje de desciframiento de huellas se basa en figuras retóricas que lo vinculan al polo narrativo de la metonimia -excluyendo rigurosamente la metáfora- como es definida por Jacobson (1956): «la parte por el todo; el efecto por la causa». Esto último nos reconduce a la abducción, que en una forma simple puede ser entendida como la inferencia que se hace desde los efectos a la causa; en Peirce, del resultado, al armado del caso.

 

La adivinación y la ciencia, en la antigua Mesopotamia.

Hablábamos de diferenciar el saber venatorio de la adivinación. Si nos remitimos a los textos de la adivinación en la Mesopotamia, alrededor del tercer milenio A. C. podemos señalar ciertas coincidencias: ambos modelos requieren un examen minucioso de lo real, para descubrir huellas de acontecimientos que el observador no puede experimentar directamente. Excrementos, pisadas, pelos, plumas, en un caso; vísceras de animales, gotas de aceite en el agua, astros, gestos involuntarios, en el otro. Lo interesante es que, para sorpresa de muchos, la adivinación -mesopotámica en este caso- tiene también todo un método perfectamente puntuado, específico: pasos a seguir, etc. Para ilustrar y profundizar este «método», nos remitiremos a un artículo del destacado asiriólogo A. L. Oppenheim, quien para comprender la adivinación mesopotámica considera esencial…

«... ver en ella una "ciencia", es decir un deseo de hacer frente a la realidad, deseo dotado con la misma seriedad de propósito y con la misma aspiración global innata que caracteriza a ese aspecto de nuestra moderna relación con la realidad que llamamos ciencia.

El saber de la adivinación mesopotámica está codificado en extensas colecciones compuestas por unidades muy formalizadas de una sola frase que nosotros, los asiriólogos, llamamos agüero. Cada agüero se compone de una prótasis, en la que se describe el rasgo o el acontecimiento ominoso, y una apódosis, que ofrece una predicción. La prótasis trata de observar los aspectos específicos y objetivos de la realidad crítica y sistemáticamente, y de describirlos. Además, tanto la observación como la descripción, están notablemente desprovistas de actitudes irracionales, de explicaciones a priori y de referencias a agentes divinos (...) Las observaciones (...) que reducen los hechos complejos a subunidades inequívocamente enunciables (...) reflejan una actitud consecuentemente racional que quizás no tenga otra que se le iguale en la literatura mesopotámica». 6

El tema crucial de estos «agüeros» está situado en la relación entre la prótasis y la apódosis, o sea, entre la descripción de la observación, y la predicción que se concluye o se deriva de ella. ¿Puede llamarse a esto «inferencia»? Sigamos a Oppenheim:

«La característica esencial de todos los textos sobre los agüeros (...) consiste en que no se puede establecer una relación obvia entre un acontecimiento, encuentro o rasgo siniestro y la naturaleza de la predicción derivada de él. Con esta afirmación no se pretende negar la existencia de algunas relaciones paranomásticas -retruécanos y juegos de vocablos- entre la prótasis y la apódosis, ni la existencia de asociaciones que evidentemente dan a ciertas palabras connotaciones favorables o desfavorables que pueden influir en el carácter de la predicción. Sin embargo, en la gran mayoría de los agüeros es imposible descubrir una relación racional…».

Aquí, según el autor, nos encontramos con un problema: «la imposibilidad de apreciar adecuadamente las asociaciones conscientes y subconscientes inherentes en las palabras de un idioma muerto» 7. En relación a la «astrología», es interesante lo que señala -refiriéndose a la Babilonia del primer milenio A. C.- acerca de cómo se fueron haciendo los registros de sus primeros astrólogos a partir de las observaciones de los astros y del ritmo de las repeticiones de los fenómenos del firmamento: «Con el tiempo -agrega Oppenheim- esos órdenes de sucesión fueron expresados en términos numéricos, y de este modo, nació de la astrología, o sea de la adivinación, la astronomía matemática». Siguiendo con el contrapunto que proponía Ginzburg entre el saber adivinatorio y el saber del cazador-rastreador, se puede señalar que la adivinación apuntaba hacia el futuro, mientras que los cazadores apuntaban al pasado real, aunque fuera el de unos instantes atrás. Sin embargo, en términos de comprensión, el enfoque era en ambos casos similar y se repetían las mismas etapas intelectuales: análisis, comparación, clasificación. En la literatura de los adivinos mesopotámicos se puede captar que surge, de a poco, una gradual intensificación de la tendencia a generalizar a partir de hechos básicos, pero esto no eliminó la tendencia a inferir las causas de los efectos. O sea, la convivencia entre mantener esta manera de inferir causas a partir de los efectos y también ir pudiendo formar generalizaciones.

Entonces, lo que plantea Ginzburg es que todo esto representa un paradigma común en el conocimiento mesopotámico general, y no solamente en la adivinación. Un enfoque que implicaba el análisis de casos particulares, que podían reconstruirse sólo a través de huellas, síntomas o indicios. De modo similar los textos legales no consistían en enumerar leyes y ordenanzas sino que debaten un cuerpo de casos reales. Es decir, siguen manteniendo el valor de la singularidad. Entonces sí es legítimo hablar, en este caso, de un «paradigma indiciario o adivinatorio» que aparece como denominador común en la cultura mesopotámica. Que puede ser orientable hacia el futuro, como por ejemplo en la adivinación propiamente dicha; hacia el pasado, como en la Jurisprudencia o el conocimiento legal; e incluso hacia el pasado, presente y futuro, tal como podríamos situar en la ciencia médica en su carácter diagnóstico -aplicado al pasado y al presente- y el pronóstico -en el que se aventura al futuro. Este paradigma pasaría luego por el tamiz de la Grecia Antigua y seguiría subsistiendo por ejemplo en la medicina hipocrática.

 

4. La Medicina Hipocrática.

Podemos encontrar referencias sobre la práctica de la medicina hipocrática en Grecia, entre los siglos V y IV A. C., en los llamados textos del Cuerpo Hipocrático , el cual está conformado por más de 50 tratados completos que genéricamente fueron asignados al gran médico del siglo V, Hipócrates, aunque se supone que muchos de ellos fueron escritos por sus discípulos. Allí encontramos, entre otras cosas, escritos sobre cirugía, ginecología, dietética, etc.; registros diarios de clínica práctica; y notas y disertaciones sobre diversos temas relacionados con la inquietud médica de esa época. Sin embargo, los tratamientos mencionados son muy pocos y de carácter general, deduciéndose de ello -en la opinión de Lloyd 8- que el papel del médico era por entonces más frecuentemente preventivo.

Uno de los principales objetivos de estos pioneros de la medicina fue lograr la aceptación en la comunidad de que las enfermedades eran fenómenos naturales cuyas causas eran asimismo naturales, y no divinas. Nos ilustra al respecto el tratado hipocrático Sobre la enfermedad sagrada, donde podemos leer que se rechaza la idea de los agentes sobrenaturales, reconociéndose en contraposición a ello el valor de las observaciones metódicas y detalladas en el «diagnóstico» de una enfermedad. La misma línea de pensamiento hallamos en el libro sobre el «Prognóstico», donde al examinar un paciente agudo -con fiebre alta- el médico se centra en la observación de su rostro, su color, la textura de su piel o, en referencia a los ojos, «si rehuyen el resplandor de la luz o lagrimean sin causa … o si los blancos son lívidos o acusan la presencia de pequeñas venas oscuras, o si alrededor de los mismos aparecen legañosidades, o si se extravían o sobresalen o están profundamente hundidos...»: todos estos síntomas eran considerados como indicadores de la muerte 9.

Como puede apreciarse, hay un esfuerzo explícito de los médicos hipocráticos orientado a sentar las bases de una observación más objetiva, sin prejuicios o presupuestos filosóficos, que pudiera a su vez servir de guía en su práctica e investigaciones. En apoyo de esta postura, algunos de ellos protestan en sus escritos contra el traslado de conceptos y teorías filosóficas a la medicina; por ejemplo, en Sobre la medicina antigua, el autor condena a aquellos que se fundamentan en supuestos teóricos como «lo frío», «lo caliente», «lo seco», «lo húmedo», dado que -en su opinión- «restringen el principio de las causas de las enfermedades». La medicina, dice, es un arte, techne, y el tratamiento del enfermo no es una cuestión azarosa, sino que implica habilidad y experiencia:

«Así, considero que la medicina no necesita postulados vacíos, como ocurre con los temas oscuros y problemáticos, con respecto a los cuales, quien trata de aprehenderlos por completo se ve forzado a recurrir a un postulado, como por ejemplo, cuando se trata acerca de las cosas de los cielos o de las que se hallan debajo de la tierra; pues si alguien fuera a revelar y describir la naturaleza de estas cosas, no resultaría claro ni al mismo que habla ni a su auditorio si lo que ha dicho es o no verdadero, dado que no existe ningún criterio de referencia para lograr un cabal conocimiento».

Sin embargo, siguiendo la lectura de estos tratados puede advertirse cómo, a pesar de que se proponen una observación y descripción objetiva, despojada de presupuestos filosóficos, no pueden evitar volver a recaer en ellos: poco más adelante, en este mismo tratado se referirá, para ejemplificar las diversas cosas que existen en el cuerpo, a «lo salado», «lo dulce», «lo ácido», «lo astringente». Por lo que podemos decir que, a pesar de sus postulados, parecen acercarse bastante a doctrinas filosóficas como la de Anaxágoras (445 a.C.). Otro ejemplo de esto podemos hallar en el tratado Sobre la naturaleza del hombre, cuyo autor critica a quienes pretenden sostener que el hombre es aire, fuego, agua o tierra... aunque él mismo escribe, mas adelante, que sus componentes son los cuatro humores: la sangre, la bilis amarilla, la bilis negra y la flema; cada uno de los cuales es asociado con dos de los cuatro opuestos primarios: el calor, el frío, lo húmedo y lo seco; predominando en el cuerpo, cada cual a su vez, en una de las cuatro estaciones del año. Vemos entonces que hay allí una superposición involuntaria de las teorías filosóficas en la introducción de estos elementos, que terminan filtrándose en la explicación médica. Sin embargo, podemos destacar al menos tres rasgos diferenciales y novedosos:

1) Los hipocráticos empiezan a apuntar a las «cuestiones de método» para diferenciarse de la especulación filosófica de su época.

2) El tener en vista una finalidad práctica -el tratamiento del enfermo-, los lleva a confrontarse con la clínica y analizar casos individuales.

3) La implementación de su concepto central de síntoma (semeion) es articulado al método de observación y descripción como modo de abordar lo inobservable (la enfermedad en sí).

El silenciamiento de este paradigma, es decir, el hecho de que haya subsistido meramente en forma implícita, se ha debido en opinión de Ginzburg a que «quedó eclipsado por completo por la teoría platónica del conocimiento, que dominaba en círculos de mayor influencia y tenía más prestigio». Cabe agregar que los hipocráticos tuvieron que competir con otros saberes además de la filosofía. Por ejemplo, los templos o santuarios de curación, como el «Templo de Asclepio», donde se ofrecía curación a enfermedades mediante el procedimiento de la incubación -que implicaba dormir en el santuario-, mediante el cual se esperaba que el enfermo, si tenía un sueño adecuado, despertara curado. De esta manera, «hasta la tan famosa medicina racional hipocrática tuvo que tener en cuenta la competencia teúrgica10». No obstante, y a pesar de tan vigorosos poderes en contrario, esas primeras experiencias han tenido evidentemente la suficiente fuerza como para alcanzar a sentar los fundamentos de una «semiología médica» que se sostuvo en el tiempo y tardó mucho en ser superada: según Lloyd, no hay en la literatura médica existente hasta el siglo XVI nada que iguale a estas historias clínicas; y uno de los principales autores a quien se debe el resurgimiento de las historias clínicas detalladas, Guillaume de Baillou -nacido en 1538- adoptó claramente como modelo el tratado hipocrático Epidemias 11.

 

5. Desarrollo de las disciplinas «indiciarias».

La tesis de Ginzburg es que más allá de lo particular de su aplicación a la ciencia médica, lo importante es situar en la medicina hipocrática la prevalencia de un paradigma científico -al que llamaremos indiciario- que a pesar de todo siguió sosteniéndose de diversas formas en nuestra cultura hasta que llegó lo que él denomina «una cesura decisiva»: momento determinado por la aparición de un nuevo paradigma científico basado en la física de Galileo (1564-1642) -el cual, además, ha resultado más duradero que ella misma:

«Aunque la física moderna encuentre difícil definirse a sí misma como galileana (lo cual no significa que haya renegado de Galileo), la importancia de éste para la ciencia en general, tanto desde una perspectiva epistemológica como desde una perspectiva simbólica, permanece inalterada…».

Aquí es preciso situar que, evidentemente, ninguna de las disciplinas que hemos llamado indiciarias -ni siquiera la medicina- cumpliría los requisitos exigidos por los criterios de inferencia científica esenciales en el paradigma de Galileo. ¿Por qué? Porque todas estas disciplinas -tal como señala Ginzburg- «…tenían por objeto, ante todo, lo cualitativo, el caso o situación o documento individuales en cuanto individuales». Esto implica que, sobre sus resultados, había siempre un elemento de azar; basta con recordar la prevalencia de la conjetura -vocablo cuyo origen latino radica en la adivinación- en la medicina, la filología y en la «adivinación» misma.

Entonces, agregamos una palabra clave más que es «conjetura», que nos llevará a investigar aquello que luego se denominaría genéricamente como el grupo de las «ciencias conjeturales», y que surge como oposición al paradigma de la física moderna; la cual, si bien supera -como decíamos- a la física de Galileo, no se va a apartar de sus cánones básicos: la tendencia a priorizar lo general, incluso a veces descartar las características individuales para sólo localizar lo que se repite como general, lo cuantitativo, lo repetible, lo medible; el estudio de lo típico, en oposición de lo excepcional. Entonces, habría una decisión a tomar según se elija uno u otro paradigma, que implicaría dejar de lado todo un aspecto de la investigación. Ahora bien, si se opta por un modelo, y se descarta avanzar sobre la otra parte de la cuestión… algo se perdería irremediablemente. ¿Es posible atravesar esta dificultad, y conciliar en un trabajo de investigación científica lo universal y lo singular? Este es un interrogante que dejaremos planteado.

El paradigma indiciario, a su vez, se fue ramificando en distintas disciplinas12. Esto podemos observarlo, por ejemplo, en el arte de los Bibliotecarios del Vaticano para lograr descubrir de qué fecha databan ciertos manuscritos del griego o del latín, reconocer su autenticidad o localizar -o conjeturar- a qué autor pertenecía cada texto. Otro interesante ejemplo son los estudios que comienzan a realizarse sobre los caracteres en la escritura: se trata de «expertos» que se pusieron a estudiar cómo era el enlace de una letra a otra, o los estilos, o las particularidades del «dibujo» de la letra, a partir de lo cual iría a surgir el concepto de «carácter», al enlazarse el «carácter» de la letra y «la personalidad» del escritor. Momento que marca el nacimiento de la ciencia llamada «Grafología»; también tenemos la «Filología»; etc.

Podemos citar aquí otra importante referencia de Ginzburg en lo que hace a los «precursores» de las ciencias conjeturales: se trata de Giulio Mancini, contemporáneo de Galileo y médico principal del papa Urbano VIII, quien fuera también especialista en arte. Él es quien inicia lo que se llamaría después el arte del «entendido»: el entendido en pintura, el entendido en arte... Mancini también escribió un libro -especialmente dirigido a los nobles y asiduos concurrentes a las exposiciones de pintura antigua y moderna que se celebraban todos los años en el Panteón-, en cuya parte más original establece un método para reconocer pinturas, identificar falsificaciones, y distinguir las copias de los originales. «Así, el primer intento de establecer la categoría de entendidos (connoisseurship), como se la llamaría un siglo más tarde, lo realizó un médico famoso por sus brillantes diagnósticos, quien al visitar a un paciente «podía adivinar» (divinabat) de una rápida ojeada el resultado de la enfermedad (Eritreo; 1692) ». 13 Lo más interesante, más allá del método de Mancini, es la suposición que allí se pone en juego: «El hecho de que una pintura sea, por definición, única, irrepetible…» 14.

No obstante, hay una interesante anécdota que da cuenta de la dificultad del mismo Mancini para sustraerse de la influencia del paradigma galileano, que briosamente empujaba hacia el estudio de lo típico más que de lo excepcional, y «hacia una comprensión general de la obras de la naturaleza antes que a la adivinación» 15. En la misma corte de Urbano VIII, durante el año 1625, había aparecido un becerro con dos cabezas. Se suscita de inmediato una gran discusión dentro del círculo vaticano y entre los científicos de la época sobre si se trata de un animal o de dos, de un individuo, o de dos individuos. Para los médicos eran dos, por tener dos cerebros -ya que ellos planteaban el centro de la individualidad en el cerebro-; pero los seguidores de Aristóteles concluían que se trataba de un solo individuo, ya que para ellos lo decisivo era el corazón. Mancini, por su parte, a pesar de sus ideas emparentadas a lo indiciario en el terreno del arte, basa todo su trabajo sobre el caso en tratar de encontrar patrones comunes con los demás becerros, no en buscar lo singular de este becerro de dos cabezas, sino en buscar lo general, lo que se mantiene de la especie. A pesar de estas contradicciones, sin embargo, veremos de que modo sus ideas «indiciarias» fueron retomadas y perfeccionadas algún tiempo después…

6. Morelli, Holmes y Freud.

Decíamos que Mancini fue, además de médico, uno de los creadores del género de los entendidos en el arte pictórico, y que incluso escribió un tratado para identificar la autoría de las pinturas. Pues bien, siguiendo las pistas halladas y transmitidas por Ginzburg, llegamos a otro médico italiano -asimismo entendido en pinturas-, pero ahora en el siglo diecinueve. Se trata de Giovanni Morelli, quien entre 1874 y 1876 publica un tratado con el que se hace famoso: «un nuevo método para la atribución correcta de las pinturas de los viejos maestros» 16, que suscita con su aparición mucha discusión y controversia con otros historiadores del arte, de línea más clásica. Morelli hace notar allí que los museos estaban llenos de pinturas atribuidas de manera errónea. Asignarlas correctamente -dice- es a menudo muy difícil, porque con frecuencia son pinturas sin firma, o han sido repintadas, o restauradas de manera deficiente. En consecuencia, distinguir una copia de un original no es tarea sencilla. Lo que él propone, entonces, es que hay que abandonar la tendencia habitual a privilegiar las características más obvias de una pintura, ya que éstas son las más fáciles de imitar. Habrá que concentrarse en cambio en los detalles menores, especialmente en los menos ligados al estilo típico de la escuela del pintor. Los elementos a prestarles especial atención serían entonces, por ejemplo, los lóbulos de las orejas, las uñas, la forma de los dedos de las manos y de los pies... Así, Morelli identificó la peculiar forma de pintar las orejas en maestros como Bramantino, Cosme Turá, Fra Filippo, Signorelli, Boticelli -por citar algunos-, tal como este elemento aparece en las pinturas originales, pero no en las copias: las orejas de las pinturas de Boticelli, no coinciden con las de ningún otro pintor. Esto le permite atribuir en forma correcta las obras correspondientes a cada autor según esos rasgos característicos, descartando aquellas que no los tienen. Edgard Wind, que es el historiador del arte a quien debemos -según Ginzburg- el renovado interés por la obra de Morelli, resume la peculiaridad de su método de este modo:

«Los libros de Morelli tienen un aspecto distinto de los de cualquier otro historiador del arte. Están llenos de ilustraciones de dedos y de orejas, de meticulosas descripciones de las características triviales que descubren a un artista, del mismo modo que las huellas digitales descubren a un delincuente…cualquier galería de arte estudiada por Morelli acaba pareciendo una galería de bribones… 17».

Podemos situar, a partir de este comentario, la similitud del método de Morelli con los procedimientos de Sherlock Holmes: para ello, basta recordar las «monografías» sobre diversos temas a las que se hace referencia en forma frecuente en sus aventuras. Hay un caso, sin embargo, en el que la analogía puede señalarse de manera inequívoca, dado que va a resolverse precisamente a partir de la identificación de una oreja18. La historia comienza con la llegada a casa de Miss Cushing de una caja de cartón llena de sal gruesa que contenía en su interior «dos orejas humanas, que aparecían recién cortadas». Esta mujer va a solicitar los servicios de Holmes, quien luego de observar el contenido de la caja contempla con singular atención el perfil de la señora, no pasando desapercibido para Watson el «destello de comprensión» que en ese instante ilumina el rostro del detective. Más tarde, Holmes le explicará a su compañero:

«Usted, Watson, como médico sabe que no hay parte del cuerpo humano que varíe tanto como la oreja. Por regla general cada oreja es completamente distinta y difiere de todas las demás... imagínese pues mi sorpresa cuando al mirar a la señorita Cushing me di cuenta de que su oreja se correspondía exactamente con la oreja femenina que acababa de inspeccionar».

Con lo cual Holmes infiere que la pobre persona que perdió las orejas es un pariente directo de la señorita Cushing, permitiéndole esto orientar sus pasos posteriores.

Al detalle de las orejas, que manifiesta una relación literaria entre Conan Doyle y Morelli, pueden sumarse ciertos indicios que permiten suponer la posibilidad de que haya habido una relación real entre ellos, ya que Henry Doyle, tío de Sir Arthur -quien fuera pintor, crítico de arte, y director desde 1869 de la Galería de Arte de Dublín- conoció personalmente a Morelli en 1887; pero además, al redactar el «Catálogo de las Obras de Arte de la Galería Nacional de Irlanda», en 1890, utiliza como referencia un manual, el de Kugler, que fuera escrito bajo la supervisión del italiano. Cabe agregar que la primera traducción inglesa de la obra de Morelli apareció en 1883, en tanto que la primera historia de Sherlock Holmes se publicó recién en 1887. Todo esto hace posible que Conan Doyle conociera el método de Morelli a través de su tío. Y aunque así no haya sido, basta este breve comentario de Holmes sobre el final de El valle de la muerte, para testimoniar, al menos, su comunión de ideas: «…Se puede reconocer a los maestros antiguos de la pintura por la mancha de su pincel. Yo conozco una obra de Moriarty con sólo ver su realización…». Por otra parte, Morelli también se vincula a Freud, siendo su influencia explicitada por él mismo en 1914, en su trabajo sobre El Moisés de Miguel Ángel:

«Mucho antes de que pudiera enterarme de la existencia del psicoanálisis, supe que un conocedor ruso en materia de arte, Ivan Lermolieff, había provocado una revolución en los museos de Europa revisando la autoría de muchos cuadros, enseñando a distinguir con seguridad las copias de los originales y especulando sobre la individualidad de nuevos artistas, creadores de las obras cuya supuesta autoría demostró ser falsa. Consiguió todo eso tras indicar que debía prescindirse de la impresión global y de los grandes rasgos de una pintura, y destacar el valor característico de los detalles subordinados, pequeñeces como la forma de las uñas, los lóbulos de las orejas, la aureola de los santos y otros detalles inadvertidos cuya imitación el copista omitía y que sin embargo cada artista ejecuta de una manera singular. Luego me interesó mucho saber que bajo ese seudónimo ruso se ocultaba un médico italiano de apellido Morelli. Falleció en 1891 siendo senador del Reino de Italia. Creo que su procedimiento está muy emparentado con la técnica del psicoanálisis. También este suele colegir lo secreto y escondido desde unos rasgos menospreciados o no advertidos, desde la escoria -«refuse»- de la observación» 19.

Cabe recordar que al igual que Mancini, Morelli también era médico, coincidencia compartida con Freud y Conan Doyle. Por otra parte, es de destacar que el encuentro de Freud con las ideas de Morelli se sitúa en la prehistoria del psicoanálisis. Y la importancia del mismo para Freud radica en el hecho de descubrir un método interpretativo que se basaba en la consideración de los detalles marginales e irrelevantes como indicios reveladores, detalles que hasta entonces todo el mundo consideraba triviales y carentes de importancia. Según Morelli, esos detalles marginales resultaban reveladores porque desaparecía en ellos la subordinación del artista a las tradiciones culturales, dando paso a una manifestación puramente individual, repitiéndose de modo «casi inconsciente, por la fuerza de la costumbre». Lo que más sorprende en esta cita, es la manera en que se vincula el núcleo más íntimo de la individualidad del artista -¿el «estilo» 20?- con elementos sustraídos al control de la conciencia. Se marca entonces una coincidencia entre los tres -Morelli, Holmes y Freud- respecto de que son precisamente los más descuidados detalles los que encierran la clave para acceder a una realidad más profunda que, de lo contrario, sería inabordable. Para Morelli serían ciertos rasgos pictóricos; para Holmes, serán las pistas e indicios involuntariamente imprimidos por el «autor» en la escena del crimen; y para Freud, serán los síntomas neuróticos, los actos fallidos, los sueños y, en términos generales, todo aquello que pasaría a designar como «las formaciones del inconciente».

Vamos a detenernos brevemente en el artículo de Freud, que nos dará una primera luz para el análisis de su método, ya que él allí no sólo elogia el procedimiento de Morelli sino que lo pone en práctica, articulándolo con el saber alcanzado hasta ese instante por la experiencia analítica y realizando, además, una verdadera «abducción», a partir de ciertos detalles -en apariencia insignificantes- del Moisés, la inmortal escultura de Miguel Angel. En particular, Freud se detiene en la postura de los dedos de la mano, en los pliegos de la barba y la posición en que están sostenidas por el patriarca las «tablas de la ley». Discrepa con varios de los comentadores de la obra y acuerda en algunos aspectos con otros, particularmente en la opinión de que el artista quiso inmortalizar un momento determinado de la vida de Moisés: el instante en que desciende del monte con las tablas recién legadas por Dios viendo, con ira contenida, el desenfreno de su pueblo con el becerro de oro. Freud se queda largas horas, largos días cavilando acerca de aquello que Miguel Angel pudo haber querido transmitir allí. Finalmente, llega a la conclusión de que para explicar la posición fijada en la escultura sería preciso reconstruir el momento anterior, en el que se origina todo el movimiento. Es así que conjetura un instante previo en el que Moisés, dominado por la furia, intenta levantarse de su asiento para dirigirse contra el pueblo, haciendo peligrar las tablas que hasta ese momento reposaban derechas, sostenidas por su mano izquierda; y luego sí, el momento elegido y esculpido por Miguel Angel, donde refrena y domina sus impulsos, para contenerse y asegurar con su otra mano -la derecha- las tablas de la ley, que como resultado de esa maniobra quedan dadas vuelta. Pero Freud no se detiene aquí, sino que -como decíamos- se propone llegar a develar cual fue la motivación e intencionalidad del autor en la composición de su obra.

Como es sabido, la estatua de Moisés era una de las cinco que Miguel Angel debía realizar para la tumba del difunto Papa Julio II. La relación entre ambos había sido intensa y, por momentos, muy conflictiva. Freud sugiere la hipótesis de que el artista no estaba de acuerdo con la desmedida ambición del pontífice, cuya impaciencia lo llevó a recurrir a la violencia en pos de su objetivo de unificar a Italia bajo el dominio del Papado; «Y así eligió su Moisés para el sepulcro del Papa como un reproche al difunto pontífice y una admonición a sí mismo, elevándose con tal crítica por encima de su propia naturaleza» 21. Freud toma como fundamento de esta hipótesis, por un lado, a los mismos textos bíblicos; y, por otra parte, el carácter y la personalidad que se le adjudica al propio Miguel Angel. Años después, en 1927, Freud agrega el apéndice del articulo, relatando allí su encuentro con el trabajo de un crítico de arte, H. P. Mitchell, quien describe una estatuilla de bronce de un famoso artista del siglo XII, Nicolás de Verdún, que representa un Moisés con las tablas de la ley, en actitud y pose muy parecidas a la posterior escultura de Miguel Angel, pero sosteniendo las tablas en la mano izquierda, y en la posición que Freud había conjeturado como «el momento anterior» a la escena de Miguel Angel: «Creo que el hallazgo aquí comunicado incrementa la verosimilitud de la interpretación por mí intentada en 1914». Lo cual es una muestra del permanente esfuerzo de Freud en cumplir con los requisitos planteados por Peirce respecto de la validación de las abducciones: contrastarlas o verificarlas con datos de la realidad.

Cabe destacar algo que constituye un importante punto de contacto entre Freud, Conan Doyle y Morelli, por el simple hecho ser médicos: la relación de todos ellos con la semiología médica. Que se sostiene en el mismo paradigma que situáramos respecto de los médicos hipocráticos, y que permite establecer un diagnóstico aún cuando la enfermedad no pueda observarse directamente, a partir de ciertos síntomas superficiales, o signos a menudo sin ninguna relevancia para el ojo del lego. En las historias de Holmes, no obstante, podemos ubicar una pregunta muy interesante: ¿qué diferencia el saber-observar y diagnosticar entre Holmes y Watson? ¿Por qué la mirada del médico aparece allí imposibilitada de ver aquello que el detective, sin embargo, percibe con toda claridad? ¿Es que, en algunos casos, el saber-observar-diagnosticar no se aprende en la universidad? ¿O no es un saber-universalizable-universidizable?

 

7. Tras la pista del paradigma indiciario, entre la Ciencia y la Verdad.

En relación a los paradigmas que venimos siguiendo se va a ir delineando, al acercarnos a nuestros días, el siguiente contrapunto: mientras que la ciencia de inspiración galileana buscará perfeccionar cada vez más los métodos de comunicación y de medición, el problema que permanece abierto para las ciencias indiciarias radica en la dificultad de una axiomatización y transmisión de su método, por ejemplo en términos de una descripción, de un catálogo, o de un manual. Lo cual mantiene abierta la discusión sobre sus fundamentos y su legitimidad científica: por un lado, los «saberes» desarrollados por las disciplinas indiciarias resultaban ser más ricos que lo escrito sobre el mismo tema por cualquier autoridad «oficial». Es decir, determinadas cosas no se aprendían en los l ibros, sino de oídas, en la práctica, observando hacer al que sabe. Apenas si podría darse una explicación formal a sus sutilezas; las que con mucha frecuencia, por otra parte, no podrían traducirse en palabras. Tales conocimientos pasaban más bien a ser el legado, en parte común, en parte diversificado, de hombres y mujeres de todas las clases cuyos «saberes» estaban enhebrados por un mismo hilo, puesto que todos ellos nacían de la experiencia de lo concreto e individual. En este contexto, ¿cómo se sitúa la Medicina? Ginzburg se inclina a pensar que entre todas esas disciplinas indiciarias quizá ella fue la que logró una mayor codificación y sistematización de su saber. El problema se plantea cuando se intenta forzar al extremo su pertenencia al otro campo, al de las llamadas «ciencias positivas». Basta recordar el artículo periodístico con que abriéramos este capítulo, para situar los límites de tales aspiraciones galenas.

Sigamos avanzando. Si miramos hacia atrás, e intentamos alcanzar una visión panorámica de este paradigma, notamos que él ha tenido distintos nombres: se lo ha llamado alternativamente «venatorio», «adivinatorio», «indiciario» o incluso «semiótico». Cabe aclarar, sin embargo, que estos adjetivos no son sinónimos, sino más bien descripciones aproximativas: cada una de las cuales pone el acento en alguna característica particular, relativa al contexto en que se desarrolla. Sin embargo, todos estos términos nos remiten a un modelo epistemológico común, articulado en disciplinas diversas vinculadas a menudo entre sí por métodos o palabras claves tomadas en préstamo. Ginzburg señala, además, que entre los siglos XVIII y XIX, con la aparición de las «ciencias humanas», la constelación de las disciplinas indiciarias sufre un cambio y un reagrupamiento. El psicoanálisis también sería para él subsidiario de este paradigma, ya que se basa en la hipótesis de que cosas aparentemente insignificantes pueden revelar fenómenos profundos y significativos. En aval de esta afirmación, basta recordar el trabajo de Freud sobre el Moisés. Ahora bien, retomando el hilo de nuestros pensamientos, llegamos al siguiente interrogante: ¿cuál es el núcleo del paradigma «indiciario o semiótico»? Lo que hallamos en su centro es el postulado de que la realidad, al menos en ciertos aspectos, se nos presenta bien opaca; pero existen ciertos puntos privilegiados -indicios, síntomas-, que nos harían posible descifrarla. La formulación de Lacan respecto a la escisión entre saber y verdad permite aprehender la legitimidad de este postulado, puesto que ha sido el fundamento de las ciencias conjeturales: allí donde saber y verdad no pueden unirse va a hacer falta, necesariamente, una ciencia conjetural. Veamos por ejemplo cuál es el estatuto del síntoma. El síntoma irrumpe en Un Saber como algo que él mismo no puede explicar; porque, entre otras cosas, al mismo tiempo él lo pone en cuestión. Por eso, podemos visualizar topológicamente al síntoma como un agujero en el saber, que abre por otra parte la posibilidad de que surja Una Verdad; verdad que, hasta ese momento, ese mismo saber venía obturando. Además, podemos preguntarnos si Un y Una tienen aquí el mismo valor. Pero eso lo veremos más adelante.

Ahora bien: ¿es el rigor científico compatible con el paradigma indiciario? El pretendido rigor de las ciencias exactas quizás sea inalcanzable, e incluso indeseable para las formas de conocimiento más ligadas a nuestra experiencia cotidiana o, para ser más precisos, a todo contexto donde el carácter único e irremplazable de los datos sea decisivo para quienes allí están implicados. Ginzburg, en un intento de dar cuenta conceptualmente de esta particularidad de las ciencias indiciarias, introduce el concepto de «rigor elástico». Por otra parte, y en relación a la insistencia en el recurso a la lógica para darle al psicoanálisis el rigor ansiado, podemos extractar de lo más actual de su propia cosecha algunas citas que permiten ilustrar lo complejo de este «matrimonio». La primera, de Miller:

«Psicoanálisis y lógica: el uno se funda sobre lo que la otra elimina. El análisis encuentra su bien en los basureros de la lógica. O también: el análisis libera aquello que la lógica domestica».22

Lacan, por su parte, en un momento que situamos en la última época de su enseñanza, nos señala: «...yo nunca busqué ser original, busqué ser lógico» 23. No sorprende entonces que bajo el título «Lógica del fantasma» haya dictado todo un seminario. En una etapa anterior, el mismo Lacan señalaba en sus Escritos, en el llamado Discurso de Roma 24, la necesidad de una nueva clasificación de las ciencias centrada en «una teoría general del símbolo, en la cual las ciencias del hombre recobren su lugar central en cuanto a ciencias de la subjetividad». La cuestión ante esto será poder definir qué se entiende por subjetividad. En otro pasaje señala que «…no parece ya aceptable la oposición que podía trazarse de las Ciencias Exactas con aquellas para las cuales no cabe declinar la apelación de conjeturales». No habría tal oposición, a falta de un fundamento para ello, ya que «la exactitud se distingue de la verdad, y la conjetura no excluye el rigor». Y si la ciencia experimental toma de la matemática su exactitud, su relación con la naturaleza no deja por ello de ser problemática 25.

 

8. Sobre la «clasificación».

Una operación común tanto para el hombre «primitivo» como para el científico moderno fue y es la clasificación . En efecto, podemos encontrarla en casi todas las civilizaciones de cualquier época, incluso en las aparentemente más a-científicas. Como testimonio de ello podemos extraer de las descripciones de los etnólogos y antropólogos innumerables ejemplos 26: así, retomando lo que situábamos sobre los remotos cazadores y rastreadores primitivos, encontramos que por ejemplo los cazadores Penobscot de Maine poseen un conocimiento de la fauna de su territorio que -además de superar al zoólogo más experto- va más allá de aquellas especies que les sirven para su economía o alimentación, diferenciando por ejemplo toda clase de reptiles conocidos y estableciendo, a partir de ello, una clasificación que designa con términos distintos a cada subespecie de los mismos 27. En lo concerniente a la botánica, los indios Tewa, de Nuevo México «tienen nombres para designar a todas las especies de coníferas de la región; ahora bien, en este caso, las diferencias son poco visibles y, entre los blancos, un individuo que no hubiese recibido entrenamiento sería incapaz de distinguirlas... En verdad, no habría ninguna dificultad para traducir un tratado de botánica a la lengua tewa»28. Henderson y Harrington29, por su parte, siguiendo con el ejemplo de esta lengua indígena, nos ilustran sobre la relación entre «saber» y «lenguaje». La lengua tewa utiliza términos distintos para cada parte del cuerpo de las aves y de los mamíferos. La descripción morfológica de las hojas de árboles o de plantas, cuenta con cuarenta términos, y hay quince términos distintos que corresponden a las diferentes partes de una planta de maíz. En la misma dirección, las notas proporcionadas por Conklin en referencia a los Hanunóo de las Filipinas 30 nos dicen que éstos tenían más de ciento cincuenta términos que connotan las categorías en función de las cuales identifican las plantas; y que, además, lejos de detenerse allí, «discuten entre ellos acerca de centenares de caracteres que las distinguen, y a menudo corresponden a propiedades significativas, tanto medicinales como alimenticias». Por otra parte, en relación a sus conocimientos zoológicos, Conklin refiere que los Hanunóo clasificaban las formas locales de fauna aviar en setenta y cinco categorías, distinguiendo cerca de sesenta clases de peces, doce clases de serpientes, doce clases de crustáceos de mar y de agua dulce, y ciento ocho categorías de insectos -entre las cuales, trece corresponden a las hormigas y termitas-, etc. totalizando un censo de cuatrocientas sesenta y una clases zoológicas.

La diferencia entre estas clasificaciones y las de la ciencia moderna puede situarse en la elección del «criterio» a partir del cual se realizan. Mientras que las primeras parecen haberse organizado a partir de una discriminación de «cualidades sensibles», realizada en base a la percepción de los sentidos -o, en otros términos, «percepción estética»-, las clasificaciones de la ciencia moderna se alejan de aquellas, para centrarse en alguna propiedad ya no visible, sino deducida racionalmente en el contexto de un marco teórico-experimental particular. No puede negarse, sin embargo, que incluso una clasificación «estética» significa un paso decisivo hacia el ordenamiento de un mundo que, sólo entonces, puede comenzar a ser «leído» por encima del caos. El proceso, de tal modo, comienza a partir de la distinción y el ordenamiento, por ejemplo, de relaciones observables entre la ingesta de ciertas plantas con determinadas cualidades sensibles, y los efectos curativos específicos que se observan como consecuencia. La generalización de estas relaciones dio en muchos casos grandes resultados, aún cuando no se conocía el mecanismo causal por el cual la curación se producía.

Lacan, quien tempranamente vislumbra el interés que tienen para nuestro campo las relaciones entre lo particular y lo universal, entre la unidad y la totalidad, pone de relieve el malentendido que se produce a partir de la llamada «lógica de clases» en torno de la oposición entre la extensión y la comprehensión: «Lo que se puede decir es que en lo que concierne al manejo de las clases, ella plantea dificultades nunca resueltas, de dónde todos los esfuerzos que la lógica realizó para llevar el nervio del problema a otra parte: a la cuantificación proposicional, por ejemplo». A renglón seguido, sitúa a la clasificación como una operación fundamental, haciendo la siguiente observación:

«Pero, por qué no ver que en la estructura de la clase misma como tal, se nos ofrece un nuevo punto de partida si sustituimos a la relación de inclusión una relación de exclusión como relación radical? Dicho de otro modo, si consideramos como lógicamente original en cuanto al sujeto que no descubro aquí, lo que está al alcance de un lógico de clase media, es que el verdadero fundamento de la clase no es ni su extensión ni su comprensión, sino que la clase supone siempre la clasificación. Dicho de otro modo: los mamíferos, por ejemplo, para ir a lo esencial, es lo que se excluye de los vertebrados por el rasgo unario «mama» 31.

No podemos dejar de evocar aquí el artículo de Umberto Eco, Cuernos, cascos, zapatos: Algunas hipótesis sobre tres tipos de abducción, cuyo primer punto nos permite observar el modo en que esta problemática aparece ya planteada en Aristóteles «al tratar el problema del tipo de división que se requiere para formular una definición correcta». En el punto 11 de este capítulo retomaremos el tema, en función de interrogar la articulación entre lo universal, lo particular y lo singular.

 

9. El «fenómeno» de la intuición.

Ahora bien, en el contexto de las ciencias indiciarias -cuyas formas de saber tienden a ser mudas y cuyas reglas, tal como dice Ginzburg, «no se prestan con facilidad a ser articuladas formalmente, ni aún a ser expresadas» -, hay un término que no podemos evitar que forme parte del juego: nos referimos a la «intuición», por él entendida como «la recapitulación instantánea del proceso racional». Para abordar este concepto, Ginzburg nos conduce hacia la antigua fisiognómica árabe, la cual estaba basaba en una compleja noción, la «firãsa», que significaba en general «la capacidad de dar el salto de lo conocido a lo desconocido por inferencia (a base de indicios, pistas)». Este término, tomado del vocabulario de la filosofía sufí -y que se acerca mucho a lo que veníamos designando como abducción- se llegó a utilizar tanto para la intuición mística, como para «la clase de sagacidad penetrante» propia del saber indiciario. A esta última acepción Ginzburg la llama también «intuición baja», situando sus raíces en los sentidos -aunque va más allá de ellos-; discriminando de este modo el concepto de intuición de lo que podría ser por ejemplo la percepción extrasensorial. Esta intuición entonces partiría de los sentidos, pero iría más allá de ellos… Y existe en todo el mundo, sin salvedades de geografía, historia o etnia, se lo encuentra en todos los hombres y no está restringido a ninguna clase de elite. Pero además, para Ginzburg, esta «intuición baja» constituye un vínculo inalienable entre el animal humano y las otras especies animales.

Si nos remitimos al diccionario de filosofía de J. Ferrater Mora 32, leemos que el concepto de intuición «designa por lo general la visión directa e inmediata de una realidad o la comprensión directa e inmediata de una verdad». Ha sido común el contraponerlo al pensar discursivo, a la deducción (Descartes) o al concepto (Kant). Para Descartes, la intuición es un acto único o simple, a diferencia del discurso que consiste en una serie o sucesión de actos; es por ello que para él solo hay evidencia propiamente dicha en la intuición que capta las naturalezas simples de las cosas, así como sus relaciones inmediatas. En Leibniz, esta captación se convierte en la aprehensión directa de las primeras verdades. En cuanto a Kant, él postula que la intuición tiene lugar «en tanto que el objeto nos es dado, lo cual únicamente es posible, al menos para nosotros los hombres, cuando el espíritu ha sido afectado por él de cierto modo». Los objetos nos son dados por medio de la sensibilidad, y sólo ésta produce la intuición: puede ser «empírica» -cuando la relación con el objeto se hace desde las sensaciones-; o «pura», a priori, -«sin un objeto real del sentido o sensación». Para Kant, la intuición no basta para el juicio, ya que éste necesitará de los conceptos. La intuición es el acto del espíritu, la operación por medio de la cual éste toma conocimiento directamente de una individualidad, de un objeto único, singular; en tanto el concepto es una unidad mental que comprende un número indefinido de seres y cosas -constituyéndose en unidad de lo múltiple. Cabe recordar que para Kant, espacio y tiempo no son conceptos sino «intuiciones puras».

Aquí podemos regresar a Peirce. En nuestro segundo capítulo hacíamos referencia a su desestimación respecto de la intuición. En el artículo «Cuestiones relativas a ciertas facultades atribuidas al hombre», empieza por dar una definición:

«En todo este trabajo el término intuición significará una cognición no determinada por una cognición anterior del mismo objeto y, en consecuencia, determinada de este modo por algo exterior a la conciencia».

Luego, nos da una breve reseña histórica del concepto, añadiendo que…

«…en la Edad Media la expresión «cognición intuitiva» tenía dos sentidos principales: el primero, en oposición a la cognición abstracta, significaba el conocimiento del presente como presente, y éste es su significado en Anselmo, pero en segundo lugar, como no se permitía que una cognición anterior determinara una cognición intuitiva, se terminó por usarlo como lo opuesto de la cognición discursiva...» 33.

Peirce sostiene que sólo creemos sentir que tenemos la facultad de la intuición, pero que no se puede dar ninguna prueba de ella, ya que distinguir una intuición de otras cogniciones sólo puede hacerse de un modo «intuitivo», de un «sentir»; no obstante, se impone la pregunta: «¿Es infalible este sentir? ¿Y es infalible este juicio al respecto? y así sucesivamente, ad infinitum?». O sea, para sostener una tal distinción habría que dar por presupuesto justamente lo que estamos sometiendo a juicio. Este problema también está ligado al hecho de que «no siempre resulta fácil distinguir entre una premisa y una conclusión, que no tenemos la facultad infalible de hacerlo...». Podemos decir, en suma, que Peirce no encuentra argumentos convincentes a favor de una facultad intuitiva, inclinándose más bien a considerar a las intuiciones como inferencias no reconocidas por quien la realiza. De este modo, podemos preguntarnos si la intuición no sería más que otro nombre de la abducción.

 

10. ¿Ciencias Conjeturales?

Luego de este recorrido, y tomando junto con Peirce a la conjetura como un modo de abducción, podríamos decir en realidad que la conjetura-abducción es rastreable en todas las disciplinas científicas. Si en alguna de ellas es difícil encontrarla, o no es utilizada en su «practica cotidiana», sí en cambio la encontraremos en la forma en que se fueron produciendo sus avances científicos, prácticos o teóricos. Es difícil sostener que haya una ciencia -o alguna praxis que aspire a la cientificidad- que no recurra en determinado momento a la conjetura, a la inferencia abductiva. Como dice la Epistemología Dialéctica , una cosa es el método de validación, y otra cosa es el descubrimiento; aunque toda ciencia requiere de ambos. El primero está orientado fundamentalmente por la inferencia deductiva. En cambio el segundo requiere además de inferencias inductivas y abductivas, siendo estas últimas las que comandan la orientación del resultado. Es por eso que podemos decir que ni la mismísima Física Moderna puede prescindir de la abducción, desarrollándose y avanzando gracias al planteo de conjeturas que, luego sí, trata de verificar, sostener o rectificar con experiencias. Incluso la matemática requiere de ella, tal como tendremos ocasión de verificar 34. Por lo tanto, la conjetura no es privativa de una práctica o ciencia especial. Es un recurso esencial del pensamiento creativo que, como lo muestra Ginzburg, estuvo presente mucho tiempo antes de la constitución de las «ciencias», las que jamás han podido desprenderse de él, dado que sus «avances» y descubrimientos siguen necesitando de un primer paso «conjetural» que, en todo caso, será luego sometido a los rigores de la ciencia.

Lo que sí creemos que diferencia a unas prácticas de otras -sean consideradas ciencias o no- es la forma en que esos procesos conjeturales son utilizados. Advertimos que hay diferencias significativas a este respecto. Por un lado, hay disparidad en el «valor» que se le asigna a una inferencia abductiva: por ejemplo, el adivino que a partir del sueño de un general le predice sin más el resultado de la batalla que se avecina, juega a darle a su interpretación onírica un valor de certeza. En cambio, el psicoanalista que interpreta el fragmento de un sueño de su analizante, sabe que el valor de sus conjeturas sólo se verificará o no a posteriori, a partir de las asociaciones subsiguientes del soñante. Otra diferencia puede advertirse en el modo en que se alcanza o se construye una abducción o conjetura, es decir, cuál es el método o el criterio por el cual se elige una hipótesis y no otra como explicación de un problema. Freud -al igual que Holmes- señalaba la conveniencia de no partir de una sola hipótesis para explicar un fenómeno, sino que conviene tener siempre varias hipótesis distintas, ver hasta dónde llegan, y cotejar si contradicen o no el corpus teórico que se va armando. Podemos decir que es recomendable partir de más de un punto de vista argumentativo, o de diversos «tópicos» que luego, confrontados con la experiencia, puedan comenzar a darle algún crédito a la abducción que se nos propone 35.

Otro elemento a considerar es cómo se sanciona que un observable o un dato, es un «indicio» : ¿porqué, de toda la masa de información y de todo el campo de observación de que disponemos sólo reparamos en algunos datos que, además, sancionamos como indicadores, indicios, o síntomas de algo que subyace o que aún está oculto para nosotros? ¿Con qué criterio decidimos que algo es relevante, y desechamos todos los demás datos como irrelevantes? Creemos que aquí se marca una divisoria de aguas entre las distintas disciplinas: muchas ya tienen codificado qué es lo que deben buscar, y adónde. Entonces, la mirada del «practicante» se moldea para observar sólo aquello que le es indicado por el saber de su práctica, y eso mismo será lo único que adquirirá valor «indicial» . Esto podemos ilustrarlo en el campo de la Salud Mental con el célebre manual de clasificación de enfermedades DSM-IV (o su versión de la OMS, el CIE-10) 36, que «…intenta ser un manual de uso universal» sin medir que esta forma de pensar las enfermedades mentales tiene como consecuencia, en la clínica, la imposibilidad de considerar la singularidad de un paciente y «la problemática particular de sus síntomas, en pos de la observación, la descripción y una clasificación tendiente a la generalización» 37. El psicoanálisis, aquí, va a tomar una dirección radicalmente distinta, que va a sostenerse claramente desde el inicio en la obra de Freud: «...La psiquiatría clínica hace muy poco caso de la forma de manifestación y del contenido del síntoma individual, pero el psicoanálisis arranca justamente de ahí, y ha sido el primero en comprobar que el síntoma es rico en sentido, y se entrama con el vivenciar del enfermo»38. Lo que distingue la posición del psicoanálisis consiste en el hecho de que su misma práctica cotidiana -y no sólo los avances de su teoría o paradigmas- consiste en una permanente investigación, dado que para discriminar los «indicios» singulares de su objeto no cuenta con códigos determinados de antemano en ninguna clasificación ya dada. Pero, en realidad, y esta es su mayor particularidad, debe «sancionar» a algunos datos de entre toda la información, con el valor de «indiciarios», siendo sostenible dicho valor sólo para ese caso singular, y no siendo extrapolable para otros, y a veces ni siquiera para ese mismo paciente en un momento posterior. En el último capítulo de este volumen abordaremos este tema en su especificidad, para retomar allí la pregunta acerca de cuál es el criterio a través del que tales procedimientos serían científicamente convalidables.

 

11. Revisión del criterio de ciencia, a partir del paradigma indiciario y las prácticas de lo singular.

«Generalizando» 39 un poco, vemos esbozarse una oposición de paradigmas respecto del modo de tratar y entender un síntoma: unas ciencias buscan codificarlo y definirlo en una descripción «precisa» y a partir de ese momento, lo que no esté nomenclado en dicha definición o descripción, no se verá. Esto es, hay una asignación de valor indicial preestablecida, a priori, y por otra parte normativa, que anula la posibilidad de registrar indicios nuevos. Esta posibilidad sí es mantenida en algunas practicas y ciencias en su saber-hacer cotidiano, y creemos ver en este punto la más profunda particularidad del «paradigma indiciario»: el mantener abierto en su práctica habitual el estatuto de lo singular hasta ese momento no nomenclado. O sea, incluye dentro de las operaciones y técnicas de su práctica el abordaje metódico de lo «sorprendente», lo imprevisto, lo anómalo, lo aún no codificado, lo real... Respecto de la observación, en un caso estará ya orientada y restringida, acotada de antemano; en el otro, en cambio, tendrá prioridad una observación abierta a descubrir indicios no codificados o establecidos aún, es decir, a utilizar lo que Peirce llamaba la «observación abstractiva». Aquí no podemos dejar de mencionar lo que él articula como «índice»40, ya que nos permite aproximarnos a la noción de «indicio» desde la semiótica.

«Un golpe en la puerta es un índice. Cualquier cosa que concentra la atención es un índice. Cualquier cosa que nos sobresalta es un índice, en la medida en que marca la conjunción entre dos porciones de la experiencia. Así, un trueno tremebundo indica que algo considerable ha ocurrido, aunque no sepamos exactamente qué fue lo que aconteció. Pero puede esperarse que se conectará con alguna otra experiencia».

Creemos que estas notas de Peirce resumen los puntos esenciales que permiten entender lo que tiene de específico el paradigma indiciario. Ahora bien, a esta clase de práctica, ¿podemos llamarla «ciencia de lo singular»? Haremos aún una acotación más sobre la supuesta oposición entre las ciencias de lo general y las ciencias de lo particular o singular. En primer lugar, creemos necesario sostener la diferencia entre «particular» y «singular», entendiendo operativamente que el primero de estos conceptos nombra por ejemplo la «especie» de un género -que sería el universal-, mientras que singular se referirá tan solo a un sujeto único y concreto. Así por ejemplo, «humano» puede plantearse como universal, «mujer» como una clase particular dentro de los humanos, y la señora «Fulanita de Tal», nacida de Tal padre y Tal madre y que vive al día de hoy en la dirección Tal, como alguien singular e irrepetible en tiempo y espacio. La oposición, entonces, sólo debería plantearse entre lo universal y lo singular, dado que la supuesta oposición entre universal y particular puede zanjarse diciendo que en distintos momentos, el término que en una relación hacía de particular, puede en otra pasar a funcionar sin problemas como universal, y viceversa. Así, por ejemplo, «humano», que era el universal en el ejemplo anterior, tendría el estatuto de particular si lo ponemos en relación con el término «reino animal», o «seres vivientes», etc. De hecho, si nos referimos a los juicios y proposiciones, la proposición «particular» no se refiere a un existente singular y único, sino siempre a la posibilidad de establecer un conjunto de individuos o sujetos que cumplen con determinadas características comunes. Es interesante captar las paradojas que respecto de las proposiciones particulares contiene la clasificación aristotélica de las cuatro formas de proposiciones en su clásico «cuadrado41», paradojas señaladas por ejemplo por el lógico Jaques Brunschwig42, citado por Lacan, quien durante el dictado de su Seminario 18, señalaba que Aristóteles…

«…seguramente se da cuenta de que la existencia no podría de ninguna manera establecerse más que fuera de la [proposición] universal, y por eso sitúa la existencia a nivel de la [proposición] particular, la cual de ningún modo resulta suficiente para sostenerla, aun cuando dé esa ilusión gracias al empleo del término "algún"».

En el segundo número de la Revista del Instituto de Investigaciones de la Facultad de Psicología de la U.B.A. (1997), encontramos un artículo que toca el nudo de la cuestión que estamos abordando aquí. Tomando algunos elementos de la Epistemología Dialéctica, la autora43 sostiene que es inadecuado plantear la «singularidad» como característica diferencial de ciertas ciencias, en oposición a las otras -que serían ciencias de lo «universal» y/o «particular»-, porque el concepto de «Singularidad» en realidad no tendría autonomía real respecto de los conceptos «Universal» y «Particular». El fundamento de su posición es que «...todo singular es unidad de una pluralidad, y en tal sentido contiene y es, a su turno, un universo de particularizaciones». Por otra parte, critica algunas acepciones asignadas al término «singular» -como equipararlo «a la idea de hecho único e irrepetible»- puesto que según ese criterio todo lo existente resultaría único y singular. El problema es que, paradójicamente, esta forma de «singularizar» los acontecimientos desemboca en una máxima generalización. Por eso, lo más que podríamos decir sobre los hechos es que son «esto, aquí y ahora», y de esa manera enunciamos algo que vale para todos ellos por igual. Efectivamente, de todos los hechos podemos afirmar que son o que fueron, o sea, remitirlos al ser, el concepto más universal. Pero, el truco de este párrafo es que se desliza imperceptiblemente de «acontecimientos» a «hechos-datos», despojándolos de sus diferencias, que a nuestro entender son esenciales: la palabra «acontecimiento» denota el presente irrepresentable del acto en el instante en que se produce; el «hecho o dato», por su parte, implica ya un registro o una lectura retroactiva de lo ya acontecido que lo articula -como un «dato»- al universo simbólico. En palabras de Lacan, «no hay hechos que no sean hechos del discurso 44». Cabe señalar que esta idea está expresada incluso en el mismo artículo, un poco más adelante, en una cita de George Devereux (1977): «Ningún fenómeno, por limitado y específico que sea, pertenece a priori a ninguna disciplina en particular. Se le asigna a determinada disciplina por el modo de su explicación y es esta asignación la que transforma un fenómeno (acontecimiento) en un dato, y concretamente, en un dato de una disciplina determinada».

Como Devereux, creemos que hay una diferencia esencial entre «fenómeno-acontecimiento», y «hecho o dato», ya que entre ambos está la operación por la cual ponemos en palabras algo del mundo que nos interesó, y que hasta ese momento no había sido nombrado. A esta operación Peirce la llamará «observación abstractiva»; o en otros momentos, en su sentido más general y básico, simplemente «abducción». El predicado más universal y general es el «es…»; de cualquier acontecimiento podemos -una vez que lo representamos- predicarle el «es…». Pero justamente en ese momento deja de ser un acontecimiento, siendo capturado en el lenguaje como un dato o un hecho. La palabra o signo que representa a aquel acontecimiento acontecido es ya una representación, algo de un nivel totalmente heterogéneo al acontecimiento que la inspiró. Las palabras, los hechos, los datos, sí entran en la dialéctica particular-universal. El acontecimiento no, ya que su estatuto es heterogéneo al orden simbólico. La tarea entonces consiste en particularizar los hechos, en donde «hecho» es algo que ya ha sido articulado en un lenguaje o sistema dado, aunque sea de un modo rudimentario y poco preciso en su inicio, «tarea que permite acotar esa generalización abstracta (...) Así que en el intento de singularizar el hecho -dice la autora-, deberé continuar particularizándolo según un conjunto de dimensiones que resultan significativas a los fines de mi descripción...» 45. En el terreno psicológico, ejemplifica su concepción entendiendo que una intervención o interpretación del psicoterapeuta, sería una particularización de un aspecto o dimensión del paciente. «Es obvio -agrega- que con esta afirmación no define la totalidad de estados que conforman la vida psíquica de su paciente, ya que ella (la vida psíquica) como singular, es resultante de muchas otras particularizaciones». Vale la pena detenernos a analizar estos párrafos.

En primer lugar, lo que se «acota» no es el acontecimiento, sino los predicados que sobre él fueron enunciados. Así, del «es…» -en tanto máxima generalización y universalización-, se podrá ir «particularizando» ahora sí en conceptos más acotados, de menor generalización y, por ende, de mayor discriminación descriptiva: lo «abstracto» no es el acontecimiento, sino la predicación inicial sobre el mismo. A su vez, e inversamente, el proceso de «acotamiento» no es guiado por aquel predicado inicial abstracto -«es...»- sino por el acontecimiento mismo, por sus indicios o, si se quiere, por la observación-lectura abstractiva de ciertas facetas del fenómeno. Coincidimos, sí, cuando la autora señala en el siguiente párrafo que «...la descripción del singular se alcanza por intermedio de un trabajo de particularización, pero esa particularización sólo es posible por referencia a un modelo de interpretación que no es ni singular, ni particular, sino que enuncia un universal». Creemos no obstante que es operativo y fecundo sostener la heterogeneidad de niveles entre lo singular por un lado, y lo particular y universal, por otro. El trabajo simbólico opera con estos dos últimos tipos de proposiciones pero, cuando quiere «interpretar» a la naturaleza, al «mundo externo», a los fenómenos, entonces debe dar el salto y conectar su andamiaje simbólico-racional con aquello que no lo es, llamado por ejemplo «la cosa», «lo real», etc. Allí es donde ubicamos la concepción más rica de «lo singular», que no tiene que ver con el «individuo». Es difícil, en esta perspectiva, acordar con la idea de que lo singular podría en algún momento agotarse en una totalidad de particularidades. Al final, lo «singular» acaba rebasando siempre a los «particulares» con los que se lo quiere ceñir. Esto es, al menos, lo que experimenta el psicoanalista día a día en su clínica y lo que advirtió Freud desde sus primeros pasos: ahí donde se pretende encapsular en un saber -universal/particular- al sujeto -singular-, algo desborda, irrumpe, «reacciona». Lo singular es irreductible a lo particular; no está subsumido a un momento de lo particular/universal por más que lo desbordemos de particulares, porque, como bien señala la autora en el mismo texto, lo particular es una construcción teórica, es una forma de intelección de la conciencia epistémica que interpela los hechos. Pero, tal como empezáramos a vislumbrar, lo novedoso, lo nuevo, sólo aparece cuando hacemos «reaccionar» a lo real, aquello que era hasta entonces desconocido y estaba fuera de nuestro sistema de saber, y de nuestro universo de representaciones. Le encontramos ahora un sentido potente a la frase de Peirce acerca de lo general, que citáramos en la nota nº 39 del presente capitulo: «Lo que no es general es singular; y lo singular es aquello que reacciona».

No obstante, hay que aclarar que lo singular no es precisamente algo privativo del psicoanálisis. Pero lo que distingue al psicoanálisis es que, en su practica cotidiana, su intervención más eficaz es justamente aquella que va más allá de la dialéctica particular-universal, en una apuesta a lo real, a lo singular. En esta línea está lo que en los últimos tiempos ha dado en llamarse «clínica de lo real». Sin embargo, esto no debe ser tomado en el sentido de proclamar una práctica oscurantista o iniciática, que se sostendría tan sólo en la intuición del terapeuta46. Conviene, de todos modos, no perder de vista aquello que Freud nos advierte en uno de sus últimos escritos: «Las enseñanzas del psicoanálisis se basan en un número incalculable de observaciones y experiencias y sólo quien haya repetido esas observaciones en sí mismo y en otros individuos está en condiciones de formarse un juicio propio sobre aquel» 47.

12. Teoría-razón-abstracción vs. fenómenos-percepción.

El titulo de este apartado, esta polaridad planteada, puede ser representada también por la ya clásica oposición señalada por Bachelard entre «lo concreto» y «lo abstracto». Adentrándonos en un rastreo histórico, hallamos indicios del germen y del crecimiento de esta división y oposición que implicará distintos abordajes gnoseológicos, ya en la Antigua Grecia -alrededor de los siglos V y IV a.c.-. A continuación entonces, nos trasladaremos hasta allí, para tener la ocasión de cotejar los planteos, contradicciones y problemas «científicos» en que se vieron envueltos. El guía con el cual dialogaremos será nuestro ya conocido G. E. R. Lloyd, quien sitúa un punto de inflexión en Parménides de Elea, ya que este presocrático «…va mucho más allá que Heráclito o cualquier filósofo anterior, al insistir en que tan sólo la razón merece confianza, y que el testimonio de los sentidos es completamente inseguro y engañoso 48». Se abre a partir de aquí una confrontación y desarrollo dialéctico de ideas entre los posteriores filósofos griegos que van delineando y definiendo posturas, así como elaborando nuevas soluciones al problema del cambio y del devenir ante lo inmutable del ser.

«...Los filósofos de la naturaleza -o physis- también partieron de Parménides (…) La preocupación principal de cada uno de estos sistemas presocráticos posteriores fue cómo refutar la negación del cambio sostenida por Parménides. Mientras éste insistió en confiar sólo en la razón, Empédocles rehabilita los sentidos. Admite que son débiles instrumentos, pero también lo es el entendimiento y debemos emplear todos los medios disponibles, incluyendo la vista, el oído y los demás sentidos para aprehender cada cosa».

Una de las más importantes contribuciones de Empédocles al desarrollo de la teoría física fue su empleo de la idea de «proporción». Afirmaba que las distintas sustancias están formadas por raíces, «rizomata» -algo así como para nosotros la noción de elementos-, «pero, en respuesta a la difícil pregunta acerca de cómo un número finito de raíces podía originar una cantidad aparentemente casi ilimitada de sustancias diferentes, tuvo lo que sólo puede describirse como un inspirado presentimiento. Afirmó que las distintas sustancias están formadas por raíces en proporciones diferentes y evidentemente supuso que una sustancia particular está integrada por raíces combinadas en una proporción fija y definida». Ideas pioneras que luego resucitarían en la Teoría Química con el moderno nombre de «ley de las proporciones definidas»:

«La ley de las proporciones definidas establece que los compuestos químicos contienen a sus elementos constitutivos en proporciones fijas de peso invariable; pero mucho antes de que esta ley se verificara experimentalmente, Empédocles había arribado mediante conjeturas a un principio general parecido 49».

Podemos decir que es «sorprendente» que Empédocles haya conjeturado el núcleo de la moderna teoría química de las proporciones, de una manera eminentemente teórica, ya que luego, parece haber sido muy poco su interés por verificar su teoría en la experiencia -como la mayoría de los presocráticos-. De hecho, los pocos intentos de justificarla con casos concretos, no tienen mucha consistencia ni valor de prueba; veamos dos ejemplos:

«…el fragmento 96 indica que el hueso está integrado por fuego, agua y tierra en proporción 4: 2: 2, y el fragmento 98 señala que la sangre y diferentes tipos de carne están formadas por las cuatro raíces en igual proporción -por la razón especial de que la sangre constituye el asiento del conocimiento y aprehende a los elementos según el principio de igualdad…».

A pesar de la sensación de escaso rigor que transmiten estos últimos ejemplos, podemos decir que la conjetura de Empédocles arriba a la misma conclusión a la que llega muchos siglos después la ciencia moderna, apoyándose en sofisticadas técnicas de experimentación y medición. En la misma dirección, Lloyd toma otro ejemplo de Anaxágoras, quien enuncia el principio de que los fenómenos proporcionan una visión de cosas que son oscuras es decir, que la evidencia de los sentidos suministra la base para inferir acerca de lo que no puede observarse directamente …

«…Entonces, como Empédocles, nuevamente Anaxágoras resuelve el principal problema suscitado por Parménides en su negación de la singularidad de lo existente, manteniendo el principio de que nada puede provenir de lo que no es. Dice el fragmento 17 que nada deviene o muere, sino que se mezcla y separa a partir de cosas existentes».

Postula entonces su principio general: «En todo existe una porción de todo». Muchos autores sostienen que la teoría física más ingeniosa y de mayor influencia de entre los sistemas del siglo V a.c. fue la teoría atómica, postulada por primera vez Leucipo de Mileto y posteriormente desarrollada por Demócrito de Abdera. «Correctamente se la considera la culminación de la especulación presocrática» -afirma Lloyd. Según el postulado básico del antiguo atomismo sólo los átomos y el vacío son reales. «Las diferencias entre los objetos físicos, incluyendo tanto las cuantitativas como las que consideramos diferencias en la sustancia -agrega-, se explican en términos de modificaciones en la forma, distribución y posición de los átomos». Pese a las diferencias indisimulables con respecto a la teoría atómica moderna, lo que destacamos es el hecho de que los presocráticos aquí también lograron formular hipótesis en algunos aspectos muy cercanas a las teorías de las ciencias físicas y químicas modernas, sin necesidad de los métodos ni de los instrumentos que ellas actualmente poseen50. Hay también en Leucipo una desvalorización de los fenómenos.

«En su teoría del conocimiento califica como «bastardo» al derivado de los sentidos, en contraste con el «legítimo» procedente del entendimiento; si bien admite que la mente extrae sus datos de los sentidos, lo que éstos perciben son las cualidades secundarias debidas a diferencias en las formas, dimensiones y disposiciones de los átomos, pero sólo éstos y el vacío son reales y estas cualidades secundarias existen sólo convencionalmente».

¿Y que paso con el Platonismo? Según Lloyd, la importancia de Platón en nuestros estudios reside menos en las teorías científicas que formuló que en lo que podríamos llamar su filosofía de la ciencia. El punto crucial es la separación que postula entre «el mundo de las Ideas y de las Formas», y por otro lado «el mundo sensible», en donde se destaca la sobrevaloración de aquel y la desvalorización de este último. Platón, según Lloyd, «…primero distingue entre las formas eternamente existentes y el mundo cambiante del acontecer; las primeras son los modelos y el segundo la copia...». Lloyd se pregunta entonces cuál sería el motivo por el cual Platón, pese al desmedro que muestra hacia el mundo sensible, haya desarrollado sin embargo una exposición detallada y amplia del mundo del acontecer. Dice entonces que «...la naturaleza de su cosmología proporciona la clave principal de la respuesta a esta pregunta. A lo largo de toda su relación enfatiza el papel de un agente inteligente e intencional en el universo (...) El principal motivo de Platón para hacer lo que llamaríamos ciencia natural fue revelar las operaciones de la razón en el universo». Lloyd nos muestra cómo esto se implementó en la práctica, por ejemplo con la astronomía griega del siglo V a.c. A la tradicional astronomía griega observacional, Platón le opuso una astronomía ideal, abstracta, racional y matemática:

«Es mediante problemas, igual que en geometría, como debemos estudiar también la astronomía, sin preocuparnos por las cosas del cielo, si queremos participar de la verdadera astronomía, convirtiendo así la natural inteligencia del alma, inútil sin esto, en una útil posesión».

El verdadero valor de la astronomía estaría entonces en su capacidad para dirigir la atención del alma hacia las realidades intangibles y eternas, y no hacia los objetos visibles. La verdad sólo se aprehende por medio de la razón y del entendimiento. Agregamos nosotros que para entender más este pensamiento platónico es bueno recordar su teoría de la «reminiscencia»: el alma que conoce, en realidad recuerda, tiene reminiscencias de su antiguo contacto con las Ideas, cuando aún no estaba encarcelada en el cuerpo. Es interesante ver cómo ésta astronomía basada en el razonamiento abstracto y matemático llegará en algunos casos a conjeturas muy interesantes y precisas, factibles de explicar algunos fenómenos astronómicos, mientras que en otros, la pregnancia por la «bella forma» de la teoría hará que se transforme en capricho al querer imponer un sistema no sostenible desde la experiencia. Ejemplo de esto es la insistencia en querer explicar los movimientos de los planetas mediante modelos de esferas -siguiendo la regla de Platón de que solo debían postularse simples movimientos circulares- planteando que las trayectorias del sol, la luna y los planetas eran producidas por simples movimientos circulares de esferas. Este es el modelo de Eudoxio de Cnidos -modelo de esferas concéntricas- quien por ejemplo, tuvo que inventar una peculiar combinación de esferas para que lograran generar una curva que correspondiera al movimiento en forma de lazo de los planetas, observable en el firmamento. Señala Lloyd que la teoría de las esferas concéntricas no podía tener en cuenta las diferencias en las distancias a la Tierra del Sol, la Luna y los planetas…

«…y por cierto, fue particularmente en este punto en el que esta clase de modelo naufragó para ser abandonado en favor de la teoría de los epiciclos y de los círculos excéntricos. Sin embargo, fue tal el prestigio de la solución de Eudoxio al problema del movimiento planetario que, en vez de abandonar por completo su modelo, sus sucesores inmediatos trataron de modificarlo para que diera cuenta de algunos fenómenos en cuya explicación había fracasado».

Calipo de Cizico, por ejemplo, agrega siete esferas más a las veintisiete postuladas por su maestro. Incluso Aristóteles, al analizar dicho modelo, se ve llevado a introducir nuevas esferas «compensadoras». En su pasión por sostener la teoría de moda, vemos como grandes pensadores acaban enredándose en forzamientos cada vez más complicados. No obstante, también encontramos dificultades o escollos en aquellos que aparentemente se guiaban por la observación de los fenómenos. Así por ejemplo, la teoría de Heráclides, quien suponía que la tierra está situada en el centro y rota alrededor de su eje, -mientras los cielos permanecen en reposo- tuvo muy poca aceptación, siendo desechada por contradecir la experiencia, los hechos observables, ya que «los astrónomos antiguos argüían que si la Tierra estuviera sometida a cualquier clase de movimiento en el espacio, éste produciría efectos notables, tanto sobre la caída de los cuerpos como en el movimiento de las nubes, efectos que no se observaban».

 

13. La problemática relación de la ciencia con la naturaleza.

Al hablar sobre la clasificación, hacíamos notar que tal procedimiento parece estar en la mayoría de las prácticas que pudimos rastrear incluso en la prehistoria, y en los pueblos a los que aún no había llegado la «civilización moderna». Sin embargo, también señalamos que los criterios clasificatorios fueron variando, pudiéndose encontrar en la actualidad clasificaciones realizadas a partir de criterios jamás soñados por los antiguos precursores de las ciencias, quienes -como decíamos- se basaban en las cualidades sensibles (observables) que advertían en las cosas. Así, la ciencia moderna, en cambio, prefiere basarse en la composición química, molecular o atómica, por ejemplo, u en otros parámetros inferidos teoréticamente, que se alejan del criterio sugerido por la percepción sensible. Vemos este camino en diversas prácticas y ciencias que, teniendo en muchos casos orígenes remotos, perviven aún en la actualidad. Si tomamos por ejemplo la historia de la Medicina, como ya señaláramos, su saber comenzó a sistematizarse a partir de lo que se dejaba ver, oír, tocar, etc.; o sea, a partir de los datos de los sentidos; con el correr del tiempo, y gracias a su articulación con los avances técnicos -con frecuencia por ella misma propiciados-, buena parte de sus especialidades se fueron alejando de aquellos criterios.

Si tuviéramos que plantear cual es el paradigma que se perfilaría como opuesto a aquel inicial -caracterizado por la «Observación de la Naturaleza»-, diríamos que es el que se sostiene en aquellas prácticas científicas que parten esencialmente de postulados o ideas teóricas. Ya vimos un ejemplo de esto en las investigaciones griegas de inspiración platónica. En las ciencias de la actualidad, no es muy lejano lo que se pone en juego cuando un físico, por ejemplo, se propone mejorar la conductividad eléctrica de un material en condiciones no dadas naturalmente, o más aún, cuando busca alterar la composición atómica de un elemento; o en el campo de la biología, cuando un biólogo o genetista se propone llevar a la práctica la idea de hacer un «clon» de un organismo viviente; o en la química médica, con la búsqueda de «fármacos sintéticos de diseño racional». Tomaremos esta ultima especialidad para mostrar otro contrapunto entre lo que parecen ser diferentes actitudes de abordaje científico, que podemos resumir en:

a) La ciencia que parte de los datos de la naturaleza, y juega un dialéctica de intercambios con ésta.

b) La ciencia que parte de «ideas» racionales, independientemente de que exista o no su correlato en la naturaleza, e incluso, desestimando la relevancia de dicha pregunta, a la manera platónica de entronizar la razón por sobre los sentidos, o incluso más allá, en el punto en que la ciencia avanza independientemente de amoldarse a una Idea o Forma preestablecida, y produce el «vértigo» o el miedo a los posibles efectos siniestros del experimentar irrestricto.

La edición española de la conocida revista norteamericana Scientific American, en su número 254 (1997) dedicado a «los nuevos fármacos», nos muestra ya en su índice un cuadro de situación que es ilustrativo del modo en que esta controversia, lejos de haber sido saldada, aún se sostiene en la investigación farmacológica contemporánea. Citaremos en primer término algunos títulos y su resumen, solidarios de una posición que tiende a extremar el racionalismo:

Para finalmente llegar al…

Por su parte, desde una orientación epistémica distinta, pero que consideramos de mayor provecho y riqueza, podemos situar aquello que aparece planteado en el primer artículo de ese dossier, «Fármacos de origen vegetal de ayer y de hoy». El autor, Xavier Lozoya, comienza haciendo allí una reseña de las vicisitudes ocurridas con los sistemas sanitarios de los pueblos indígenas, con sus saberes sobre plantas medicinales, cómo coexistieron por un tiempo con los saberes de la nueva ciencia médica, y cómo luego fueron de a poco segregados por el nuevo paradigma científico.

«Se pensó que, con el tiempo, todos estos productos podrían sustituirse con cápsulas, tabletas e inyectables elaborados con el compuesto puro, con el elemento biológicamente activo identificado en la planta. Así, el químico-farmacéutico sustituyó al farmacognosta, la fitoquímica engendró a la quimiotaxonomía y la propuso como guía para adentrarse en las selvas tropicales en búsqueda de nuevos fármacos de origen vegetal. La medicina extirpó de sus programas de estudio materias como la farmacognosia, la botánica taxonómica y otras antiguallas decimonónicas. El médico debía acostumbrarse a utilizar el «Diccionario de Especialidades Farmacéuticas Comerciales, el Vademécum, cuya edición y permanente actualización estarían siempre patrocinadas por la industria».

Es decir, se deja de lado la utilización directa de la planta medicinal, se trata de aislar su principio activo, y por precisos pasos metodológicos, purificarlo y si es posible potenciarlo en nuevas síntesis. Se considera que los productos así sintetizados tienen menores riesgos de falibilidad, ya que pueden ser controlados con mayor precisión. Esta modalidad sin embargo en su base un presupuesto falaz: la idea de que cada planta contenía un solo principio activo. Presupuesto que luego fue refutado, ya que no es así en todos los casos. Este modelo occidental está contrapuesto al oriental, por ejemplo, el de la medicina china, que realiza una «combinación pragmática de recursos» entre su medicina autóctona -fruto de un saber de miles de años- con la herencia médica occidental. De esta manera, entre otras cosas, incorpora el herbolario a la medicina oficial. Uno de los descubrimientos de la medicina china es que el efecto biodinámico de un extracto dependía de la época de recolección del vegetal; además se verificaban muchos casos de vegetales que contenían un «conjunto» de principios activos, y que su mezcla era superior al producto puro y aislado. En 1975 la OMS auspicia el «Programa de Promoción y Desarrollo de las Medicinas Tradicionales», marcando según el autor, un nuevo giro hacia las plantas medicinales por parte de la medicina occidental, que vuelve a darle algún crédito e interés, surgiendo por ejemplo un «nuevo»

«…grupo de medicamentos que reciben hoy el nombre genérico de medicamentos herbolarios («soft herbal remedies») o fitofármacos (...) Por su parte, en las universidades europeas y algunas norteamericanas surgieron grupos que estudian etnofarmacología, etnobotánica o etmomedicina, bajo la consigna de devolver a la medicina occidental su vinculación con la naturaleza y su fundamento cultural. La investigación científica de las plantas medicinales en Occidente incorporó a su metodología el avance técnico que se había producido en el campo de la química (...) de la biología celular (...) y de la biología molecular».

El autor termina su artículo diciendo: «El abordaje de la investigación de plantas medicinales se modificó en la medida en que el progreso de la técnica permitió otros accesos para construir nuevos paradigmas». Lo cual sitúa claramente como falaz la posición según la cual ambos paradigmas serían excluyentes entre sí, quedando el investigador obligado, a partir de ello, a optar por uno u otro. En los últimos capítulos tendremos ocasión de articular este desarrollo con aquello que se sitúa en el centro de nuestro interés: cómo pensar, en su singularidad, los fundamentos metodológicos esenciales para la orientación de la investigación en psicoanálisis. Podemos preguntarnos, para cerrar el recorrido que nos hemos propuesto aquí, y tomando el inconmensurable avance científico que está en vías de alcanzarse en la actualidad -nos referimos al desciframiento completo del genoma humano- si aquellos fenómenos subjetivos que allí no se alcancen a explicar, si no quedarán por fin despejados como un campo abierto en forma legítima a una investigación que pueda dar lugar a otros paradigmas.

Notas

1 Se trata de una denuncia presentada ante el juez Guillermo Carvajal, interviniendo luego, a partir de la demanda de los dos médicos de la Universidad Católica de Córdoba, el juez Mariano Bergés.

2 Más adelante, en el capítulo V, retomaremos algunas interesantes cuestiones acerca del «trabajo de pensamiento» de los matemáticos más precisamente, lo que se sitúa en términos de «la invención matemática», por ejemplo, en Poincaré, y la complejización de tales asuntos a partir del encuentro de las matemáticas y de la aritmética con la lógica y sus paradojas; en dónde el centro de nuestro interés estará puesto en la cuestión acerca de si es posible situar en su especificidad aquellos procesos de pensamiento que deriven en la producción de «conocimiento nuevo» y, específicamente, cómo pensar los criterios de validación pertinentes al campo de la investigación y la práctica del psicoanálisis..

3 Lloyd G. E. R.: Early Greek Science: Thales to Aristotle. Londres; 1970; en castellano, «De Tales a Aristóteles»; Buenos Aires; EUDEBA; 1977; pag 11.

4 Samaja, J.; Introducción a la epistemología dialéctica; material de la cátedra Metodología de la Investigación Psicológica II, Facultad de Psicología, Universidad de Buenos Aires.

5 El signo de los tres; obra citada.

6 Oppenheim, A. L.; «Los sueños proféticos en el cercano oriente antiguo»; en el libro Los sueños y las sociedades humanas, Coloquio de Royaumont; Buenos Aires; Editorial Sudamericana; 1964.

7 Inferimos de los datos expuestos en la cita, que el vínculo más claramente detectado por Oppenheim sería el guiado por asociación significante!

8 Obra citada.

9 De la traducción de The Medical Works of Hippocrates, por J. Chadwick y W. N. Mann, Oxford, Blackwell, 1950.

10 Meier, C. A.; «El sueño en la Antigua Grecia y su utilización en las curaciones en los templos (incubación)», en el libro Los sueños y las Sociedades humanas. Coloquio de Royaumont, Buenos Aires, Editorial Sudamericana,1964.

11 Lloyd; obra citada; pag. 91.

12 Ver el «Árbol genealógico», en el punto 8 de este capítulo.

13Ginzburg; obra citada.

14 Idem.

15 Idem.

16 Idem.

17 Este parecido está en consonancia con lo que plantea Ginzburg, respecto de que existe también una relación entre la revalorización de este paradigma indiciario con las conveniencias políticas y policiacas del Estado, a partir de la necesidad de identificar a las personas que habían tenido alguna condena, o sea, a los «reincidentes», y los intereses policiacos y administrativos de lograr identificar individualmente a los ciudadanos, destacando que esto se incrementa a partir del desarrollo del capitalismo industrial. Es interesante notar que por este sesgo, Ginzburg se encausa en la línea explicativa de la Epistemología Dialéctica, que citáramos escuetamente al comienzo de este capítulo.

18 La caja de cartón.

19 Luego de largas vacilaciones, Freud publica este ensayo en Imago en forma anónima, no sabiéndose hasta diez años después el nombre del verdadero autor.

20 Para un análisis más exhaustivo del tema del estilo y la subjetividad, se puede consultar Ariel, A.; El Estilo y el Acto; Manantial; Bs. As; 1994. Retomaremos algo de esto más adelante, en el capítulo sobre la interpretación y las construcciones en análisis.

21 Acerca de la suposición de que Miguel Angel se propone intencionalmente «adoctrinar» al pontífice en el dominio de sus impulsos agresivos, podríamos nosotros interpretar que, a su vez, la orientación argumentativa de Freud algo nos indica respecto de su postura moral: contrariamente al concepto superficial popularizado en torno suyo, albergaba la idea de que sería posible dominar y superar ciertos impulsos primarios del ser humano para la subsistencia y porvenir de nuestra Cultura. Hay que situar esto en el contexto en el que fue escrito, es decir, en los albores de la Primera Guerra Mundial. Esta aspiración parece acercarse en algunos puntos a la de Peirce con relación al tema de dominar o controlar los impulso y su idea del progreso del ser humano en su particularidad especial y más elevada, en el momento en que sitúa la diferencia entre el pensamiento «normal», y el pensamiento que le correspondería a la ciencia, esto es, «racionalista», que se logra gracias a superar la inercia casi natural del curso del pensamiento instintivo o de sentido común: «En mi opinión, el autocontrol es lo que posibilita cualquier otro curso de pensamiento distinto del curso normal, de la misma manera como es lo único que deja lugar para una mandatoriedad de la conducta, quiero decir la Moral, y que deja igualmente lugar para una mandatoriedad del pensamiento, que es la Recta Razón; y cuando no hay autocontrol, solo es posible lo normal». (Collected papers of Charles Sanders Peirce; volumen IV; traducción del libro Obra Lógico-Semiótica; párrafo 540, pág. 385.)

22 Miller, J. A.; «Teoría de lalengua», en Matemas I, Buenos Aires, Manantial, 1987.

23 Lacan, J.; «La tercera», en Intervenciones y textos 2; Buenos Aires, Manantial, 1988.

24 Lacan, J.; «Función y campo de la palabra y del lenguaje en psicoanálisis», en Escritos I, Buenos Aires, Siglo Veintiuno, 1985.

25 Ver también la crítica de Dupin a los matemáticos en La carta robada .

26 Las referencias citadas a continuación proceden de Levi-Strauss, C.; El pensamiento Salvaje, México, Editorial Fondo de Cultura Económica, 1964.

27 Speck, F. G.; «Penobscot Tales and Religious Beliefs», en Journal of American Folklore, vol. 48, nº 187, Boston-Nueva York, 1935.

28 Robins, W. W.; Harrington, J. P.; y Freire-Marreco, B.; «Ethnobotany of The Tewa Indians», en Bulletin Nº 55, Bureau of American Ethnology, Washington D. C., 1916.

29 Henderson, J.; Harrington, J. P.; «Ethnozoology of the Tewa Indians», en Bulletin Nº 56, Bureau of American Ethnology, Washington D. C., 1916.

30 Conklin, H. C.; The relation of Hanunóo Culture to the Plant World. Tesis doctoral, Yale, 1954.

31 J. Lacan; La Identificación (Seminario 9), inédito, 1961/62. Clase XII, dictada el 7 de marzo de 1962.

32 Ferrater Mora J.; «Diccionario de Filosofía abreviado», Buenos Aires, Ed. Sudamericana, 1983.

33 Peirce, C. S.; Obra lógico-semiótica, Madrid, Taurus, 1987.

34 Véase en el siguiente capítulo el análisis del texto de Poincaré sobre «la invención matemática».

35 También en la «Investigación histórica», un criterio para darle validación a un dato es confirmarlo al menos en tres fuentes documentales distintas.

36 DSM-IV. «Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales», EEUU, American Psychiatric Association, 1994. Edición española de Editorial Masson S.A., Barcelona, 1995. Respecto del CIE-10 de la Organización Mundial de la Salud (The ICD-10 Clasification of Mental and Behavioural Disorders: Diagnostic criteria for reserch), ver Editorial Meditor, Madrid, 1992.

37 Cabe añadir, con respecto a los manuales mencionados, que la orientación para la descripción y clasificación de los trastornos -es decir, los «indicios» valorados como relevantes-, son en su mayoría aquellos ligados al campo de acción de los psicofármacos; o sea, en muchos casos, es a partir del efecto que se descubre que tiene un psicofármaco en una afección de la conducta, que se delimitará y definirá el trastorno a clasificar, diluyendo así el concepto de síntoma (que supone una etiología subyacente al efecto) y como veíamos, reemplazándolo por la inespecificidad de «trastorno»; como si el ideal fuera, a tal trastorno -mental o del comportamiento-, se lo hace desaparecer aplicando tal medicamento. Se ve que el interés está centrado en aplacar o corregir el efecto anómalo, desechando indagar las causas por las cuales el mismo pudo producirse (salvo que sean de índole marcadamente orgánica, como por ejemplo una intoxicación alcohólica, etc.). Ver sobre este tema los puntos 1 y 2 del Módulo II, en Pulice G.; Rossi G.; Acompañamiento Terapéutico, Buenos Aires, Polemos, 1997.

38 Freud; S.; Conferencia 17, (1916).

39 Como quizás el lector también lo sienta, ya es tiempo de tratar de definir este término aparentemente tan simple. ¿Qué es lo «general»? Para responder, recurriremos otra vez a Peirce, quien recurre a su vez a Aristóteles, diciendo que la definición del estagirita «es lo bastante buena»; allí lo general es: «Aquello de naturaleza tal que puede predicarse de muchos sujetos». Peirce agrega luego que a partir de la lógica de relaciones se puede afirmar que todo predicado de una proposición es «general». Para agregar más adelante que «Lo que no es general es singular; y lo singular es aquello que reacciona». Peirce, C. S.; El Hombre, un signo, Barcelona, Crítica, 1988. Capítulo IV; pág. 123.

40 Nos referimos aquí a una de sus clasificaciones de los signos, que se completa con iconos y símbolos.

41 Aristóteles allí denota con a: proposiciones afirmativas universales; e: universales negativas; i: particulares afirmativas; o: particulares negativas.

42 Brunschwig, J.; «La proposición particular y las pruebas de no-conclusividad en Aristóteles», en Referencias en la obra de Lacan, nº 25, Buenos Aires, Factoría Sur, junio de 1999.

43 Ynoub, R.C.; «Singularidad y método. Precisiones metodológicas entorno a la investigación clínico-psicoanalítica», en Revista del Instituto de Investigaciones de la Facultad de Psicología de la Universidad de Buenos Aires, nº 2, 1997.

44 Lacan, J; Seminario del 13-1-71.

45 Ynoub R. C.; obra citada.

46 Retomaremos estas cuestiones en forma específica en el último capítulo del presente volumen. Podemos anticipar aquí, no obstante, que lo «singular» del sujeto puede pensarse desde el psicoanálisis a partir de conceptos tales como el de «marca» o «rasgo unario».

47 Freud, S. Esquema del psicoanálisis (1938).

48 G. E. R. Lloyd; Obra citada; pag. 63.

49 Lloyd, G.; Obra citada; pag. 70.

50 En el plano teorético, y en respuesta al problema del devenir, Leucipo sostiene que, contrariamente a lo que proponían los seguidores de Parménides, no sólo deben considerarse reales el «ser» o «lo que es» -en su caso, los átomos-, sino además el «no ser» -en su sistema, «el vacío»-, el cual da la posibilidad para el «movimiento» de los átomos.

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Revista de Psicoanálisis y Cultura
Número 12 - Diciembre 2000
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